Somos muchos los astronautas de a pie que viajamos sin rumbo fijo y que descubrimos universos abiertos en aquellos lugares que transformamos en hogares de paso. Suelen ser rincones que uno encuentra casi con una aturdida casualidad, o sin apenas quererlo, o por un impertinente despiste, o porque la tal vez una deseada cita se demora, o porque la dirección estaba hecha un amasijo de garabatos, o simplemente por el vicio de deambular, de vagar. Muchos de estos espacios se quedan en la memoria del viajero, o permanecen congelados o se pudren en el almacén de fotografías sacadas desde un celular, y que se borran por culpa de la amnesia o porque no significaron gran cosa en la vida de uno. Los espacios que sobreviven al olvido, pertenecen al viaje del día a día, son la firma de ese nomadismo urbano que todos los que vivimos en ciudades solemos realizar día si, día también, y que nos da sentido a esta vida que nos toca vivirla.
Una de estas odiseas y que pertenecen a mi memoria son las de tres bancas que están plantadas como homenajes supuestos a esa calma que en estos tiempos que corren está en busca y captura y que reposa en el jardín de la Casa Museo Otraparte, Envigado, Antioquia, Colombia. A una de estas bancas la llamo “la de La Sultana”. Su visible ubicación esta pegada a un tronco inclinado de un gigantesco mango que me recuerda a otro leño paciente que uno puede encontrar en la Alhambra de Granada y que precisamente se llama «El ciprés de la sultana”. El viejo árbol fue testigo de los amoríos de una hermosa sultana nazarí en los oscuros años de la reconquista española y está plantado en un patio que soporta el paso sonámbulo de cientos de turistas cada día y al que apenas miran. En esta banca de la sultana otraparteña llega mucha luz por la noche, muy cerca se siente la temperatura de una bombilla que acompaña los atardeceres lentos. Es la banca de los desamores agudos, de los desconsuelos esdrújulos, de las lágrimas mudas, de las rupturas zarzueleras, de los finales tristes. Uno que es muy fumador, y que se pasea por el pasillo de la casa de Don Fernando calada va y calada viene, observa tímidamente y sin forzar el chisme visual el final de muchos romances, unos tal vez fueron pasajeros y que culminaron con un polvo de más, otros que fueron una descomunal mentira y muy de tanto en tanto, se prenden unos finales prodigiosos muy parecidos a los que aparecían en las viejas películas en blanco y negro y que acaban con un eterno fundido. Son amores que pasan, ella llora sin consuelo y el mira pesado y como que no va el drama con su vida a la pantalla de su celular, el estalla en llanto contundente de plancha y ella se cubre la cara de “¿será por mi culpa?” con sus manos, ella lo abraza y él dice mil veces «no» con un lento y telenovelero meneo de cabeza, él se levanta y camina arrastrando culpa y ella lo mira con el silencio de la rabia acumulada.
A veces son seres solos los que se sientan en esta banca de la sultana, y lloran a solas, durante largo rato, soñando pretéritos imperfectos y futuros pluscuamperfectos, sin importar quien esta mirando y quien deja de mirar, buscando estrofas en el cielo negro de la noche para tranquilizar el dolor, escapando, huyendo, tal vez muriendo un poco más. El hombre que fuma los ve, las ve, y calla, chupa otra calada y se aleja con respeto.
La banca que esta plantada al otro extremo de la antes citada es el asiento de las reuniones, de las reflexiones que intentan levantar utopías y proyectos y el lugar donde se sientan desordenados grupos de visionarios entusiastas (que abundan en esta ciudad de Medellín), o lectores que a veces uno no sabe si están posando o si realmente leen, o diseñadores de fantasías. A esta banca la llamo “la de los viajes y las presencias», por razones obvias. En ella estallan carcajadas como alboradas decembrinas, corretean los murmullos para jugar al escondite por el jardín y se escapan de sus dueños, convirtiendo el rincón en un vocerío de proyectos y planes por hacer. Unos son peñas de gente joven, que hablan alto sin mirarse a los ojos porque sus dedos están ocupados martirizando las teclas de sus celulares para mandar mensajes por las redes sociales. Y los emoticones flotan a su aire, como burbujas de jabón de un sospechoso color amarillo, y las frases sueltas se convierten en discursos efervescentes. Otros son pasajeros veteranos, visitantes de ida y vuelta y francotiradores del verbo. Sus rostros arrastran una larga experiencia de reuniones acumuladas, con unas ojerosas miradas maquilladas de entusiasmo y que disimulan caminos con abundantes fracasos y algún que otro éxito. Nunca alzan la voz, ya no. Miden sus frases porque saben que se las roban cuando contienen algo de sentido. Intercambian despistes que les ha dado la vida y tropezones que han roto el equilibrio de sus vidas. Pero siguen metidos en la celda de Segismundo, orando calladamente por la vida, por un sueño (“Y los sueños…..”).
Los lectores solitarios permanecen horas en esta banca, que también está bien iluminada. Su aparente concentración es absoluta y envidiable, logran aislarse del ruido vomitado por un tráfico que serpentea muy cerca de la Casa Museo desde la Avenida del Poblado, o la Avenida de Fernando González, como uno prefiera, y no le pone la más mínima atención a los llantos de los que están sentados en la banca de en frente y del humo que suelta el fumador del pasillo.
Son lectores con ganas, que lucen ediciones de bolsillo, libros fotocopiados, ladrillos de editoriales cariñosas o ejemplares que delatan una sabia vejez y que tal vez fueron rescatados de una estantería preñada de novelas, ensayos y poesía condenada al olvido. Ser un lector en plena calle, en las terrazas de los cafés, en los bancos y las mangas de los parques y los jardines, en los escalones de edificios públicos o en los transportes públicos no deja de ser una pose. “Huy! un intelectual”, “Este lee a Carrasquilla!”, “Este libro ya lo leí hace tiempo”, son algunas frases que sueltan los peatones que suelen ver a estos lectores públicos. Se nota al lector que se viste de “soy culto” por su pereza a la hora de sumergirse en el océano de palabras que tiene frente a el: levanta en exceso la mirada para perseguir un culo costeño o una sonrisa que puede llegar a ser cómplice, se deja llevar a cada instante por los reclamos de su celular que no deja de soltar sonidos en clave, hojea sin parar las páginas del dichoso libro que no termina de comprender, o simplemente, se queda dormido. Pero los lectores de verdad también existen, y su porte (o pose) es de una escenografía mucho más simple: son inmóviles.
Las diseñadoras de utopías son observadoras. También llegan solas, en este lugar donde si pueden ir a solas con sus cosas sin tener que soportar esa machista etiqueta de «mujer sola, mujer buscona». Sueñan, miran las tocata y fuga de las ardillas que se pasean libres y de rama en rama sobre sus cabezas, de vez en cuando descubren al fumador compulsivo que merodea por ahí en el pasillo de la casa del brujo, y se sumergen en sus cosas, sin complejos, sin prisas, sin esperar nada ni nadie. Sin restos de naufragios. Son viajes y presencias.
La tercera banca es la mas difícil de ver. El árbol más grande del jardín se convierte en un muro protector de la intimidad que emerge desde la banca menos iluminada del lugar. Es la que está más lejos de la casa museo y la más cercana a la puerta de entrada, si, esa de hierro forjado que reza “Cave canem seu domus dominum” y que sin la caída de la luz solar, no se logra ver quienes habitan y respiran allí. Es “la banca des vieux amants», suena bien y es la verdad, allí se sientan algunos amores furtivos, y en muchos casos, dignos de bravos melodramas. Unos son romanceros emergentes, dibujados a escondidas, aliñados con secretos, otros, son verdaderos poemarios de amor, sencillos como caricias nobles, desprovistos de artificios y de versos imposibles, con besos bonitos y abrazos demorados. Son amantes, novios, esposos sin edad, son como esas bellas esculturas que uno encuentra en los parques, como aquel que dedicaron en Sevilla a Gustavo Adolfo Béquer y que esta levantado en pleno Parque de María Luisa. Y de vez en cuando, los que se sientan son amantes solitarios que conspiran en compañía de sus eternos y fieles soliloquios.
El fumador apenas fuerza la mirada para saber lo que va pasando en esa lejana banca, le gusta así, distante, disfrazada por las noches con los vestidos luminosos del rojo, el amarillo y el verde de un semáforo que trabaja fiel sobre la vía y que se levanta muy cerca del lugar.
En fin, mejor me voy a fumar otro cigarrillo.
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