Este año y el próximo, los votantes de las principales democracias occidentales tomarán decisiones que podrían cambiar de modo fundamental a Occidente -y al mundo- como lo hemos conocido por décadas. De hecho, algunas de estas decisiones ya se han tomado: el principal ejemplo es la reciente decisión del Reino Unido de abandonar la Unión Europea.
Mientras tanto, bien podría ser que Donald Trump y Marine Le Pen ganen las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos y Francia, respectivamente. Hace un año habría parecido absurdo pronosticar la victoria de cualquiera de ellos, pero hoy no podemos decir lo mismo.
Las placas tectónicas del mundo occidental han comenzado a desplazarse, y a muchos les ha costado darse cuenta de las potenciales consecuencias. Hoy, después del referendo del Brexit del Reino Unido, vemos el asunto con algo más de realismo.
La decisión del Reino Unido fue un rechazo de facto a un orden europeo de paz cimentado en la integración, la cooperación y un mercado y jurisdicción comunes. Surgió de una creciente presión sobre tal orden, tanto interna como externa. En lo interno, el nacionalismo ha ido ganando fuerza en casi todos los estados miembros de la UE, mientras que en lo externo Rusia está jugando a la política de las grandes potencias, promoviendo una “Unión Euroasiática” (eufemismo por un nuevo dominio ruso sobre Europa del Este) como alternativa a la UE.
Ambos factores representan una amenaza a la estructura de paz de la UE, y el bloque quedará debilitado sin el Reino Unido, su tradicional garante de estabilidad. La UE es el eje de la integración de Europa occidental, por lo que su debilitamiento provocará una reorientación hacia el Este.
Es un resultado incluso más probable si en Estados Unidos gana Trump, que admira abiertamente al Presidente ruso Vladimir Putin y se adaptaría a la política de gran potencia de Rusia a costa de los vínculos europeos y transatlánticos. Un “momento Yalta 2.0” de este tipo impulsaría a su vez un sentimiento antiestadounidense en Europa y agravaría el daño geopolítico que sufre Occidente.
De manera similar, si en primavera gana la nacionalista de extrema derecha Marine Le Pen, significaría un rechazo de Francia a Europa. Dado que es una de las piedras angulares (junto con Alemania) de la UE, su elección probablemente marcaría el comienzo del fin de la Unión misma.
Si el Reino Unido y Estados Unidos giran hacia un neoaislacionismo y Francia abandona a Europa en favor del nacionalismo, el mundo occidental se volvería irreconocible. Ya no sería el bastión de la estabilidad y Europa caería en el caos de manera indefinida.
En este escenario, muchos volverían los ojos hacia Alemania, la mayor economía europea. Pero si bien el país pagaría el más alto precio económico y político en caso de un colapso de la UE (sencillamente, sus intereses están demasiado vinculados a los de la Unión), nadie debería esperar que resurgiera allí el nacionalismo. Todos sabemos los niveles destrucción y desgracia que puede causar en el continente.
En términos geopolíticos, Alemania quedaría en un estado intermedio. Mientras Francia es claramente un país occidental, atlántico y mediterráneo, a lo largo de su historia Alemania ha oscilado entre el Este y el Oeste. De hecho, por largo tiempo esta dinámica fue un factor constitutivo del Imperio Alemán. La cuestión “este u oeste” no se decidió finalmente sino hasta la derrota total en 1945. Tras la creación de la República Federal Alemana, el Canciller Konrad Adenauer escogió a Occidente.
Adenauer había sido testigo de la tragedia alemana al completo (las dos guerras mundiales y el colapso de la República de Weimar) y pensaba que los vínculos de la joven República Federal eran más importantes que la reunificación alemana. Para él, Alemania tenía que abandonar su posición de intermediaria e integrarse irreversiblemente con las instituciones económicas y se seguridad europeas.
El reacercamiento de posguerra entre Francia y Alemania y la integración europea bajo la UE han sido elementos indispensables de la orientación occidental alemana. Sin esos factores, podría volver a ser una tierra de nadie en términos ideológicos, lo que pondría en peligro a Europa, alimentaría peligrosas ilusiones en Rusia y obligaría a la misma Alemania a asumir retos inmanejables con respecto al continente.
La orientación geopolítica de Alemania será un tema subyacente central en las elecciones del próximo año. Si la Unión Demócrata Cristiana de la Canciller Ángela Merkel la descarta debido a su política hacia los refugiados, es probable que el partido se oriente hacia la derecha en un intento por recuperar a sus votantes que prefirieron a Alternativa por Alemania (AfD), de corte antiinmigrante y populista.
Pero todo movimiento de la CDU para cooperar con AfD o validar sus argumentos presagiaría problemas. La AfD representa a los nacionalistas alemanes de extrema derecha (y peores) que desean volver a la vieja posición intermedia y forjar vínculos más estrechos con Rusia. La cooperación entre la CDU y AfD traicionaría el legado de Adenauer y equivaldría al fin de la República de Bonn.
Mientras tanto, existe un peligro similar desde el otro lado del espectro, porque una potencial coalición entre la CDU y AfD tendría que depender de Die Linke (el Partido La Izquierda), algunos de cuyos dirigentes desean en la práctica lo mismo que AfD: relaciones más cercanas con Rusia y nula o menor integración con Occidente.
Por: Joschka Fischer
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen