La concesión del Premio Nobel de la Paz a la líder venezolana María Corina Machado marca un punto de inflexión en la historia contemporánea de Venezuela. No por lo que cambia –porque probablemente, al menos de inmediato, no cambie nada– sino por lo que revela: que incluso en un país donde el poder se ha empeñado en borrar toda disidencia, la libertad puede seguir encontrando un nombre, un rostro y una voz.
Ella no recibe este premio como jefa de un partido o como candidata, sino como símbolo: la mujer que durante más de dos décadas ha persistido en una lucha desigual contra un régimen que, en nombre de los pobres, ha destruido la prosperidad, la institucionalidad y la dignidad del individuo. Y aunque quienes sostenemos una visión libertaria podamos tener matices respecto a su estrategia política o su manera de conducir la oposición, es innegable que este reconocimiento supone una victoria simbólica de enorme magnitud.
La disidencia en tiempos de servidumbre
Desde sus inicios en Súmate, cuando organizar elecciones limpias en Venezuela ya era un acto de subversión, María Corina Machado desafió la lógica del consenso autoritario. Lo hizo desde un discurso liberal, centrado en el ciudadano, en la propiedad privada, en el mérito y la responsabilidad individual: conceptos que el socialismo del siglo XXI había declarado obsoletos.
Por esa coherencia pagó un precio altísimo. Años más tarde, siendo diputada, fue inhabilitada, criminalizada y expulsada del Parlamento. Su vida pública se volvió una carrera de obstáculos, y en este momento –irónicamente– recibe el Nobel desde la clandestinidad, en un país donde ejercer la política con independencia se ha convertido en delito.
El Nobel de María Corina no tiene efectos prácticos, es cierto, pero para algunos es señal de un reconocimiento. Durante años, el régimen intentó destruirla, tildándola de “oligarca”, “traidora” o “agente del imperio”. Hoy el mundo gira sus ojos nuevamente hacia Venezuela, y hacia una mujer que, para algunos, encarna la resistencia civil frente al poder absoluto.
La paradoja venezolana
Este caso sintetiza una de las grandes paradojas del autoritarismo latinoamericano: la del régimen que se dice popular, pero teme al voto; la del gobierno que invoca la igualdad, pero necesita la miseria para perpetuarse.
Venezuela lleva más de dos décadas atrapada en esa realidad, donde el Estado omnipresente se volvió a la vez fuente de privilegios y de exclusión. María Corina fue una de las primeras en denunciar que no se trataba de una “revolución imperfecta” o de una “democracia defectuosa”, sino de un sistema represor que aspira a regular hasta el pensamiento.
En ese contexto, este premio no se otorga un programa político, sino una actitud: la negativa a ceder ante el miedo. Y en ese gesto hay algo profundamente liberal –y profundamente humano–, porque la libertad comienza exactamente allí donde alguien decide no obedecer.
El espejo de la historia
No es la primera vez que el Comité de la Fundación distingue a un disidente frente al totalitarismo. Andréi Sájarov, en la Unión Soviética; Aung San Suu Kyi, en Myanmar; Liu Xiaobo, en China: todos recibieron el reconocimiento mientras eran perseguidos o encarcelados.
El efecto de estos premios es simbólico antes que práctico. Refleja al opresor ante la mirada internacional y atrae la opinión pública, a la que le encantan estas demostraciones de solidaridad. En el caso venezolano, una estatuilla no derrumbará al chavismo, pero sí recuerda su verdadera naturaleza: la de un sistema que teme tanto a la libertad que necesita perseguirla.
El valor de lo simbólico
Hay personas que sostienen que los regímenes autoritarios temen más a los símbolos que a las armas. Por eso controlan los relatos, reescriben la historia y reducen toda resistencia a caricaturas. Para ellos, este suceso rompe esa narrativa: le arrebata al poder el monopolio del relato simbólico.
El Premio también vuelve a despertar algo que el régimen ha intentado adormecer: la esperanza. En una sociedad devastada por la censura, la pobreza y el exilio, este reconocimiento puede funcionar como una chispa. No es una solución, pero sí una prueba de que la dignidad aún existe.
Tensiones, riesgos y oportunidades
El galardón no llega sin riesgos. No. El chavismo usará todo el revuelo para reforzar su relato victimista y, probablemente, aumentar la represión contra los disidentes políticos y la sociedad civil. Es el reflejo instintivo de todo régimen que se siente descubierto.
También existe el riesgo de que la figura de Machado se endiose y se le tome como único referente entre los millones de ciudadanos que luchamos contra Maduro. Pero la clave no está en su persona, sino en el mensaje que representa: la libertad como principio irrenunciable.
Si la oposición y los aliados logran convertir este momento en una nueva oportunidad, esta podría ser un punto de inflexión. Si, en cambio, se reduce a un símbolo personal, será una oportunidad desperdiciada.
El sentido libertario del reconocimiento
Desde una óptica libertaria, no es el valor del premio lo que cobra mayor importancia, sino el hecho de que la libertad individual es el único cimiento de la paz auténtica. Ninguna justicia social ni ideal colectivo puede florecer donde el individuo no es libre para disentir.
María Corina Machado ha defendido esa verdad incómoda en un país acostumbrado al paternalismo estatal. Su discurso –centrado en el individuo, la propiedad y la responsabilidad– ha sido contracultural en una sociedad que aún confunde derechos con privilegios.
Se le pueden cuestionar decisiones tácticas o tonos, pero no su coherencia. Y por eso debe reconocérsele: por haber sostenido una ética de la libertad en medio del miedo, cuando tantos eligieron callar.
Entre lo simbólico y la política
El impacto real del Nobel dependerá menos del régimen –que seguirá reprimiendo y persiguiendo– y más de los aliados. La tarea ahora es traducir el reconocimiento simbólico en acción cívica, no en idolatría.
Las democracias del mundo también quedan interpeladas. Durante años, muchos gobiernos occidentales prefirieron mirar hacia otro lado. Hoy ya no tienen excusas. Quien calla ante la represión venezolana se convierte en cómplice ideológico.
Y para la diáspora –millones de venezolanos dispersos por el planeta– este premio es un recordatorio de que su exilio tiene sentido: que la causa por la libertad sigue viva, y que todavía hay quienes resisten desde dentro.
El chavismo podrá seguir reprimiendo, pero no podrá borrar el hecho de que el mundo tiene los ojos puestos en Venezuela.
La versión original de esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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