(Crónica con basuras, fumadores de bus y una emulsión)
La memoria no es un fósil, ni un bloque compacto, inmarcesible. Hay en ella una incertidumbre, apenas una leve noción de aquello que ya no está, pero es suficiente para crear un indicio. ¿Qué eran aquellas basuras diversas en una calle de barrio, en los solares, en las esquinas? ¿Qué era aquella “normalidad” en la que las oquedades, las zanjas y la falta de asfalto convertían los caminos urbanos en trochas infernales?
Había señores que llegaban a su casa, tras ir al mercado, con bultos a sus espaldas, tras un camino de sudores, de pausas en algún recodo, buscando sombra, acezantes. Algunos contrataban a carretilleros o a “cargamercados”, que eran muchachos no siempre fortachones, que requerían unas monedas para llevar algún bastimento a su hogar. El ritual de proveeduría, de plaza, de tienda de abarrotes, no era siempre tan ameno.
Y qué tal aquellas filas eternas para comprar un litro de leche; y eso, si ya se había contratado con el tendero, porque, de lo contrario, no podría accederse a aquel “líquido perlático de la consorte del toro”, como decían algunos muchachos de acera, guasones y risueños. Eran largas colas, a veces de hasta de una cuadra, con señoras madrugadoras que aprovechaban para departir e intercambiar los necesarios chismes.
Hace poco, recordé el olor a pan que se expandía por encima de tejados y ascendía a balcones. Lo producía una panadería artesanal, en un callejón de barriada. El olor superaba al sabor, porque, en realidad, se trataba de un pan mal hecho, sin arte ni nada, insípido, que casi de inmediato perdió cartel entre el vecindario. Tal vez el pan más “maluco” que se haya horneado en barrio alguno haya sido el de Cleto, un hombre genial para la elaboración de avenas (deliciosas) pero horroroso como panadero.
Y en esta mención, debo recordar, otra vez, a una tía que tenía sabor para la cocina y también para los dichos: “oíste, aquí creen que las tres P son fáciles”. “¿Las tres P?, ¿qué es eso?”. “Prostituta, panadero y periodista”, decía a carcajada batiente. Y, en efecto, en aquellos tiempos en que el agua escaseaba en el acueducto bellanita, a muchos les daba por creerse panaderos y sus productos eran desabridos y penosos.
El viaje en buses destartalados, con ventanillas que no se podían subir, o bajar, según el requerimiento, con unas pitas que enlazaban la campana a modo de timbre, se hacía más nebuloso por el humo de los fumantes. De pie, sentados, muchos pasajeros fumaban en aquellas tartanas, la ceniza volaba entre los viajantes. Y no faltaba el borracho de última hora, baboso, sostenido a duras penas en la barra, tambaleante, que se recostaba sobre los otros en su postración de alcohol.
Y como si aquella avalancha de atrocidades fuera poco, había los que destapaban galletas, papitas, confites y arrojaban al piso del bus, o por la ventanilla, los envoltorios. Y los que no, escribían en los respaldos de las bancas, declaraciones de amor, consignas políticas, insultos contra el conductor. Y cuando eran de cuerina, cordobán o cabritilla, a navajazo limpio se cortaban las sillas. El relleno salía, como tripas de un apuñalado.
“Nos criamos de milagro”, se escucha decir entre gentes de la vieja guardia. Y entonces son capaces de rememorar los latigazos, o correazos, o, incluso, los azotes con alambres eléctricos que por cualquier incorrección la mamá propinaba sin contemplaciones. Otros recuerdan cómo comían granizo del patio o de las aceras, o se revolcaban en el barro en los potreros cuando había un partido de fútbol bajo la lluvia.
Y a los que, a las seis de la tarde, sin falta, tenían que estar en el comedor de la casa, porque se comía con ellos o sin ellos, y si no estaban tendrían que esperar hasta el día siguiente. Lo peor estaba en interrumpir un partido de asfalto, un juego de calle o la visita de ventana a una novia esquiva. La hora del ángelus era sacrosanta, y había entonces que estar listos en casita para los fríjoles y la carne frita.
A aquellos que les tocó padecer medicamentos domésticos, como la boñiga con leche caliente; el café o las telarañas para estancar la sangre de una herida; el merthiolate en el raspón, o mucha azúcar sobre una herida causada por un vidrio callejero, tal vez todavía sientan ardores y arcadas.
Una entrada a cine, un ritual de maravillas, por lo emocionante y lo esperado en la semana, no era siempre un manojo de dichas. Aparte de las griterías, a veces ensordecedoras de la muchachada, sobre todo cuando había persecuciones o el protagonista “daba de baja” a sus rivales, no faltaban los que apagaban los cigarrillos en el cuello del espectador de adelante. O lo arrojaban la colilla a los de más allá. O los de luneta escupían a los de galería.
La tintura de ruibarbo era pasable. Y hasta saludable. Pero tomar aceite de ricino y, peor aún, la emulsión de Scott (“O te la tomás, o te la embuto con el molinillo”), sí eran rituales de horror, que se juntaban al desastre del sarampión, la viruela y las paperas, sin contar con las muy activas inflamaciones de las amígdalas. Qué días aquellos que parecen tan bonitos, pero, en el fondo, tenían sus bemoles y amarguras.
Por eso, y por tantas otras situaciones, para contradecir al poeta de “nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir”, no todo tiempo pasado fue mejor. Lo señaló Sábato: no es que antes no acontecieran cosas malas, sino que, felizmente, la gente las echa al olvido.