Dolor de patria, es lo que sentimos muchos colombianos cuando acontecen sucesos como la marcha del 10 de agosto de 2016 en Colombia. Luego de un debate que inició producto de unas supuestas cartillas repartidas por el Ministerio de Educación y la cuestión sobre la enseñanza de las tendencias sexuales existentes a los niños, se desató una tormenta de fervientes religiosos que acusan al gobierno de pretender incitar a sus hijos a abrirse desde temprana edad a la sexualidad y volverlos homosexuales, tormenta que terminó convertida en una cacería de brujas en contra de la ministra Gina Parody y la población LGTBI.
Las cartillas levantaron la polvareda homofóbica, pues aunque muchos lo nieguen y pretendan esconderse tras el disfraz de la inclusión y el respeto con expresiones como “yo hasta tengo amigos homosexuales que aprecio”, como si fueran dignos de un monumento por tan destacado acto de tolerancia, en realidad la segregación es su verdadero rostro. Un rostro que dejan ver cuando hablan de “ellos” como un grupo de seres ajenos a su realidad, donde todo está bien siempre y cuando: “no se metan conmigo”.
El debate sobre educación murió en el preciso momento que el fanatismo religioso se asomó, y los odios salieron a relucir dejando ver la decadencia de nuestra sociedad. El desconocimiento del otro y la intolerancia marcharon por las calles de Colombia, enarbolando pancartas manchadas de rencor que juraban defender principios y valores que no encajan en esas definiciones. Pues la segregación nunca será un principio ni el odio un valor, y la discriminación defendida por algunos manifestantes como “libertad de expresión” no es una opinión sino un delito.
No quiere decir esto como algunos pretenden hacer parecer, que todos deban estar de acuerdo con lo que expresan y profesan los LGTBI o con las supuestas cartillas del ministerio, pero los debates y las opiniones en oposición se dan con respeto y altura. Tal vez yo no esté de acuerdo con la forma en que usted se viste o camina, pero eso no me da el derecho de insultar o atropellar, pues vivimos en una sociedad regida por normas constitucionales que protegen esas diferencias.
En un país tan fraccionado como el nuestro, donde hemos perdido la capacidad de entender el pensamiento del otro, nada aportan los radicalismos sin sentido a la construcción de un tejido social sano para nuestros hijos, que a veces son utilizados como escudos de batalla para justificar actuares inhumanos como los presenciados el 10 de agosto, donde en nombre de los derechos del niño se insultó a la humanidad, atacando lanza en ristre a toda una población.
Por siglos nos han enseñado a repudiar a aquel que no es como nosotros, y nuestras tradiciones son en su mayoría expresiones de odio frente a lo desigual. Tratamos de confundirnos en la masa porque nos metieron en la cabeza que ser diferente está mal y que vamos a ser señalados, cuando es esa variedad y esa abundancia de cosas desemejantes la que le da color al mundo y al país en el que vivimos.
La invitación es a tumbar las paredes del pensamiento llenas de prejuicios, a abrir las puertas del corazón aceptando con amabilidad y amor la divergencia. Esta es nuestra oportunidad de forjar nuevas tradiciones, de aceptarnos más allá de simplemente tolerarnos y de construir desde las diferencias un país lleno de amor para nuestros hijos, donde la sexualidad es simplemente una cuestión de gustos, y edifiquemos una sociedad donde no existan “ellos” sino simplemente “nosotros”.