No se puede hacer más lento

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Esto me pasa por no pagar YouTube Premium, me explico. Por cada canción que quiero escuchar debo embutirme una o dos publicidades entre una y otra. Publicidad para prolongar el crecimiento de la barba, para estudiar inglés en Australia, para avisarme que las puertas de “X” universidad han abierto y así continuar con mis estudios de posgrado y no quedarme atrás, etc. A su modo, el algoritmo hace su trabajo, y de vez en cuando se “equivoca” para mostrarme lo que no sabía que quería. Pero ¿Ofrecerme un curso corto para aprender a leer rápido? Esa lápida me tuvo acongojado un par de semanas. No solo porque dicha empresa me viene persiguiendo media vida entera, sino porque suelo olvidar lo que de ella me molesta.

La primera ocasión fue en mi casa. Un treintañero como salido de WallStreet tocó la puerta y mi madre lo dejó entrar, al cabo de un rato nos pasó un texto a mi hermano y a mí, luego sacó su cronometro y procedió a calificar nuestra comprensión lectora basada en unas preguntas de tipo ABC. “185 palabras por minuto y una comprensión de 80%”, muy bien para un niño de tu edad -me dijo-. Y yo “feliz”. Nos explicó que con una serie de ejercicios podríamos leer trescientas o cuatrocientas palabras con una comprensión total, que libros gigantes serían consumidos en un par de horas o incluso, en minutos. Todo era emoción hasta que, a solas, en privado, el joven (digo joven porque yo también voy a cumplir treinta años dentro de poco y me resisto a que me digan señor) le dijo a mi madre el costo de los cursos. -No, pero ¡esto es una estafa! – dijo mi madre, y lo echó a patadas.

La otra ocasión fue en segundo semestre de universidad, cuando fuimos abordados por un tipo similar a las afueras de la institución. Aprendí, con dificultad, a diferenciar a estos vendedores de los ingenieros de sistemas. No es el peinado, ni los mocasines, es algo más profundo. El ingeniero se esfuerza en decir correctamente el predicado, los otros, son puros predicadores.

-Luisa, vámonos – le dije-. -No, Andrés. Esto en verdad me interesa, y nos puede ser muy útil para la carrera-. Esa tarde la abandoné. Luego supe que ella ingresó a los cursos y se había ganado media beca (y luego supe que las becas eran una forma de enganchar a las personas haciéndoles creer que pagaban menos cuando no era así). Nunca hablamos sobre el tema, fue evadido hasta en momentos donde pudo sernos realmente útil, y ahora… no sé, no hablamos.

Mejor volvamos a estos tipos ¿Qué querrán? Pienso que su preocupación, en el sentido más altruista, se basa en la consideración de que el mundo es un lugar que debe ser leído; más aún, entender lo que hay en él; más aún, la comprensión radical y absoluta que ante la falta de conocimiento de otra especie que utilice la razón para doblegar la naturaleza y utilizarla en su provecho de forma tal que, lograda la superación de necesidades básicas, comience en detrimento de la naturaleza para la satisfacción inacabada de deseos que pueda también, por medio de la comprensión de los relatos que lee, hacer del mundo una utopía y no tanto un calvario. O no.

O simplemente están ahí porque, bendito dios, hacen lo que haya que hacer porque antes de la ética está el hambre, y morir de inanición es una tortura, así como estar desempleado, así que bien o mal hacen lo que pueden para sobrevivir. Y si es así, mi reproche no versa sobre ellos, sino sobre otra cosa ¿qué pues?

Comprendo que la lengua es una herramienta de comunicación, pero también es un juego, y los juegos tienen reglas. Para eso están sus comas y puntos, y punto y coma, y la diéresis, virgulillas y tildes y todo eso que utilizamos para distinguir las pausas, los silencios; las exclamaciones, los tiempos, y aquello que diferencia al pretérito imperfecto del pluscuamperfecto. Reglas que sirven para culpar a la primera persona del plural del daño que nos hicimos, y para formular esas preguntas posteriores que se anclan sobre un tiempo no existente donde el subjuntivo de ese pretérito pluscuamperfecto sale en forma de bramido “¿Qué Hubiese pasado sí…?

¿Tendrán los daños algún tipo de provecho? Sí y no y no lo sé, son mis respuestas. No, porque hay dolores que quieren ser sino eso; carecer de aspiraciones y consuelo, de modo que el proverbio se modifique en este sentido «no hay mal que por mal no venga».

Luego está el daño al que le sacamos provecho, el que nos vuelve “resilientes”, el que utilizamos para decir: vea es que a mí me tocó así pero ya estoy asá. Pero en el fondo no es más que una excusa, porque lo único que queremos es que al expresarlo recibamos la congratulación de ese otro que nos mira. Y es entonces cuando creo que asá es irrelevante, porque cualquiera que sea el pretexto de superación, no puede existir sin ese aplauso del otro que es posterior y secundario (o primigenio en tanto justifica nuestro actuar).

Pero ¿qué hay del daño que los libros me han hecho? ¿qué puedo decir de eso? Si Las mil y una noches[2], desde la noche antes de la primera me enseñó que toda mujer es capaz de engañar a un hombre – y yo hago parte del conjunto de los engañados-. Que los perros mueren, como Karenin en La Insoportable levedad del ser y por más que el autor desee ya no puede revivirlo, y toda la responsabilidad recae sobre el lector que para mantenerlo vivo debe devolver la página y hacer de cuenta que no ha ocurrido, y que no ocurrirá siempre y cuando no avancemos en la trama.

¿Pero para qué nos vamos a engañar? Al abrir el libro nos hemos vuelto cómplices del autor y de su obra. Hemos aceptado el pacto ficcional que nos propone volviéndolo real, y en esa simbiosis nos convertimos tan verdugos como el autor que a pesar de lo escrito no paró de escribir, y nosotros no dejamos de leer. De ahí quizás el goce de continuar a pesar de la perversidad, porque yo no pude detenerme por Clara, la amante de Octavio en el Huerto del silencio a pesar de que un puñal le atravesó el vientre mientras estaba embarazada, ni tampoco cuando los niños de Las Travesías fueron cercenados en el trapiche.

¿Cómo me aliviano del daño de haber descubierto las violencias miméticas? Enseñado por H. Quiroga en La Gallina degollada. O el daño de identificarme con Hamlet y su maldita indecisión entre el ser y no ser, cuyo suspense me ha convocado en ocasiones a la tragedia de la inacción, porque si hay algo peor que el acontecer de lo malo, es que no acontezca absolutamente nada.

¿Qué provecho le saco a La violación de lucrecia? Si la facilidad con la que pude leer la justificación de un violador puede provocar en otros lectores más asiduos la náusea instantánea. ¿Náusea? Sí, como la que sentí en La Caída de Camus, o en esa alejada e incomprendida tristeza cuando «Al despertar Gregorio Samsa, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un Ungeziefer». O cómo me hago el indiferente cuando Sartre en A Puerta cerrada me enseñó que “el infierno son los otros”.

Yo no sé si he leído más de lo que he vivido. Mi fuero interno dicta una sentencia como verdad insondable: la de reconocerme vago, flojo y desprolijo en la lectura. Entonces no creo que un curso de lectura rápida resuelva mis conflictos, porque lo que yo quiero, lo que yo desearía, es leer más lento, un poco más lento, hasta que no se pueda hacer más lento. Lo suficientemente despacio como para sentir el aroma de la rosa cuando lea rosa, y los huesos me duelan de frío en El rastro de tu sangre en la nieve, y la lengua se me seque, y los labios se me partan en Tiempos de sequía. Leer tan lento como para no pensar en Chuang Tzu, sino ser Chuang Tzu, y soñar que fui una mariposa y al despertar no saber si soy un hombre soñando ser una mariposa o una mariposa soñando ser hombre.

¿Querré ser Tan triste como ella o aquí me aparto y me quedo como espectador? La obra podría leerse en un par de horas, pero el relato me exige hacerlo lento, y acompañar a esa mujer en sus horas y sus noches. Me exige ese convenio de aceptar su tiempo y sentirlo, porque esa configuración del tiempo subjetivo dada por el lector con la obra es lo que da sentido al vinculo, no el conocimiento de los hechos concretos. Hechos hay siempre, en todo momento, y nada pasa.

O todo esto es solo una excusa para justificar mi fascinación por la tortuga y no la liebre, por ver desacelerar el mundo y bramar para que la comida se haga más lenta, porque el mundo debería saber que el huevo batido a fuego lento en dirección a las agujas del reloj produce un sabor que el afán quema. O que la música convoque no siempre al desenfreno sino a la sencillez con la que pueda fluir el remanso. Un pretexto para no dejarme medir por las hojas que paso y no recuerdo. Para besar como los buenos amantes a los que el tiempo se les suspende y que en ese instante de placer autentico olvidan la muerte porque no están corriendo para engullir el sexo del otro, ni miran de soslayo otras carnes que les de lo mismo, o mejor, o más rápido, o más fácil.  O acaso un amor más lento… o que no acabe tan rápido.

Será eso entonces lo que olvido y me molesta, que el mundo y sus afanes no me excitan, que no me atrae eso de convertirme en una triste maquina consumidora de novedades. Que lo quiero es abandonar todo intento de presuntuosidad y no vivir como el que pone chulos en “las cosas que hay que hacer antes de morir” y que al completarlas se da cuenta que no fue feliz porque su vida se fue convirtiendo en un mero obstáculo que había que superar. Porque ese estilo de vida hace de la experiencia no más que un coctel de agobio y desesperanza, donde el goce se mancha y el sentido de las ficciones desaparece, pues empezamos a andar el mismo camino del peregrino que, buscando oasis en medio del desierto, no es capaz de asimilar los ropajes que tiene, ni el dromedario que lo acompaña, ni la arena que lo mueve.

Ha de ser que estamos perdiendo nuestra capacidad de apreciar las cosas bellas porque la belleza solo puede ser vista por aquellos que saben contemplar, y contemplar es una obstrucción a los valores de la producción y consumo sobre los que tanto deliramos, porque bajo esa óptica, bajo ese impulso delirante es que aceptamos los agites que el mundo nos impone, que nos autoimponemos y que imponemos a los demás. La contemplación, por el contrario, puede no ofrecernos nada, no suma a nuestras arcas, no da veredictos de ganadores ni perdedores, no construye empresas, ni puede estandarizarse. Esta ahí, impávida, para quien desee comprender que, a pesar de todos los trajines, la vida no es más que un ejercicio de consumación de inutilidad práctica, y que apreciar en su sentido consciente, el mundo que vivimos, las hojas que leemos y eso que amamos, puede ser una de las formas en las que mejor valga la pena “desperdiciar” nuestra vida.

Pero a pesar de saberlo, no sé si pueda librarme del vicio (y aquí vuelvo a la primera persona) de pensar que siempre estoy en deuda. Lo que sí sé, es que quiero rescindirme de ese pacto de la aceleración, de lo urgente, intrascendente y fatuo, para intentar acomodar mis actos de una forma que no respondan a las pretensiones de la premura. Para tardarme lo que sea necesario. Lo que haga falta. Y hasta un poco más.


Todas las columnas del autor en este enlace: https://alponiente.com/author/andres-felipe/

[1] Truco de magia realizado por René Lavand, Ilusionista argentino (1928 -2015)

[2] Las cursivas aquí obedecen, en su mayoría, a libros o cuentos para quien desee acudir a alguna de sus lecturas

Andrés Felipe Pérez Tamayo

Politólogo UPB. A veces escribo sobre lo que me da la gana y otras sobre lo que necesito. Ex cuerpo de paz. Me gusta narrar.

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