En diferentes contextos y en un breve lapso, varios jóvenes expresaron con convicción sólida que no “invertirán” su tiempo y dinero en algo que no les garantice una rápida y bien remunerada posición laboral. Esta enfática declaración implica que el ingreso a la universidad está descartado de plano. En su exposición de motivos sobreabundaban en ejemplos cercanos de profesionales que, al terminar sus estudios, eran contratados con salarios ridículos y en la situación propia de una economía que se sostiene con la precariedad laboral disfrazada de políticas públicas para favorecer el empleo, esto es una realidad dolorosa. En un caso concreto, una de esas jóvenes indicaba que no valía la pena estudiar odontología para ganarse poco más del doble del salario mínimo. En un escenario tal, sin duda, se explicaría la reducción de los aspirantes a ingresar a la universidad pública y las matrículas en las privadas, un fenómeno que se agudizó con la pandemia pero que venía en aumento desde antes. Una situación que no es solo de nuestro país, por supuesto. No es este el espacio para ofrecer tediosos datos, todos ellos disponibles en la red, lo que busco es poner en consideración de los amables lectores un fenómeno que puede llevar al fin de la institución milenaria que es la Universidad.
En la actualidad los datos y los relatos son contrapuestos sin más. El mantra “datos no relatos”, se impone en todos los ámbitos de la vida humana y pretende señalar que los datos, de suyo supuestamente dotados de sentido, desplazan a cualquier relato, entendido este como construcciones o narrativas interpretativas del mundo sujetas al capricho y a la ideología. Además, entre políticos de derecha e izquierda, se considera genial a quien dispone -o hace creer que dispone- de abundantes datos y con ello refuta o fundamenta discursos que pretenden legítimos y no “meros” relatos. Esta actitud a nada afecta más que a los análisis sobre la educación. Pretenden los tecnócratas, y no solo los políticos, acostumbrados al estilo de gobernanza neoliberal, que las políticas públicas se hacen con datos y que se deben proscribir los relatos o narrativas que son descalificadas como ideologizantes. Sin embargo, cuando se trata de asuntos educativos lo que se juega es la comprensión misma de todo aquello que nos hace humanos y que consideramos necesario para ser transmitido a las nuevas generaciones, lo que está en juego es el mundo humano mismo con sus aspiraciones y terrores, si se quiere. Así que evitar relatos y narrativas es desconocer que en la educación nos enfrentamos a las diversas formas de autointerpretación y sistematización de nuestro mundo para presentarlo a las nuevas generaciones. Un mundo humano que no solo se define por la capacidad de producir riqueza sino por expandir nuestra experiencia vital a ámbitos como el arte o formas espirituales diversas de estar en el mundo.
Cuando creemos que el mundo de la vida está sujeto irremediablemente a las lógicas del mercado y que no hay nada por fuera de ellas, todo los datos y relatos, todas las narrativas, están orientadas a presentar como único fin el éxito de la economía. Por ello no es extraño que todo lo concerniente a la educación sea presentado, incluso por los políticos alternativos, como inexorablemente vinculado al desarrollo económico. Hemos atado la condición de la universidad con el desarrollo económico y el empleo, hemos hecho de ella una institución profesionalizante cuya misión es garantizar la “empleabilidad de los egresados” y responder a las necesidades del mercado desde la docencia, la investigación y hasta la extensión que había nacido bajo el signo de la solidaridad. No quiero plantear que la Universidad de la espalda al problema del desarrollo de la economía y las exigencias laborales -curiosamente en un mundo precarizado laboralmente-, en lo que quiero insistir es que esto no es y no puede ser lo único que determine la condición de los universitarios.
La universidad hoy tiene tres enemigos declarados, todos ellos enmarcados en la idea común de una universidad convertida en una torre de marfil ajena a la realidad, paquidérmica y llena de privilegios inmerecidos por no responder con celeridad al supuesto mundo concreto o a las necesidades de millones de personas marginadas. El primer enemigo es el surgimiento de programas virtuales que ofrecen, en poco tiempo, titulaciones que garantizan competencias en ámbitos como la programación y que se ofrecen como una respuesta rápida al mundo laboral. Estos son programas que, justamente, se publicitan demeritando la formación universitaria. Incluso, bueno es considerarlo, se promueven mediante la modalidad de pago solo cuando tenga trabajo el egresado. El segundo enemigo, sin duda, es la promoción de figuras que alcanzaron el éxito por fuera de la universidad, personajes que a lo largo de su trayectoria vital exitosa y con la construcción de sus exorbitantes fortunas, han señalado que la universidad era un estorbo para sus logros. El éxito de unos poquísimos innovadores se ha convertido en modelo de vida para miles de millones y esto va en detrimento de la formación universitaria tenida por ello como carente de pertinencia. Finalmente, la universidad tiene un enemigo en quienes ven en ella una institución incapaz de abrirse a quienes han sido marginados históricamente. Si bien es cierto que la universidad ofrece una versión de mundo sesgada por visiones dominantes, esto no quiere decir que su destrucción sea la condición necesaria para que otros saberes sean reconocidos.
Nota especial requieren los enemigos de la universidad que ven en la desaparición de esta el final de esas voces que desde las ciencias cuestionan los discursos legitimadores de sus proyectos políticos. Muchas universidades y en diferentes contextos se han visto asfixiadas por el recorte gubernamental de recursos o simplemente por su cierre, como recientemente en Nicaragua.
La universidad está en riesgo de desaparecer o, por lo menos, de ser reducida cada vez más a un espacio profesionalizante que no atiende a otros aspectos de la vida humana, al desarrollo de la ciencia aún en campos cuya supuesta utilidad para el mercado sea desconocida. El afán de lucro desdibuja lo que significa el estudio y el cultivo de saberes que promueven otras formas de habitar el mundo que no se miden por el lucro. La universidad, esa institución milenaria, ha perdido su condición y está sujeta a una deslegitimación constante por aquellos que no quieren “invertir” su tiempo en nada que no les garantice de inmediato ingresos significativos que los catapulte a otro nivel social. Solo espero que no olvidemos que, en tanto humanos, hay mucho más en el modo como habitamos nuestro mundo y las instituciones que hemos creado para su cultivo y transmisión.
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