Nietzsche y las transformaciones del espíritu: reflexiones para pensar la universidad contemporánea

Inspirado en la lectura de Así habló Zaratustra: Un libro para todos y para ninguno (1947), he llegado a pensar que la universidad no es solo un espacio donde se transmiten conocimientos o se perfeccionan competencias y habilidades académicas. Más profundamente, la universidad constituye un territorio donde se moldean y disputan subjetividades, donde se ensayan modos de ser y donde, como propone Nietzsche, se ponen en juego metamorfosis vitales que desbordan lo estrictamente intelectual. En ese marco, las tres transformaciones del espíritu (camello, león y niño), junto con la figura del superhombre, ofrecen claves poderosas para comprender la experiencia universitaria de docentes y estudiantes.

Nietzsche sostiene que, para que el espíritu alcance su potencia creadora, necesita primero convertirse en camello, esa figura que carga sobre sí los mandatos, deberes y exigencias del mundo. Esta imagen describe con sorprendente precisión el modo en que muchos de nosotros habitamos la universidad: cumpliendo con normatividades, métricas, reportes, evidencias y expectativas institucionales. El camello se inclina ante el “tú debes”, aun cuando ese deber administrativo o evaluativo parezca distanciarse cada vez más de la esencia del pensamiento. En los docentes, este gesto aparece en la adaptación a dinámicas que privilegian lo cuantificable sobre lo dialogado; y en los estudiantes, se manifiesta a través de la presión por responder a sistemas de evaluación que premian más la repetición que la comprensión profunda.

Ahora bien, el problema no reside en asumir estas cargas (muchas de ellas necesarias para la vida institucional), sino en quedar atrapados allí por miedo a las represalias, por temor a no encajar o por la sensación de que la menor crítica puede interpretarse como un acto de insubordinación. Cuando la universidad se vive solo desde la figura del camello, el pensamiento se empobrece y las subjetividades se vuelven rígidas.

Para romper esa rigidez aparece la segunda figura: el león, aquel que aprende a decir “yo quiero” ante el imperativo del “tú debes”. Sin embargo, es importante no confundir al león con el mero espíritu rebelde que se opone a todo o que convierte el disenso en una actitud permanente de confrontación. El verdadero león nietzscheano no es el docente o estudiante al que nada le satisface, sino aquel que posee la fuerza interior para cuestionar críticamente las lógicas que hoy atraviesan la universidad: la neoliberalización del quehacer docente, la hegemonía de los rankings, la medición de la calidad por medio de indicadores, la pérdida de tiempo para la reflexión en nombre de la productividad.

El león no se rebela por mero impulso, sino por necesidad ética. Su rebeldía busca proteger el valor del pensamiento, la dignidad del trabajo académico y la esencia pública de la educación. Sin este león, cualquier institución queda sometida al automatismo. Pero también es cierto que el león, por sí solo, no es suficiente, puede abrir caminos, pero no sabe aún crear nuevos valores.

Y es aquí donde Nietzsche propone la figura más luminosa: el niño, símbolo del juego, de la creatividad y de la apertura a lo posible. El niño representa la capacidad de generar nuevos sentidos, de imaginar nuevas pedagogías, de escribir desde la libertad, de enseñar sin repetir fórmulas. Es el docente que transforma su cátedra en un espacio de experimentación intelectual, y el estudiante que descubre en el aprendizaje una forma de crear mundo, no solo de aprobar cursos. El niño inaugura nuevas rutas porque no está preso del deber ni del rechazo; su fuerza es afirmativa, abierta, creadora.

Pero estas tres figuras no se entienden por separado. En Nietzsche, ellas preparan el advenimiento de algo mayor, la posibilidad del superhombre. Contrario a las interpretaciones simplistas, el superhombre no es un individuo superior, ni un ideal de perfección moral o biológica. Es, más bien, una metáfora de la capacidad humana para superar sus propias limitaciones, para crear valores que no dependan de mandatos externos y para vivir desde una afirmación profunda de la existencia.

Si trasladamos esta figura a la vida universitaria, el superhombre no es una persona específica, sino una actitud académica, la de quien no se limita a cumplir ni a protestar, sino que transforma. Es el docente que, aun sometido a indicadores, se empeña en que su aula siga siendo un espacio de pensamiento vivo. Es el estudiante que, pese a la presión de las notas, se atreve a escribir con voz propia, a investigar por interés genuino, a pensar más allá del currículo y a ser autodidacta.

Desde esta lectura, la universidad aparece como un ágora de subjetividades, un espacio donde cohabitan estas metamorfosis sin que ninguna deba anular a las otras. A veces necesitamos ser camellos para sostener procesos comunes; en otros momentos debemos ser leones para resistir la deshumanización del trabajo académico; y siempre, al final, nos hace falta el niño para que la educación vuelva a tener sentido. Pero es solo cuando logramos que estas figuras coexistan que podemos acercarnos al ideal nietzscheano del superhombre, ese que crea, afirma y renueva.

Tal vez, desde mi interpretación, esa sea una de las lecciones más profundas que Nietzsche ofrece a la universidad contemporánea, la formación no consiste únicamente en acumular conocimientos o títulos, sino en aprender a navegar estas metamorfosis sin miedo, reconociendo en cada una de ellas una posibilidad de crecimiento. En tiempos donde la educación parece estar cada vez más capturada por métricas, rankings y lógicas productivistas, pensar la universidad desde Nietzsche es un acto de resistencia ética, un recordatorio de que, más allá de los formatos y las estadísticas, la esencia de la academia sigue siendo la capacidad de crear, de dialogar y de transformar nuestras propias formas de ser.

En últimas, la figura del superhombre nos invita a algo simple y, a la vez, imposible de cuantificar. Debemos vivir la universidad de manera afirmativa, como un espacio donde la crítica se transforma en cuidado, la responsabilidad adquiere sentido y la creatividad se abre como horizonte. No se trata de aspirar a un ideal inalcanzable, sino de asumir la vida académica como un proceso continuo de transformación, en el que docentes y estudiantes podamos sobreponernos a las inercias que nos limitan y abrir paso a nuevas formas de pensar, enseñar y habitar el conocimiento.

Comprendida así, la noción del superhombre no apunta a una superioridad individual, sino a la posibilidad de construir una comunidad académica que se atreva a cuestionar lo establecido sin destruirlo, que sostenga sus compromisos sin obedecer ciegamente, y que invente sentidos en lugar de resignarse a los que la administración, los indicadores o la tradición han fijado como definitivos. Nos invita a cultivar una ética que no clausure la diferencia, sino que la acoja como punto de partida para el diálogo; una ética donde las transformaciones del espíritu se reconozcan como experiencias compartidas y no como batallas solitarias.

Referencia bibliográfica

Nietzsche, F. (1947). Así habló Zaratustra: Un libro para todos y para ninguno (E. Ovejero y Maury, Trad.). Aguilar.

Jorge Alberto López-Guzmán

Politólogo, Antropólogo, Filósofo, Especialista en Gobierno y Políticas Públicas, Magíster en Gobierno y Políticas Públicas y Doctor en Antropología.

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