Narrativa bélica

La gente se está dando cuenta que la guerra es alentada y a veces hasta desencadenada desde el establecimiento”


Juventudes FARC, neochavismo, prechavismo. ¿Alguno de esos términos sirve para explicar la revitalización que ha tenido el conflicto en Colombia los últimos dos años? ¿Es posible encapsular el fuego que enardece al país en expresiones tan vacías?

El presidente de la república y su partido de gobierno saben que no es así, pero tratan de convencer decididamente a la opinión pública de que la sangre que corre por las tierras fértiles de nuestra nación es producto de una agitación “prechavista”, la cual desea generar caos con el fin de obtener el poder en el 2022. Discursos populistas y facilistas del Uribismo invitan al pueblo al engaño, resumen erráticamente la realidad del país y despistan a una sociedad ensimismada a través de retóricas esquizofrénicas sobre comunismo.

Desde que Duque llegó al Palacio de Nariño, hasta la fecha, la violencia en Colombia se ha avivado y los abusos de poder se han acentuado. El narcotráfico se vio escandalosamente ligado al poder político y las esquirlas del paramilitarismo volvieron a asomar sus narices con vigor y vehemencia.

Decir que el conflicto en Colombia desapareció con el gobierno de Juan Manuel Santos, y que el acuerdo de paz indujo al país en nuevos tiempos de convivencia y tolerancia, sería una completa mentira. Sin embargo, los acuerdos, la justicia transicional, el ambiente nacional de reconciliación y la superación de la guerra como principal instrumento político, fueron consignas que cualquiera que hubiese ganado las elecciones el 17 de junio del 2018 hubiese podido usar a su favor. Lastimosamente, ese no fue el caso de Duque, quien asumió la presidencia el 7 de agosto del mismo año y emprendió un mandato nefasto, tanto en el plano doméstico como en el internacional.
Sin una agenda política clara, más que la de reorganizar el aparato estatal en función de los intereses de su partido, Duque ha gobernado a través de una innegable desconexión con la vida nacional. Esto se hizo más evidente con la crisis inducida por el Covid-19, así como sucedió con todos los males y todos los vicios de este sistema y esta clase política que nos ordena, o más bien, que nos desordena.

Y no es que Santos no gobernara para los suyos y sus intereses, porque si algo hubo en sus dos mandatos fue “mermelada”. Tampoco erradico el narcotráfico, o el paramilitarismo, ni nada por el estilo. Pero al menos, el ex ministro de defensa de Uribe se desligo de los asesinatos desenfrenados, del discurso guerrerista y, por consiguiente, de su exjefe. Decisión prudente, que junto con los acuerdos de paz, debe ser lo único bueno que dejaron sus ocho años en la primera magistratura.

Hoy, tras dos años de gobierno y un sinfín de escándalos y desaciertos, Iván Duque se encuentra en un punto crítico, para él, para su partido y para el país. La economía padece gravemente, la clase media se ve cada día más empobrecida y la crisis de salud pública es de las peores del mundo. La delincuencia común abunda en las ciudades, la violencia en las distintas regiones amenaza a las poblaciones, el extractivismo, propio de un país precario, agrede sin piedad la fauna y flora y el erario público es despedazado mes a mes por una robusta red de corrupción. La gente muere de hambre, a las mujeres las violan, a los campesinos los remueven de sus parcelas, a los indígenas los matan indiscriminadamente y a las comunidades negras las rechazan y marginan. Los jóvenes ven como una completa odisea la posibilidad de estudiar, los adultos mayores ven primero el fin de sus días que el fruto del trabajo de toda su vida, la salud se maneja como una mercancía y las fuerzas armadas están desprestigiadas. Los municipios más militarizados están en manos del crimen, parte de nuestro territorio es usado como corredor de exportación cocalera y otro tanto sirve para su cultivo y procesamiento. La desigualdad es profunda, el clasismo abunda, nuestros dirigentes parecen unos sociópatas, y como si todo esto fuera poco, aquel que alza su voz en contra de las atrocidades que se cometen sistemáticamente desde el estado, lo tildan de guerrillero, de facineroso y de tener pretensiones de instalar un sistema socialista en Colombia.

Es lamentable que una retórica tan trasnochada y desgastada siga paralizando de miedo y desbordando de odio a gran parte de la sociedad colombiana. Es increíble que en pleno 2020 ese sea un instrumento efectivo en la contienda electoral, ya que todo ese discurso no tiene si no fines electorales. Desde que Uribe estaba en la carrera por la presidencia en el 2002, hasta nuestros días, la fijación de un enemigo interno y el neoliberalismo desmedido han sido los pilares indispensables del uribismo. A Uribe Vélez le sirvió ser enemigo de las FARC, pues le fue más fácil captar adeptos con su narrativa bélica, ya que el deseo nacional era dejar de lado el terror de ese grupo subversivo. A Duque, por su lado, le ha sido más difícil, ya que las FARC están desmovilizadas y sus disidencias, además de estar fragmentadas, no tienen capacidad para realizar acciones armadas que atenten contra la soberanía nacional; se dedican mayormente al narcotráfico, así que su presencia e influencia no constituyen realmente un enemigo político. Por eso cuando Duque o Uribe salen a hablar del prechavismo o de las juventudes FARC, seducen cada vez a menos personas. La gente se está dando cuenta que la guerra es alentada y a veces hasta desencadenada desde el establecimiento.

En Colombia la naturaleza del conflicto ha cambiado con el pasar de los años, así como lo han hecho sus principales actores. Actores dentro de los cuales las FARC perdió protagonismo y lo cedió al ELN o a grupos criminales que devienen del paramilitarismo, tales como el Clan del Golfo. Llámese como se llame el grupo armado, sea “guerrillero” o “paramilitar”, sus luchas no responden a verdaderos lineamientos ideológicos ni a pretensiones políticas; sus dinámicas están dadas por las practicas delincuenciales del narcotráfico. Por eso los actores sociales que hacen parte del conflicto en el país no pueden ser considerados como oposición política, así como la oposición política del país no puede ser relacionada con ninguno de estos grupos al margen de la ley.

Es más, si se entiende que los grupos armados del país representan al narcotráfico y no a la oposición, se entiende que estos grupos puedan tener más cercanía al gobierno que a sus contradictores, puesto que aquellos que se han visto involucrados en escándalos ligados al narcotráfico han sido funcionarios del gobierno, como la vicepresidenta de la nación o el ex embajador de Colombia en Uruguay, para mencionar algunos.

La oposición no representa ni al crimen armado ni al llamado socialismo del siglo XXI. Por el contrario, representa el deseo de desarrollo industrial y comercial, representa la necesidad de diversificar el aparato productivo; representa la urgencia de trabajar la tierra, representa la idea de un capitalismo mucho más humano, en donde la riqueza surja de la innovación y el trabajo, no del narco, la guerra y la minería extensiva. En donde la educación y la salud escapen de los manejos mercantilistas del neoliberalismo salvaje y en donde quepamos todos, sin distinciones de credo ni raza.

Por supuesto que el conflicto se ha agravado en el país, pero la explicación de esto es mucho más compleja. Decir que el caos colombiano es gracias a las disidencias de las FARC, a la JEP y a la oposición, es un síntoma de la mezquindad de quienes nos gobiernan. Pensar que la violencia que sufre el país puede ser capitalizada en las urnas, es menospreciar al elector.

Juventudes FARC, neochavismo y prechavismo, no son entonces si no construcciones narrativas de una clase política atemorizada y en decadencia. Palabras carentes de contenido que buscan horrorizar al electorado y amilanar los anhelos de cambio de todo un pueblo. Por eso la sociedad colombiana debe ser critica ante la opinión pública y ante los discursos que ya empiezan a delinear la contienda electoral del 2022. Los colombianos debemos asumir con responsabilidad el poder que sobre nosotros reposa y elegir un proyecto político que revolucione la economía nacional y dignifique la vida humana. ¡Debemos votar por un cambio!, no por miedo.