La siguiente pertenece a una serie de entrevistas ficticias que el autor realizó a esos personajes escondidos que, ocultos y silenciosos, hacen del fútbol una de las más atractivas metáforas de la vida. Al menos de una parte de ella.
Haga usted la prueba: quítele el volumen a una película de terror. No volverá a sentir miedo. Sáquele el sonido a una película épica. Lo heroico muere en ese instante. Acalle los violines en una película romántica, y en ese momento el amor perderá toda su fuerza.
¿Alguna vez ha intentado contar una fábula que ya todo el mundo sabe? ¿Alguna vez ha intentado explicar lo que todos conocen? ¿Alguna vez ha intentado transmitir lo que ya todos vivieron? Ahí está precisamente la dificultad de mi trabajo: tengo que añadirle la magia a una historia que para todos es familiar.
Es como leerle el mismo cuento al mismo niño todos los días. Pero ese niño, que sabe el cuento de memoria pero quiere volverlo a oír, exige que siempre añadamos algo distinto.
Si hiciéramos una encuesta en la calle con la siguiente pregunta: ¿cuál de los cinco sentidos es el más importante para el fútbol?, estoy seguro de que la gran mayoría contestaría que la vista o el tacto. Lógico. Por los ojos entra el juego, y a través del tacto nos relacionamos con la pelota.
¿Pero la audición dónde la dejamos? El oído es fundamental. ¿Cuántos goles, cuántas jugadas, cuántos pases se han fallado simplemente porque un jugador no agudizó el oído?
¿Cuántos partidos habrían sido distintos si el futbolista corriera menos y escuchara más?
Yo respeto a los que ven el fútbol sin sonido, porque prefieren concentrarse y “analizar” por su cuenta. Muy bien, cada uno es cada uno. Pero me parece que es una mutilación innecesaria. El fútbol será más fútbol si el ser humano es más humano. Cinco son los sentidos: si los compaginamos todos, más humana será la experiencia.
De eso se trata mi trabajo: no es simplemente decirle a la gente cómo se llama el jugador que lleva la pelota. Mi labor la resumo en una palabra: compaginar. Hacer confluir en un relato el talento del jugador, la inteligencia del entrenador, el miedo del árbitro, la pasión del hincha. La épica es la sumatoria de todo eso.
Todos esos ingredientes se juntan en lo que vemos, pero solamente se grabarán en la memoria gracias a lo que oímos. Toda historia necesita un relator.
El que lo ha vivido lo sabe: sin Víctor Hugo Morales, el gol de Maradona se recordaría de modo distinto. Ese gol está eternamente vinculado a esa narración. Son una sola vivencia, una sola experiencia. Tan a fuego están grabados en la mente de las personas los movimientos de Diego como las palabras de Víctor. El barrilete cósmico es ambas cosas, no van por separado.
Hay gente que piensa que mi trabajo es fácil: dicen que simplemente nos dedicamos a gritar goles y a inventar palabras. Es verdad, lo acepto: hay colegas que son bastante creativos para crear conceptos que rechinan un poco en los oídos. Puede ser que el diccionario no contenga los significados de recepcionar o de saltabilidad. Puede ser que el andarivel realmente no sea un costado de la cancha, como dicen algunos narradores. Puede ser que repentizar no sea el verbo más bonito. Puede ser que llamar a la tarjeta amarilla cartulina hepática sea demasiado pretencioso.
¿Pero acaso no se cuentan así las historias infantiles? ¿No es así como se cuentan los relatos fantásticos? ¿Creen ustedes que la magia se transmite con palabras convencionales? ¿No es más asombroso un golpe con el parietal que un simple cabezazo?
Discúlpeme, no estoy enojado. Simplemente me molesta que haya personas tan racionalistas. Conozco gente que optaría por leerle a su hijo la Constitución Política antes que El Principito. Así de mal vamos.
¿Cuál de los goles que narré me marcó más? Lamentablemente, aquellos que grité contra mi voluntad. No es fácil violentar así la naturaleza. Es obvio: yo también soy hincha de un club. Afortunadamente, creo que nadie sabe cuál es. Pero cada gol en contra de mi equipo lo he tenido que gritar como quien grita de emoción por recibir una puñalada en el corazón.
El hecho de que mi trabajo consista fundamentalmente en hablar no significa que yo no valore el silencio. Al contrario: precisamente por el tipo de trabajo que tengo, lo necesito especialmente.
Pero fomentar el silencio es diferente a fomentar la sordera: solo en el silencio se puede distinguir entre un grito de dolor y un grito de gol.