“El tiempo de la democracia, pasó y no regresará. Si en doscientos cincuenta años esta no cristalizó y permaneció incompleta ya es tarde para echar a andar los molinos. El tiempo de la democracia se fue. Vivimos otros tiempos.” – Philip Potdevin.
El concepto de democracia ha perdido hoy día su significado, el valor etimológico, semántico y polisémico no representa nada que sea, en verdad, inteligible o susceptible de consenso; su sentido se ha distorsionado, sin embargo, su uso y representación reaparecen todos los días como bandera, como defensa del statu quo, una aspiración o en últimas, una desesperada quimera. Nadie quiere dejar de usar el término, pero es imposible ponerse de acuerdo en el sentido último de lo que se alude cuando hablamos de democracia.
Pascal Quignard, escritor contemporáneo, autor de novelas y ensayos, trae una imagen en Las ruinas de Port Royal: en un museo de Caén hay un Adonis muerto que data de 1640. “Adonis muerto en los brazos de Venus —dice Quignard—, es Jesús muerto en los brazos de María, Jesús muerto en los brazos de María es Atis muerto en los brazos de Cibeles”. Yo quiero agregar, Adonis, Jesús o Atis, en los brazos de Venus, María o Cibeles es Democracia muerta en los brazos de Multitud. ¿Cómo no justificar el llanto de este sujeto colectivo ante su amada criatura exánime? El victimario no es un jabalí furioso o una asamblea llena de deseos de venganza que condena a uno de los suyos a la muerte lenta colgado de una cruz, es una sociedad despiadada que ha expoliado hasta la saciedad una forma noble y sana de organización política. Una figura que fue un referente, un modelo a seguir, una aspiración legítima, pero de tanto abusarla, se desfiguró su naturaleza hasta hacerla irreconocible. La democracia ha muerto, es lo que pretendemos sustentar en estas líneas.
¿De dónde emana Democracia? De ese sujeto plural, Multitud, que Negri y Hardt recuperaron y representa, de cierta forma, las antiguas categorías de pueblos, bárbaros, esclavos, siervos, proletariado o gente del común; es decir, el hilo unificador está constituido por aquellos excluidos del poder y del privilegio. Sujeto singular colectivo, todo un oxímoron. El mayor poeta norteamericano, Walt Whitman, el de Canto a mí mismo y Hojas de Hierba, dice, de manera sublime: “El impalpable sustento de mí de todas las cosas a todas horas/ El plan simple, compacto, bien unido, yo mismo desintegrado, del día, cada uno desintegrado, pero parte del plan”. Ahora es ella, Multitud, cual Pietá, la que recoge en sus brazos a su hijo o su amante, Democracia, inconsolable ante el cuerpo destrozado por los filosos y largos colmillos de los que la usufructuaron y explotaron en nombre de ella, desgarrada por un sistema económico que usó sus estandartes para despojar hasta el hueso a aquellos que, en principio, la legitimaron.
Negri y Hardt, después del éxito de Imperio, afirman en Multitud, en el 2004: “la posibilidad de una democracia a nivel global está emergiendo hoy por la primera vez en la historia”. A esta posibilidad la llaman el proyecto de la Multitud; expresa no solo el deseo de un mundo de igualdad y libertad y la exigencia de una sociedad global democrática abierta e inclusiva, sino también los medios de poder para alcanzarla. Reconocen, a pesar de esa ambiciosa ilusión, que la posibilidad de la democracia se oscurece y se ve amenazada por el estado permanente de conflicto en todo el mundo. “La democracia —conceden—, en verdad, permaneció como un proyecto incompleto a través de toda la edad moderna en todas sus formal nacionales y locales” (énfasis mío). No compartimos la pretensión de estos de insistir que la verdadera democracia está a la vuelta a la esquina. El tiempo de la democracia pasó y no regresará. Si en doscientos cincuenta años no cristalizó y permaneció incompleta es tarde para echar a andar los molinos. La democracia expiró. Vivimos otros tiempos. Debemos buscar cómo reemplazarla.
Cantos para el final de una época o apocalipsis de una civilización llamada Occidente
Es un lugar común afirmar que vivimos el final de una época. Bob Dylan, Nobel de literatura 2016, lo profetizó hace sesenta años, en 1964 en The times they are a-changing (Los tiempos están cambiando),
Si tu tiempo para ti vale la pena ahorrar, pues será mejor que empieces a nadar, o te hundirás como una piedra, porque los tiempos están cambiando.
…
Vengan escritores y críticos/ Que profetizan con su pluma/ mantengan los ojos bien abiertos/ La oportunidad no llegará de nuevo/ Y no hablen demasiado pronto/ Porque la rueda está girando/ Y no hay forma de decir quién para identificarlo/ pues el perdedor ahora/ Más tarde será el ganador/ Pues los tiempos están cambiando.
Vengan, senadores, congresistas/ Por favor, presten atención al llamado/ No se paren en la puerta/ No bloqueen el pasillo/ Porque el que se lastima/ Será el que se ha estancado/ La batalla afuera se enfurece/ Pronto sacudirá sus ventanas/ Y hará temblar sus paredes/ Pues los tiempos están cambiando.
No solo los ídolos del pop hablan del fin de una época. Igual lo afirman grandes pensadores contemporáneos. Ignacio Castro Rey, filósofo español, autor de la reciente Ética del desorden, pánico y sentido en el curso del siglo, reproduce en su sitio web, al filósofo más influyente de la actualidad, Giorgio Agamben:
Para quienes saben leer con cierta lucidez los signos de los tiempos, es evidente que estamos viviendo el fin de la cultura que, para abreviar, podríamos llamar Occidente. Sin necesidad de recurrir a profetas como Spengler que lo anunciaron hace ya más de un siglo, también un historiador inteligente como Emanuel Todd […] nos obliga en un libro reciente a enfrentarnos a lo que él llama la derrota y la autodestrucción de la cultura occidental. Sin embargo, como cualquier diagnóstico apocalíptico, este tampoco sirve de nada si no somos capaces de comprender lo que significa vivir el fin de una cultura. El fin de una cultura, en efecto, no es un acontecimiento puntual que pueda fijarse como un hecho cronológico. Es más bien un proceso continuo que, en un momento dado, llega a una crisis, término al que conviene devolver su significado original de «juicio». ‘Krisis’ –palabra procedente de la medicina griega, en la que designaba el momento en que el médico debe decidir si el paciente morirá o sobrevivirá– significa a la vez «juicio» y «separación» y vivir el fin de Occidente significa que también nosotros estamos hoy llamados a juzgar y separar –como en realidad deberíamos haber hecho en cada instante– lo que está muerto y lo que está vivo, lo verdadero y lo falso que hay en nosotros y a nuestro alrededor.
Agamben no es el único, la misma idea la ratifican Anders, Žižek y Han, pero igual Roger Bartra, Eric Sadin, Mark Fisher, Sara Ahmed, Hito Steyerl, Boris Groys, Quentin Meilassoux, Avanessian Reis, Anselm Jappe, Athena Athanasiou, el ya citado Castro Rey y otros más que la despliegan delante de nuestros ojos. No es entonces un catastrofismo gratuito, una generación de pánico colectivo ni mucho menos un apelar a teorías conspirativas ni tampoco a personificar al ciego Tiresias que lo veía todo o a la Sibila de lo oráculos que cantaba lo que veía venir y nadie le creía y terminó apedreada. Es todo lo contrario, basta con asumir una posición crítica frente a nuestra época y tomar distancia para ver mejor el panorama.
Ernesto de Martino, antropólogo italiano del siglo pasado, en muchos aspectos se anticipó a su época; autor de El mundo mágico, desarrolló el concepto en una obra póstuma que aún espera ser traducida al español, La fine del mondo: Contributo all’analisi delle apocalissi cultural, obra que, a pesar del lúgubre título deja un marco de esperanza y optimismo de cómo nos podemos relacionar con el mundo y ser mejores sujetos y pensadores en medio de un apocalipsis psicopatológico, de descolonización y de Occidente como un todo.
Igual podemos visitar el extenso catálogo que durante los últimos quince años viene haciendo Han sobre la sociedad del siglo XXI: el fin la intimidad donde el exceso de transparencia se vuelve pornográfico; la aceleración de la vida que conduce al cansancio y el agotamiento en sus cuatro grandes manifestaciones patológicas: depresión, bipolaridad, déficit de atención/hiperactividad y burnout; el desdén por el gusto a la contemplación; la renuncia a la lentitud, tan importante para captar y apreciar el detalle, el instante, la perfección en el arte y el pensamiento; el sacrificio de la concentración y la secuencialidad para dar paso al multitasking; la pérdida de los rituales, las ceremonias, las liturgias; el adoptar un falso sentido de creación de comunidad que nos imponen las redes sociales, cuando lo que en realidad se da es aislamiento y alienación del sujeto; el enmascaramiento del dolor físico y emocional (tan necesarios para poder sentirnos vivos) con la adicción a los paliativos y opiáceos; la derrota del erotismo por la pornografía; la claudicación del sujeto pensante frente a la infocracia; la extinción del respeto a la alteridad y la caída en el “infierno de lo igual” para no sufrir la expulsión de lo distinto, son entre muchos otros, los síntomas que el filósofo coreano-alemán viene decantando en su obra en construcción.
El compositor Olivier Messiaen escribió una de las obras más conmovedoras del siglo veinte estando prisionero en un campo de concentración nazi en 1941, una obra de cámara para clarinete, violín, chelo y piano, el Cuarteto para el final de los tiempos. En el prefacio de la partitura Messiaen describe la apertura del cuarteto: “Entre las tres y las cuatro de la mañana, el despertar de los pájaros: un mirlo o un ruiseñor improvisa un solo, rodeado de un sonido brillante, de un halo de trinos perdidos muy en lo alto de los árboles. Transporte esto a un plano religioso y tendrá el silencio armonioso del Cielo. El movimiento de apertura empieza con el solo de clarinete imitando la canción de un mirlo y el violín imitando la canción del ruiseñor.”
En tono menos idílico, el compositor neoclásico Carl Orff, conocido por su famosa cantata profana Carmina Burana, tiene una obra escalofriante de ritmo endemoniado y tono apocalíptico que pone a prueba las sensibilidades más curtidas: De temporum fine comedia, estrenada en 1973 y revisada en 1979. No está estrechamente ligada con el final de la segunda guerra, como tantas otras que dan cuenta de la bomba atómica, del Holocausto y de la destrucción de Europa; es más amplia y alude a Occidente en general. Una obra no apta para oídos melifluos que sacude hasta los tuétanos a quien se atreve a escucharla en su totalidad, una pieza musical de misterio que resume la visión del autor sobre el fin de los tiempos, interpretada en griego antiguo, latín y alto-alemán. Entre sus cantos hay gritos, alaridos y cadencias hipnotizantes, primero, de las sibilas: “el mundo se desvanece en la nada, los molinos de Dios están tardíos para moler el grano/ vida feliz, vida santa/ la muerte es segura, la hora incierta/ que los ángeles te guíen al paraíso/ la misma noche espera a todos, ricos y pobres/ derretiré todo hasta purificarlo/ los impíos ingresarán al infierno del fuego eterno/ padre he pecado”; seguido de los anacoretas: “nunca, nunca, en ningún lugar, en ningún tiempo, el tormento sin medida del fuego eterno/ Dios es uno solo, de eternidad en eternidad/ ni Satán, ni Lucifer, los malditos no están condenados por la eternidad/ ¿cuándo acabará el tiempo?. Al final llega Dies Illa (Aquel día), “¿adónde vamos?, perdidos, abandonados, Señor, ¡ayúdanos, sálvanos, llévanos! Angustia, temor, horror, terror y consternación se apodera de todos nosotros,” etc. En conclusión, una obra que no puede dejar de escucharse si logramos templar los nervios y mirar el presente a la cara.
¿Tiene sentido hablar de música en estas líneas? De nuevo, Quignard, en Tous le matins du monde: “La música está simplemente ahí para hablar de lo que la palabra no puede hablar”, y más adelante: “un pequeño abrevadero para que vean aquellos a quienes el lenguaje ha traicionado”.
Recapitulemos. Lo que viene diciendo Han junto a los demás pensadores contemporáneos es, en últimas, que la sociedad del siglo XXI ha perdido la conexión con el otro, se ha alejado de los esquemas de solidaridad, de comunidad, de unión y empatía, que el individualismo exacerbado triunfó, y que ahora, como si lo anterior fuera poco, el individuo en su afán narcisista (la selfi, apoteosis del narcisismo) de anestesiarse sucumbe, no ante su semejante sino ante un sistema que se desmorona, una sociedad que dejó de reconocerse como comunidad y, más recientemente, ante la máquina para convertirse en algo así como una especie deshumanizada.
¿Es esto una democracia?
La pregunta que nos asalta, en cuanto a esto último, es si podemos llamar democrática la sociedad del siglo XXI en la que las decisiones importantes dejaron de ser de “todos” para pasar a ser de pocos o incluso, y cada día más, de algo intangible. Ahora el mandato proviene del algoritmo que toma decisiones complejas, como administrar las estrategias para mitigar el cambio climático, mover la tendencia e influencia de las encuestas, enfocar las inversiones de la bolsa, apuntar el disparo de misiles contra objetivos civiles, proferir el diagnóstico de una enfermedad y su tratamiento, hasta las más nimias como elegir la ruta para dirigirnos entre el punto A y el punto B, decidir el lugar ideal donde tomaremos vacaciones, escoger el siguiente libro a leer o determinar y reservar el lugar para salir a cenar.
Ray Kurzweill, científico y filosofo de Silicón Valley, publicó en 1996 The age of the spiritual machine, y anunció que estábamos a las puertas de la Singularidad, el momento en que máquina y ser humano se fusionan de tal manera que es imposible distinguir lo uno de lo otro. El ser humano, y con él, la ilusión del humanismo renacentista de Pico de la Mirandola en su Oración por la dignidad humana, se extingue y aparece en escena el nuevo sujeto producto del transhumanismo. El autor de bestsellers, Noah Yuval Harari y el multimillonario emprendedor Elon Musk, apuntalan lo dicho por Kurzweil. Aquí la ironía: Harari logra navegar hábilmente todas las aguas presentándose como el nuevo profeta de Silicon Valley y del transhumanismo y, a la vez, jugando a ser denunciante de los riesgos y peligros del transhumanismo y la Singularidad. Por ello, muchos de sus lectores, sin importar en qué lugar del espectro de pensamiento se ubican, lo hallan fascinante; cánticos angélicos para sus oídos ingenuos. Pero algo queda después de la criba. Entre las sentencias que Harari suelta, implacable, en sus presentaciones y entrevistas mediáticas, es una donde el individuo del siglo XXI ya no enfrenta la angustia o el absurdo del hombre del XX, (recordemos al Roquetin de Sartre, al Mersault o al Clamens de Camus, el José K. o el Gregor Samsa de Kafka), sino enfrenta algo peor: el haberse convertido en irrelevante para un mundo que no lo necesita pues lo ha sustituido, o pronto lo hará, por la tecnología. Lo que preocupa a Harari, por supuesto, y también a Elon Musk, quien comparte la visión de este, no es la desolación de aquellas personas que se enfrentan a la irrelevancia, sino la carga fiscal que traerá a los estados el tener que dotarlos de un Salario Básico Universal para que no mueran de hambre. El tema no es la solidaridad sino meramente una cifra económica. Ahora bien, cuando uno se reconoce irrelevante en el mundo, ¿qué sigue? ¿Y si son miles de millones?
Circe o la democracia: el eterno atractivo seductor de la democracia
Volvamos sobre lo que nos ocupa. ¿Cuál es la magia, el atractivo, la sensualidad casi erótica, digna de la Circe que cautivó a Odiseo y a tantos hombres más en su isla, que tiene la palabra democracia para seguir seduciendo a unos y otros? No parece haber gobernante ni régimen que niegue ser democrático o que desdeñe esta forma de organización política. Todos se jactan de representarla. Nicaragua, Venezuela y Cuba, pero también Hungría, Rusia, Bielorrusia, cualquier país africano dominado por un dictador de turno, y por supuesto, Colombia, donde nos ufanamos de una larguísima tradición democrática. Aquí, pero también en todas partes, se impone incluir la palabra democracia o sus derivados en el apelativo con el que se izan las banderas políticas. Centro Democrático y Polo Democrático. ¿Puede existir mayor paradoja?
Y, ¿acaso los estados europeos orientales, bajo la influencia totalitaria soviética, no se llamaron a sí mismos repúblicas democráticas? Vayamos al otro extremo. En el caso de los Estados Unidos, los dos partidos que han dominado sus 250 años de existencia ¿no se denominan demócrata y republicano? Pero, para mayor confusión (o guasa), el régimen de Kim il-Sung, consagrado como “presidente eterno de la república” gobierna y gobernará hasta su muerte la República Popular Democrática de Corea el Norte. La misma fórmula de los Estados Unidos: democracia y república a la vez. ¿Alguno tiene más razones que el otro para invocar y atribuirse esas formas? Y, ¿por qué, a pesar estar en las antípodas del espectro ideológico y político, apelan al mismo discurso? ¿Quién se erige en juez para decidir cuál emplea bien o mal los términos? Una razón más para comprobar que el vocablo democracia ha perdido todo significado.
En algún punto entonces se confunden democracia y autoritarismo, dos conceptos que en el papel se excluyen; sin embargo, esta confusión existe no solo entre estados sino al interior de ellos. Hoy día vemos de qué manera naciones que se precian de su tradición democrática viran, con un inmenso respaldo popular, hacia esquemas absolutistas con presidentes que se eligen y reeligen, que logran una gran concentración de poder gracias a tribunales y cámaras legislativas de bolsillo e hipnotizan a sus ciudadanos que respaldan sus figuras que recuerdan a dictadores, tiranos o monarcas absolutistas. Los casos se repiten, sin importar si son de derechas o de izquierdas. El asunto no es de polaridades.
Entonces, la pregunta casi imposible de contestar: ¿Qué define entonces hoy una democracia?
Nada puede ser mejor que la democracia ¿O sí?
¿Por qué parece tan difícil para una comunidad aceptar cualquier otra forma de organización que no sea la democracia? ¿Acaso renunciar a o rechazar la democracia es acercarse al autoritarismo, al absolutismo? Quizá la confusión radica en que se asume que lo opuesto a democracia es autoritarismo, y vemos como cada día los extremos se confunden en una masa informe. Agamben, citado por Castro Rey, en el mismo artículo ya mencionado y publicado, paradójicamente en ABC de Madrid, dice: “La desintegración de Occidente es, literalmente, la disolución progresiva e imparable del nudo que mantenía unidas la vida y la muerte, la verdad y la mentira, la libertad y la esclavitud, lo legítimo y lo ilegítimo, la guerra y la paz, el dialecto y la lengua gramatical, que de esta manera se volverán indiscernibles. Porque en el momento de la disolución los dos elementos, que ya nada mantiene unidos, lejos de separarse, tienden a fusionarse y caer el uno en el otro (énfasis míos).
Recurriendo al sentido original de Platón y Aristóteles, la democracia trata de una forma de gobierno en la que se le otorga la titularidad del poder al conjunto de la ciudadanía. De manera más concisa, es una forma de organización en la cual las decisiones colectivas son tomadas por el pueblo mediante mecanismos de participación directa o indirecta y esto último les confiere legitimidad a sus representantes, quienes en últimas van a ejercer el poder directamente. Hoy se habla bastante sobre formas más activas de la democracia, como son la democracia participativa en la cual los ciudadanos tienen la posibilidad de asociarse y organizarse de modo que puedan ejercer cierta influencia directa en las decisiones públicas o mediante mecanismos de consulta como el referendo o el plebiscito.
En los últimos años ha tomado fuerza hablar de la democracia directa, en la que el sujeto colectivo es quien se hace presente para tomar decisiones de fondo: desde las más amplias asambleas constituyentes, hasta los consejos comunitarios, las asociaciones de barrio, las asambleas de productores y consumidores de todo tipo para abordar temáticas de interés que deciden sobre las mismas para llevarlas a la práctica e implementación en la vida cotidiana en cuadras, barrios, localidades, veredas, corregimientos y municipios. Lo que busca la democracia directa es la organización popular participativa, plena y radical.
El concepto de democracia se ha vuelto tan amplio y difuso que allí cabe casi cualquier forma de asociación, y en todas siempre habrá visos de legitimidad, según desde donde se mire y quién la mire. ¿Dónde está entonces el énfasis de la democracia, su singularidad, si de tanto subrayarla tenemos un libro en el que el lector deslumbrado, incapaz de discriminar entre lo relevante y lo inocuo, termina resaltando todo el texto?
Llámense democracias o repúblicas y reconociendo que existen diferencias de fondo entre ellas, en últimas ambas formas apuntan a la participación popular, a cierta organización del estado, a la división de poderes, a una constitución política, al imperio de la ley, sin embargo, lo cierto es que hoy se usan casi de manera indiscriminada. Colombia es una república que dice honrar la democracia, los Estados Unidos es una democracia que se organiza como una república federal. Lo cierto es que no se trata de denominaciones sino de apropiaciones de conceptos para representar fachadas cuando en realidad lo que hacen es desvirtuar con hechos y conductas lo que desean aparentar.
En esa misma línea, hoy es costumbre asumir que democracia va de la mano de un estado de derecho (Rule of Law), de la separación de poderes establecido por Montesquieu, de la defensa de la institucionalidad, del respeto y obediencia a una constitución, del gobierno de las mayorías, del respeto a las minorías, de celebrar periódicamente elecciones libres y transparentes, del acatamiento al Derecho Internacional y a los Derechos Humanos, de la inviolabilidad de las embajadas, de honrar los tratados entre naciones y los acuerdos firmados con entidades multilaterales, de la necesidad de revestir de legitimidad a cada gobernante de turno, del reconocimiento internacional de los gobiernos que asumen el poder. Lo absurdo es que muchos de estos aspectos, intrínsecos a una democracia, se ignoran o se violan abiertamente. Gran Bretaña saca a la fuerza a Julián Assange violando la embajada de Ecuador en Londres; Ecuador asalta la embajada de México en Quito para detener al exvicepresidente Jorge Glass; Estados Unidos desata la Guerra del Golfo Pérsico sin consultar ni buscar la aprobación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, Israel viola todas las normas de derecho internacional y de Derecho Humanitario en Gaza y el Líbano; Alemania pone controles en sus fronteras en violación al Espacio Schengen, desconociendo la esencia de la Comunidad Europea de garantizar el libre tránsito de bienes y personas entre los países comunitarios; los guardacostas de los países mediterráneos dejan hundir frente a sus ojos las barcazas repletas de refugiados provenientes de África; Trump y Bolsonaro, en ejercicio de su investidura presidencial, incentivan el asalto al Congreso para que sus partidarios reclamen supuestas victorias electorales; todas las recientes elecciones de Venezuela carecen de legitimidad pues son avaladas por un Tribunal Supremo de Justicia, una Asamblea Nacional y un Consejo Electoral dominados por el partido de gobierno, es decir, no hay separación de poderes; el Estado colombiano ha cometido crímenes de lesa humanidad con ejecuciones extrajudiciales (como ha quedado demostrado por la JEP) pero los más altos responsables siguen sin ser juzgados; Milei pretende pasarse por la faja el Congreso para imponer su voluntad; Petro quiere convocar una Asamblea Constituyente desconociendo los mecanismos establecidos por la constitución; Bukele desconoce el estado de derecho para erigirse, de facto, como un dictador con la simpatía del pueblo salvadoreño y la admiración de las derechas del continente. La lista de prácticas y conductas antidemocráticas puede ser infinita. ¿Cuántas violaciones de los principios democráticos se necesitan para que una nación deje de ser considerada una democracia?
Pero, entonces, ¿qué es la legitimidad?
No menos importante es la legitimidad de la democracia, imperativo de todo gobierno que asume el poder. Así, desde la antigüedad, los monarcas la derivaban del poder conferido por la Iglesia, que representaba a Dios en la Tierra. Veamos este ejemplo, de hace mil años, en el 1059, un fragmento del acta de consagración del rey Felipe I, de Francia, iniciador de la dinastía de los Capetos:
Al comienzo de la misa, antes de la lectura de la Epístola, el arzobispo, volviéndose hacia el rey, le expuso la fe católica; le preguntó si creía y si quería ser su defensor. Habiendo respondido el rey afirmativamente, le trajeron su declaración; la tomó, y aunque sólo tenía siete años de edad, hizo la lectura y la firmó. Esta declaración estaba así formulada:
Yo, Felipe, que pronto, por la gracia de Dios, voy a ser rey de los franceses, en este día de mi consagración prometo ante Dios y sus santos conservaros a cada uno, mis súbditos, el privilegio canónico, la ley y la justicia que le son debidas; y con la ayuda de Dios, y según lo que podré, me esforzaré en defenderlos con el celo que justamente debe poner el rey en su Estado, en apoyar a cada obispo y a la Iglesia que le está confiada. Concederemos también por nuestra autoridad al pueblo que nos está confiado una dispensación de las leyes conforme a sus derechos». Hecho esto, volvió a poner la profesión de fe entre las manos del arzobispo. Estaban presentes Hugues de Besançon, legado del papa Nicolás; Hermanfroi, obispo de Sion; Mainard, arzobispo de Sens; etc.
Los monarcas, desde los tiempos más antiguos de la humanidad han aducido ser representantes del poder divino, intercedido por una iglesia, sus sacerdotes u oficiantes.
Tendrá que aparecer, la constitución de los Estados Unidos de 1776, con sus famosas tres primeras palabras, “We the people”, para derivar su legitimidad del pueblo.
Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, tender a defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros y para nuestra posteridad, por la presente promulgamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América.
La anterior fórmula fue tomada como inspiración por la Revolución Francesa y luego para los pueblos latinoamericanos tras su independencia de la corona española. El preámbulo de la constitución del 91 dice:
El pueblo de Colombia en ejercicio de su poder soberano, representado por sus delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente, invocando la protección de Dios, y con el fin de fortalecer la unidad de la Nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo, y comprometido a impulsar la integración de la comunidad latinoamericana decreta, sanciona y promulga la siguiente Constitución Política de Colombia
La figura de Dios, a pesar de su muerte decretada desde finales del siglo XIX y desde entonces ratificada por casi toda la filosofía contemporánea, bien sea analítica, existencial o nihilista, heredera directa en todo caso de Nietzsche es difícil de eliminar, incluso en las constituciones más liberales. Otra paradoja: Estados Unidos, donde la religión principal es el dólar, mantiene en su billete: “In God we trust”, una curiosa simbiosis económica-religiosa, capitalismo y ética protestante, como explica Max Weber.
Respecto de la llamada primera democracia del mundo, mucha gente se pregunta cada cuatro años por la extraña dinámica de sus elecciones, en la que los votos de los ciudadanos al final no suman para determinar quién es elegido presidente. Es el colegio electoral, una vía indirecta, quien determina los representantes de cada estado que elegirán finalmente el presidente. En otras palabras, la suma aritmética de los votos depositados no da la mayoría necesaria para elegir a un presidente. En las elecciones del 2000, George W. Bush ganó la presidencia con 271 votos electorales, aunque Al Gore obtuvo medio millón más de votos populares. En el 2016, Donald Trump se convirtió en presidente después de ganar el voto electoral, a pesar de que Hillary Clinton obtuvo casi 3 millones más de votos populares. ¿Es eso una democracia? Para los estadounidenses, sí, pues lo último a que están dispuestos a renunciar es a la primera enmienda (el derecho de cada ciudadano a portar armas), y segundo, a reformar su sistema electoral, que dista, de lejos, de ser verdaderamente democrático. Nuevamente el concepto se desdibuja hasta perder todo sentido. Otras inquietudes: ¿Son legítimas las democracias donde el fraude electoral ensombrece el entorno político, llámese Venezuela 2024 o Colombia, 19 de abril de 1970? ¿Es legítima una democracia donde el Estado ataca con tanques al Palacio de Justicia porque este ha sido tomado por un grupo guerrillero? “Aquí, defendiendo la democracia, maestro”.
Multitud llora la muerte de su amada Democracia
Negri y Hardt, si bien se equivocan al persistir en una democracia ideal, aciertan en definir que la Multitud es quien debe mostrar el camino.
La acción política dirigida a la transformación y a la liberación hoy sólo puede llevarse a cabo sobre la base de la multitud. Para comprender el concepto de la multitud en su forma más general y abstracta, contrastémoslo primero con el del pueblo. El pueblo es uno. La población, por supuesto, está compuesta por numerosos individuos y clases diferentes, pero el pueblo sintetiza o reduce estas diferencias sociales a una sola identidad. La multiplicidad, por el contrario, no está unificada, sino que sigue siendo plural y múltiple. Esta es la razón por la que, de acuerdo con la tradición dominante de la filosofía política, el pueblo puede gobernar como un poder soberano y la multitud no. La multitud está compuesta por un conjunto de singularidades y por singularidad entendemos aquí un sujeto social cuya diferencia no puede reducirse a la igualdad, una diferencia que sigue siendo diferente. Las partes componentes del pueblo son indiferentes en su unidad; Se convierten en una identidad al negar o dejar de lado sus diferencias. Las singularidades plurales de la multitud contrastan así con la unidad indiferenciada del pueblo. La multitud, sin embargo, aunque sigue siendo múltiple, no es fragmentada, anárquica o incoherente.
Lo cierto es que esta singularidad plural, ha tenido una relación afectuosa, entrañable con esa forma ideal de organizarse, como Venus con Adonis o Cibeles con Atis. Pero la democracia ha muerto, y por eso mismo, mutatis mutandi, la Pietá llora a su hijo descolgado de la cruz, tema iconográfico representado cientos de veces por Fra Angelico, Boticelli, da Vinci, Caravaggio, Rembrandt, Zurbarán, Tiepolo, pero también Dalí, Picasso, Magritte, Warhol, Francis Bacon y Botero. La madre llora a su hijo divino y la diosa lamenta la muerte de su amante mortal. La Multitud, solloza por quien alguna vez tuvo vida y hoy es cuerpo exánime. De poco valió la constitución de los Estados Unidos, la Revolución Francesa, la independencia de las naciones latinoamericanas, la transformación de las monarquías absolutistas en parlamentarias, la Comuna de Paris, la Revolución de Octubre. ¿Por qué entonces seguir insistiendo en ello? En inglés hay un refrán: “It’s like beating a dead horse” (es como azotar un caballo muerto), pues por más que se quiera el caballo no se levantará.
La relación amorosa, filial, afectiva, sensual, erótica entre Multitud y Democracia no puede continuar. Es imposible persistir en ella a riesgos de caer en la necrofilia. Democracia murió, pero Multitud está más viva que nunca. Multitud, muerta su amante y realizado el duelo, debe encontrar otro objeto de su deseo, de su necesidad, de su legítimo derecho. ¿Quién entonces, sustituye a Democracia en los afectos de Multitud? Su nombre es tan potente y deslumbrante, que es imposible nombrarlo, como no se puede invocar el nombre de Dios. Juan Manuel Aragüés, profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza, actualiza el concepto de Negri y Hardt en Deseo de Multitud, diferencia, antagonismo y política materialista, del 2018:
Cuando hablamos de «construcción de sujeto» no nos referimos exclusivamente a la construcción de sujeto individual, sino también colectivo. En ese campo, las posiciones del poder y del antagonismo difieren radicalmente. El interés del poder radica en cortocircuitar los procesos de construcción de sujeto colectivo, en negar la realidad de cualquier entidad grupal de carácter político, con la excepción, por lo general, de la pertenencia nacional, que suele ser desactivadora de pretensiones antagonistas, ya que con ella se pretende borrar toda huella de diferencia social. Por el contrario, todo el esfuerzo del antagonismo se centra en la construcción del sujeto colectivo/s como único medio de intervención política. En todo caso es el campo privilegiado de la batalla política.
Multitud apela entonces al antagonismo político para hacer valer su derecho a gobernarse a sí misma. De allí el desencanto, el desengaño, el fastidio, el hastío, el tedio, el spleen baudelairiano que hoy recorre como un fantasma al sujeto colectivo de Multitud. Pessoa, en su Libro del desasosiego: “No es el tedio de la enfermedad del aburrimiento de no tener nada que hacer sino la enfermedad mayor de sentirse que no vale la pena hacer nada. Y, siendo así, cuanto más hay que hacer, más tedio hay que sentir”. Si diéramos voz a Multitud, quizá diría: “Que no me vengan a hablar más de democracia que estoy hasta el cuello de verla profanada; sí, la amé, fuimos locos amantes, pero la falsearon, la violaron, la abusaron hasta matarla; hoy pretenden presentarme una impostora, esa no es Democracia de quien me enamoré”. Multitud en su infinita sapiencia. Y los que insisten en golpear al caballo muerto son aquellos que siguen parasitando a la Multitud haciéndole creer que la democracia está viva o que la pueden resucitar, para que sigan votando por ellos y así ellos puedan apertrecharse en el poder, o mejor, como diría Guy Dabord, en su icónico La sociedad del espectáculo, para que pueda seguir rodando el espectáculo.
¿Resurrección de Democracia? Posiblemente no hay obra musical más conmovedora que la segunda sinfonía de Mahler, titulada, precisamente, Resurrección. Al igual que la sinfonía coral de Beethoven, en ella aparece la voz humana al final: “¡Resucitarás, si resucitarás, polvo mío, tras breve descanso! ¡Vida inmortal te dará quien te llamó! ¡Para volver a florecer has sido sembrado! El dueño de la cosecha va y recoge las gavillas ¡a nosotros, que morimos! Oh créelo, corazón mío, créelo: ¡Nada se pierde de ti! ¡Tuyo es, sí, tuyo, lo que anhelabas! ¡Tuyo, lo que amabas, por lo que luchabas! Oh créelo: ¡no has nacido en vano!¡No has sufrido en vano!”. Si nos sintonizamos con Mahler y su profundo sentido de trascendencia, diremos entonces que Democracia si resucitará, pero transformada y habrá dejado su forma original. Eso es lo que pretendemos manifestar aquí.
¿Vivimos el mejor de todos los mundos posibles?
Quienes defienden el statu quo suelen argumentar, que a pesar de todo lo que vemos cada día en nuestros barrios, ciudades, países y en el mundo entero, vivimos en el mejor de todos los mundos posibles, y rematan el argumento afirmando que cada cosa sucede por algo, por un bien mayor, y gracias a las guerras, por ejemplo, se ha desarrollado la tecnología, la medicina y se ha afianzado el progreso de la humanidad; que no hay causa sin efecto, que nunca el ser humano había estado mejor en su condición individual y social, que jamás se había gozado de tanta libertad de expresión, que en toda su historia el ser humano había tenido la posibilidad de ser tan feliz como hoy; basta con leerse un libro o una tonelada de títulos de autoayuda ¡y presto!
A ellos es preciso recomendar que regresen (o descubran) a los clásicos y lean (o relean) Cándido de Voltaire. Allí encontrarán al maestro del joven Cándido, el detestable Pangloss, que a cada desgracia que le sucede o ve acontecer a su alrededor, regresa con su frase de batalla: “todo sucede por un bien mayor; vivimos el mejor de todos los mundos posibles”. Pangloss, no es más que la representación que hace Voltaire de su adversario, el filósofo de Wurtemberg, Gottfried von Leibniz, a quien el genio de la Ilustración ridiculiza en su inmortal obra. Esa filosofía del optimismo encierra la paradoja de un cínico fatalismo, pues si en realidad vivimos el mejor mundo posible, entonces no hay lugar para mejorarlo, pues ya vivimos en él; el segundo corolario es que la libertad, la voluntad, pierde su efecto pues estamos predestinados a vivir este mundo sin la posibilidad de cambiarlo. El optimismo en su versión ingenua o como diríamos hoy, negacionista.
Si la democracia murió, ¿qué nos queda? El aprendizaje de lo desdeñado
Algunos intuirán que apuntamos a una fuga hacia los extremos ideológicos, pues en definitiva nos alejamos de las posiciones centristas, llámense progresistas, social demócratas, democráticas, de centro, de centro derecha, demócratas cristianas o simplemente cristianas; son estas las que más reclaman la democracia al punto de seguirla golpeando para que se levante. Se equivocan si creen que apuntamos a cualquiera de los dos extremos. Suficiente evidencia tenemos que los extremos ideológicos no han dado en el clavo; nunca honraron el amor entre Multitud y Democracia. Ni el absolutismo de la dictadura del proletariado, ni el fascismo de Mussolini, Hitler, Franco y Salazar lo lograron. Lo opuesto a la democracia, insisto, no es el absolutismo.
¿Quiénes son entonces los llamados a hacer los cambios profundos en la sociedad? No los que han usado la democracia para sus propios fines; estos no han logrado, ni de lejos, quebrar el espinazo a la desigualdad, a la corrupción, al hambre. No, en definitiva, ni la extrema izquierda ni la extrema derecha, en particular, ni mucho menos esta última que ha tomado tanta fuerza en todo el planeta en el último decenio, desde El Salvador de Bukele, la Argentina de Milei, la Francia de Marine Le Pen, la Italia de Giorgia Meloni, los partidos Ley y Justicia de Polonia y AfD (Alternativa por Alemania) del país germánico, una nación que se reinventó tras su derrota y ahora cae de nuevo en los excesos del odio racial antiinmigrante y de atizar guerras como la de Ucrania y Medio Oriente, como si las dos guerras mundiales que la devastaron en el siglo pasado no hubieran sido suficientes para cambiar su bélico ADN por uno pacifista. El pacifismo alemán fue de breve duración.
Sin necesidad de invocar, como dijimos, presagios apocalípticos —“en aquellos tiempos hubo un gran terremoto y la décima parte de la ciudad se derrumbó por el terremoto murieron un número de siete mil hombres y los demás se atormentaron” (Revelación,11, 13), o de manera lírica y mágicorrealista: “sonó el disparo inmenso que seguía repercutiendo en los espinazos grises y las cañadas profundas de la cordillera y se oyó el interminable aullido de pavor de la mula desbarrancada que iba cayendo en un vértigo sin fondo desde la cumbre de las nieves perpetuas a través de los climas sucesivos e instantáneos de los cromos de ciencias naturales del precipicio y el nacimiento exiguo de las grandes aguas navegables y las cornisas escarpadas por donde se trepaban a lomo de indio con sus herbarios secretos los doctores sabios de la expedición botánica, etc. (El otoño del Patriarca)—, es necesario reconocer que estamos ante el final de una época, aquella que marca el colapso de Occidente. Nadie puede pretender que las civilizaciones sean eternas; todo lo contrario, la humanidad ha visto surgir y caer cientos de culturas y civilizaciones, el declive de Occidente está anunciado desde Spengler y actualizado hoy por quienes hemos citado. El modelo capitalista neoliberal, la forma económica por excelencia de la democracia en Occidente, se niega a morir, pues como la Hidra, a cada cabeza cortada le surgen muchas más. No es para sorprenderse de la resiliencia del capitalismo. Quizás las generaciones mayores no veamos el final del capitalismo, nadie puede anticiparlo, pero lo cierto es que es imposible negar que vivimos el agotamiento de una época.
¿En dónde buscar entonces, una forma distinta de organización política? No es poco lo que Occidente, desde su arrogancia eurocéntrica y anglosajona, desde el tufillo de superioridad del idealismo kantiano y hegeliano, lo que tiene que aprender y admirar de las civilizaciones que por tanto tiempo desdeñó como bárbaras, salvajes, aborígenes. Con el descubrimiento del Nuevo Mundo se sentaron diferencias abismales entre los “salvajes”, es decir, el equivalente de los antiguos griegos para los bárbaros, y la supuesta superioridad europea. Por otra parte, proliferaron los modelos utópicos en el Nuevo Mundo: Moro, Campanella, Bacon, la leyenda de El Dorado (“¿Aquí ustedes tienen una Iglesia y sus sacerdotes?”, pregunta Cándido a su anfitrión en El Dorado y este responde, tajantemente: “No. ¿Para qué sirve eso?”) y La Tempestad de Shakespeare con el salvaje Caliban dándole lecciones de humanidad a Próspero.
Digámoslo: lo opuesto a la democracia (el gobierno de todos) no es el gobierno de uno, o de unos pocos, es el no-gobierno, el gobierno de ninguno, de ninguno en particular. Hay una particular relación entre democracia y fama, en aquella todos quieren sentirse líderes, representantes de los demás, ser reconocidos por sus atributos de liderazgo y conducción, pero la fama que buscan no los lleva a ningún lado. La enseñanza de Buda lo dice: “Los hombres dejándose llevar por la llama de los deseos buscan la fama, pero la fama y la gloria son como el incienso que pronto se consume y desaparece. Quien no hace más que perseguir la gloria y la fama y desatiende la búsqueda del camino de la verdad se encontrará en serio peligro y el alma sufrirá remordimientos (El camino de la purificación, I, 4). En un gobierno sin poder de ninguno, ¿qué fama se puede perseguir?
Pero la utopía no está en El Dorado, ni se trata de buscar la sociedad perfecta, perdida hace milenios en La Atlántida como relata Platón en el Timeo. Basta con volver los ojos a nuestros pueblos originarios para saber cómo se horizontaliza y aplana el poder hasta que quede del espesor de una hoja de papel; basta ver experimentos exitosos de algunas comunidades autóctonas para verificar cómo resuelven sus problemas y se organizan, cómo rechazan todo esquema de dominación, de poder democrático, representativo, autocrático o estatal para, en su lugar, administrar sus comunidades de una manera efectiva y justa. No más surge un líder que desea imponer su voluntad para que la comunidad lo frene y recuerde cómo esta debe ser dirigida: sin autoritarismos, ni delegaciones, ni representantes de poder. Esto, es comprensible, puede sonar impráctico, ilusorio y romántico para los tecnócratas del poder del siglo XXI; pero igual no pueden desconocer que dichos modelos funcionan. Estas comunidades no tienen las superestructuras del Estado ni sus ministerios piramidales ni sus burocracias anquilosadas, ni la corrupción enquistada en su seno.
Como dice Agamben, estamos en krisis, y por ello también, igual que los antiguos médicos, “estamos hoy llamados a juzgar y separar –como en realidad deberíamos haber hecho a cada instante– lo que está muerto y lo que está vivo, lo verdadero y lo falso que hay en nosotros y a nuestro alrededor”. Seguir golpeando el caballo muerto no va a revivir la democracia. Es hora de aprender de aquellos a quienes despojamos de sus tierras, creencias, valores, lenguas y religión. Es hora de volver a rendirnos ante la superioridad de la Naturaleza y no de sentirnos amos de ella. Es hora de dejar de devastar nuestra casa común. Es hora de volver a lo que realmente importa: la comunidad, el otro, la solidaridad, la cooperación, el esfuerzo mancomunado. Es hora de reforzar las agriculturas familiares, comunitarias y cooperativas. Alimentarnos con la comida de las grandes superficies o supermercados tiene un inmenso costo en relación a la huella ecológica. Numerosas personas y comunidades saben de consumo inteligente y acuden a mercados locales y comunitarios para la adquisición de alimentos. Apoyamos una política centrada en agroecología y soberanía y seguridad alimentarias. El tema de base es la solidaridad y la armonía con la naturaleza. Como es evidente, no solamente se trata de alternatividad y resistencia sino, además, y principalmente, de un llamado a la sabiduría.
Creemos firmemente en el decrecimiento para dejar de hacerles el juego a los desarrollistas. Decrecer es empobrecer a los más poderosos, es darles una oportunidad para que dejen de serlo. El crecimiento está basado en la explotación de quienes venden su fuerza de trabajo, en la depredación de los recursos no renovables, el aceleramiento del cambio climático, en el aumento de las brechas económicas y en la alienación humana. Hay que ir en contravía de lo anterior.
Creemos en las economías basadas en el trueque, no solo en las economías familiares y economías solidarias –notablemente, los sistemas de cooperativismo y mutualismo–; resaltamos el trueque, una experiencia ampliamente consolidada y en crecimiento alrededor del mundo. Amplias comunidades acuden a sistemas económicos no-monetarizados y perfectamente horizontales como alternativas al sistema de libre mercado. No solamente se trata de experiencias locales –la inmensa mayoría sí lo son–, también existen vivencias tales entre países en el intercambio solidario de productos, como también canales de trueque a través de internet, desde luego, sin ningún uso de dinero.
La participación política debe garantizarse, además de radicalizarse, ir más allá de la simple delegación de poderes para tornarse directa, radical, plebiscitaria; se trata de establecer una deliberación abierta con potestad para decidir sobre todo aquello que implique lo común y los intereses de la comunidad. La organización horizontal impide la concentración de poderes, irradia lo político y la economía hacia la sociedad, rota sus responsabilidades, estimula decisiones colectivas y plurales, quiebra estructuras de poder y abre canales para la permanente corrección de errores y la potenciación de aciertos.
No se trata aquí de hacer un catálogo de lo que debe ser la sociedad posdemocrática y poscapitalista. Se trata únicamente de asomarse a la multitud de posibilidades que hay más allá de ese cascarón vacío llamado democracia, que muchos siguen empujando cuesta arriba o cargando sobre sus hombros, como el dios Sísifo condenado a la eternidad del absurdo, de llevar la roca hasta la cima para verla rodar de nuevo y empezar su tarea sin un fin nunca. Aceptar que la democracia murió es abrir las puertas para reinventar formas de organización más justas, equitativas y participativas.
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