Hace poco más de un año, en la Fiesta del Libro y la Cultura de la ciudad de Medellín, presentamos el libro Mujeres, memoria y resistencia, publicado por la Universidad de Antioquia, con la autoría de Diana Sofía Villa y quien escribe esta columna. El mismo consta de cuatro crónicas que muestran la fortaleza, lucha y resistencia de algunas mujeres alrededor de sus derechos, los de sus familiares y de sus congéneres; mujeres de fuego que buscan a sus desaparecidos, a los miles de falsos positivos y víctimas del conflicto, y quienes reivindican sus derechos; mujeres que buscan la verdad; mujeres que son ejemplo de persistencia, resistencia, y horizontes de luz y esperanza.
En nuestro país, las mujeres han estado en el centro del conflicto y lo han padecido de múltiples formas: sus cuerpos han sido violentados, abusados por los actores de la guerra; han sido asesinados sus hijos e hijas y sus esposos; las han arrancado de sus tierras y han tenido que buscar refugio para ellas y sus hijos e hijas en la selva de cemento de las frías laderas de las ciudades; todas ellas, a pesar de una historia de conflicto que las desgarra, siguen buscando justicia.
Precisamente, una de las miles de historias de estas mujeres de fuego que se narran en el libro se centra en la masacre, o más bien, el genocidio llevado a cabo en la vereda La Esperanza, en el Carmen de Viboral (Antioquia), hasta donde llegaron en el año 1996 paramilitares comandados por Ramón Isaza, alias “el Viejo”; quien fuera entrenado por el israelita Yair Klein e irrumpieron secuestrando a varios campesinos, asesinando a otros en el casco urbano del pueblo incluido el personero, quien había realizado denuncias sobre las autodefensas como responsables de estos hechos y desapareciendo a algunos de sus habitantes los hombres “secuestrados” y desaparecidos se suman a la lista de más de 121.000 desaparecidos en los años del conflicto en Colombia.
Siendo una niña, Claudia, de un poco más de 5 años de edad, se aferra a las piernas de su padre mientras un grupo de las autodefensas campesinas del Magdalena Medio, de forma violenta, la desprenden de su ser amado; a sus escasos años ya sabía de la guerra, del dolor, y tal vez por eso se aferró a su padre como previendo que nunca más lo vería…
Este año se cumplen 28 largos años de ese suceso y del genocidio en la vereda La Esperanza, y Claudia, junto a tantos otros, sigue buscando y luchando por encontrar a sus familiares, o al menos conocer la verdad sobre lo que pasó, saber dónde están sus seres queridos para darles el necesario ritual de despedida. Como decía Fernando Vallejo, “uno solo muere cuando lo olvidan”. La desaparición forzada es la peor atrocidad de la guerra por dejar una incertidumbre habitando permanente en el alma de estas luchadoras, hacedoras de la nueva historia que vendrá, mujeres de fuego, luz en la oscuridad de la guerra.
El reconocimiento y perdón institucional hecho por el Gobierno nacional esta semana en el Carmen de Viboral, en cabeza del Presidente de la República, tiene un valor simbólico enorme, no solo para las víctimas de esta masacre, sino para los funcionarios con cargos administrativos que deberían hacer lo propio a lo largo y ancho del país, pues se genera, de esta forma, una apropiación y responsabilidad social para con la verdad y la memoria histórica como decía José Saramago, “somos la memoria que tenemos. Sin memoria no existimos”.
La memoria histórica, la verdad, contar los hechos, escuchar a las víctimas, son asuntos urgentes para desentrañar y exorcizar la guerra, para que las futuras generaciones sepan sobre lo sucedido y esta demencial historia no se repita más. Para ello es necesaria la pedagogía de la paz como una obligación moral y política. Es el momento, para Colombia, de convertir el Informe de la Comisión de la Verdad en una reflexión social, una hoja de ruta en los procesos de formación de las futuras generaciones.
Nada de ello podrá ser ni habría sido posible sin estas mujeres de fuego cuyas luchas son un camino por recorrer para que no nos falte la esperanza.
Comentar