Si tuviésemos que señalar a un símbolo máximo del poder, ese, sin duda, sería Dios; ya que es, según el mito, el creador mismo del Universo y, desde el discurso de las religiones abrahámicas, es entendido como un ser uno y único poseedor de una inmensa potencia que nada ni nadie le puede disputar.
Sin embargo, el monoteísmo no es una etapa superior en la evolución de las creencias como sostiene el positivismo, sino que es una comprensión de lo sagrado tan válida como cualquier otra, entre las que se encuentran, por ejemplo, el politeísmo o el monismo. No es una cuestión de valor, es decir, cualitativa, sino que es más bien una cuestión de cantidad o cuantitativa. Pero también es cierto que la idea de un solo Dios se encuentra mayormente en sociedades complejas que presentan un armado político donde se requiere unificar vastos dominios alrededor de una figura regia y central.
A menudo, cuando se habla de este tema, se suele pensar en el faraón Akenatón (Amenofis IV, dinastía XVIII). Esto es un error que le debemos en buena medida a los ensayos de Sigmund Freud. En realidad, los egipcios antiguos nunca tuvieron una etapa monoteísta, ni tampoco politeísta como habitualmente se cree, sino más bien fueron “henoteístas”. El henoteísmo (“heno” o “uno”) consiste en creer en un solo hacedor, pero que es tan inaccesible que el devoto no puede acercarse a él a no ser por mediadores sobrenaturales. Es parecido al caso del cristianismo católico u ortodoxo, o de las creencias africanas subsaharianas.
Volviendo al Egipto antiguo, la reforma de Akenatón fue un intento de restringir a las divinidades a su mínima expresión: al disco solar de Atón. No obstante, el faraón seguía siendo un Dios (una diarquía), esto último invalidaría cualquier especulación de unidad. Ahora, las razones para tal imposición no descansan en revelaciones milagrosas o en testimonios de místicos sino en una conveniencia de gestión. La política faraónica tenía la difícil tarea de controlar las regiones del Alto y del Bajo Egipto. Asimismo, la zona del Nilo estaba dividida en “nomos” o distritos, cada uno de los cuales disputaba la superioridad sobre los otros al afirmar que poseían las reliquias del cuerpo de Osiris. Teniendo esto en cuenta, se aclara un poco mejor el por qué Akenatón necesitaba reducir a sus dioses.
Ahora bien, el ejemplo supracitado también es aplicable al pensamiento del antiguo Israel ya que los hebreos no siempre fueron monoteístas. Hay evidencia tanto textual como arqueológica de que adoraban a otros seres. Por ejemplo, se sabe que en épocas patriarcales Yahvé tenía una consorte o, por lo menos, una manifestación femenina.
Su configuración de lo sagrado se afirma recién para el siglo VII a. C. cuando se consolida la monarquía. Tener un solo Dios (y que además sea el “verdadero”) es funcional a la acumulación de autoridad política permitiendo la apropiación y el monopolio de la salvación. El profeta Isaías afirma claramente que los ídolos falsos “tienen ojos y no ven; tienen pies y no caminan; tiene boca y no hablan”; “son de piedra y palo”. Por lo tanto, para que haya un monoteísmo estricto debe haber una declaración radical de que Yahvé es la única deidad viva y existente, siendo todas las demás solo imaginaciones inertes producto de la invención humana.
Más arriba afirmamos que el cristianismo en realidad no es un monoteísmo en el sentido clásico, pues el culto a los mártires y lo confuso del dogma trinitario hace el asunto por demás problemático. Empero, es un desprendimiento del judaísmo rabínico. Durante la decadencia del Imperio Romano, Constantino el Grande (siglo III e. C.) vio en dicha idea la oportunidad de mantener el poder agrupado, no ya a través de un avance netamente militar, sino espiritual. El cristianismo incipiente proveería las bases narrativas e históricas para tal unificación.
Vayamos por último al caso del islamismo. Alá, un antigua “númina” lunar, llegó a ser ahora una difuminación exacerbada del Yahvé judío. Dejando de lado la fe, y desde el punto de vista de una interpretación política, la figura profética de Mahoma y su discurso indudablemente sirvieron en ese momento para evitar la dispersión del pueblo árabe al crear un califato. Es evidente que Mahoma supo leer las ventajas que se desprendían del monoteísmo: les sirvió tanto a las comunidades judías para sostener sus tradiciones identitarias a pesar de la diáspora como a los emperadores romanos para cementar su vasto territorio. Igualmente fue utilizado por el rey persa Sapur II, contemporáneo al surgimiento del Islam, quien revivió la figura del legendario Zarathustra y su culto a un solo Dios Ahura Mazda (Señor Mazda) para el acopio de un dominio centralizado.
No hay duda de que la implantación de una sola figura es algo “demasiado humano” y no proviene de una manifestación hierofánica (aun cuando sus mitos etiológicos así lo intenten mostrar). El hombre no es reductivo por naturaleza, ya que su experiencia con respecto al contacto con la naturaleza es sumamente diversa. En conclusión, el monoteísmo no se impone por medio de una “revelación” metafísica sino por una “revolución” política, de manera abrupta por las fuerzas de turno para dar legitimidad a sus formas de gobiernos autocráticos.
El poder siempre encuentra alguna forma de legitimación en las estructuras religiosas: desde las teocracias y las monarquías ilustradas hasta las dictaduras contemporáneas. Jean-Paul Sartre en su inmensa obra “Crítica de la razón dialéctica” lo pensó como si la historia tendiera a su totalización, en tanto observemos el avance de la civilización que mutó desde el esclavismo al feudalismo y, de este, al sistema capitalista. En este punto de vista el capitalismo, tal como lo describió Walter Benjamin, es un tipo de religión que sostiene el absoluto de la apropiación y del consumo, produciendo clases, es decir, los económicamente salvados en oposición a los condenados a la pobreza, cuya única deidad es el dinero.
La religión siempre fue utilizada por el poder para eternizarse y para eliminar las disputas a través de la hegemonía de lo sagrado. Esto, desde ya, no quita que el hombre sea un ser espiritual. Debemos entender pues que su expresión cultual, dada en el armado de su lenguaje teológico, es parte fundamental de su esencia proyectado en su entramado social a pesar de que esté corrompido por las pasiones profanas.
Los dioses, más allá de que existan en otros mundos, aquí parecen ser creaciones terrenas empleados por las personas para saciar su sed de poder. Estos crean a sus ídolos “a su imagen y a su semejanza” tal como los reyes son espejos de sus súbditos. Jenófanes bien dijo que si los caballos adoraran a seres superiores estos tendrían cabeza de caballo.
Conscientes de esto, digamos lo que digamos, aún en la era de la ciencia y la técnica, los monoteísmos seguirán teniendo una importancia geopolítica indiscutible proponiendo a sus divinidades como símbolos insoslayables de soberanía y, por qué no, como un recurso último de sentido.
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