La crisis social en Colombia es una realidad tan palpable que resulta asombroso cómo puede pasar desapercibida. El control del poder por parte de las élites políticas ha logrado no solo perpetuarse, sino también ocultar su impacto devastador en la sociedad. Retrocedamos un poco para entender mejor esta dinámica.
El «Bogotazo» de 1948 no solo fue un estallido de violencia, sino que también marcó el inicio de un gobierno de coalición. Los liberales, quienes originalmente reclamaban la destitución de Ospina Pérez, terminaron apoyándolo. Y así, cuando la dictadura militar de Rojas Pinilla dejó de ser funcional a estos partidos, no dudaron en eliminarla para formar el Frente Nacional, eliminando de paso sus diferencias ideológicas.
En 1958, los dos partidos acordaron formalmente compartir el poder, excluyendo del proceso político a otros movimientos. Este pacto, conocido como el Frente Nacional, estipulaba que ambos se alternarían en la presidencia y dividirían todos los puestos del gobierno por partes iguales durante los siguientes 16 años.
Lo que comenzó como una solución temporal se extendió en la práctica hasta mediados de la década de 1980, convirtiendo al sistema político en una pura maquinaria de intereses comunes.
Durante ese tiempo, se promulgaron leyes y decretos que restringían las libertades civiles y limitaban la capacidad de los ciudadanos para organizarse y expresar sus opiniones de manera pública. La Ley de Seguridad Nacional otorgaba al gobierno amplios poderes para tomar medidas contra quienes se oponían a la estabilidad nacional, permitiendo la detención de personas sin un debido proceso legal, así como la implementación de medidas de vigilancia y represión contra cualquier individuo o grupo considerado como una amenaza. Además, el Decreto de Emergencia facultaba al gobierno para emitir disposiciones extraordinarias que suspendían temporalmente ciertos derechos civiles, como la libertad de reunión y la libre expresión.
Quienes se oponían al régimen o participaban en actividades consideradas subversivas podían enfrentar cargos por rebelión y ser sometidos a penas de prisión. Estas medidas, junto con otras restricciones específicas impuestas a la sociedad civil, conformaban un entramado represivo que buscaba mantener el control sobre la población.
Además, se documentaron numerosos casos de violación a los derechos humanos hacia líderes indígenas y campesinos. Muchos fueron detenidos, encarcelados por su activismo, y algunos perdieron la vida por oponerse a proyectos de desarrollo impulsados por el gobierno y las élites económicas. Estas acciones tenían como objetivo intimidar y silenciar a cualquier individuo o grupo que representara una amenaza para el dominio de las élites.
La violencia terminó oficialmente en 1964, pero algunos grupos guerrilleros resistieron en partes aisladas del país, conocidas como ‘repúblicas independientes’, rechazando las ofertas de amnistía del gobierno.
Para mediados de la década de 1960, el conflicto había evolucionado de una lucha entre liberales y conservadores a una guerra de clases entre el gobierno y guerrillas de línea comunista.
Durante la década siguiente, varios grupos guerrilleros se consolidaron para combatir a la élite colombiana. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), de orientación marxista y soviética, surgieron de los grupos campesinos de autodefensa que se fortalecieron durante La Violencia. El Ejército de Liberación Nacional (ELN), compuesto por muchos integrantes de la clase media y alineado con la Cuba de Fidel Castro, y el Ejército Popular de Liberación (EPL), un grupo maoísta de base campesina, se unieron por el Movimiento 19 de abril (M-19), una guerrilla urbana que realizó hazañas de alto perfil para atraer a estudiantes y otros jóvenes descontentos.
La llegada del narcotráfico en la década de 1970 y 1980 transformó radicalmente el panorama. Figuras como Pablo Escobar y los hermanos Ochoa dominaron el comercio de cocaína, generando inmensas fortunas que permitieron a los carteles ejercer una influencia sin precedentes sobre la política y la sociedad colombiana. Estos grupos no solo financiaron campañas políticas, sino que también infiltraron diversas instituciones del estado.
Los caos generados por el narcotráfico llevaron a la creación de grupos paramilitares como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que, en complicidad con sectores del ejército y la política, combatieron a las guerrillas y controlaron vastas áreas del país. Estos vínculos se conocieron como el fenómeno de la “parapolítica”, revelando la profundidad de la corrupción y el crimen organizado en las más altas esferas del poder.
Avanzando a la década de 2000, se destaca el gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), quien implementó la política de ‘Seguridad Democrática’ y logró debilitar significativamente a las FARC. Sin embargo, su administración también fue señalada por sus vínculos con paramilitares y violaciones de derechos humanos.
En 2016, se firmó el acuerdo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, un hito histórico que buscaba poner fin a más de 50 años de conflicto armado. A pesar de esto, la implementación del acuerdo ha sido lenta y enfrenta numerosos desafíos, incluido el asesinato de líderes sociales y excombatientes.
En 2024, el escenario político colombiano sigue marcado por la influencia de estas dinámicas históricas. la elección de Gustavo Petro como presidente, el primer líder de izquierda en la historia de Colombia, representa un cambio de paradigma. Sin embargo, a pesar de este hito, la implementación del acuerdo de paz, aunque se ha esforzado por fomentar la reconciliación, continúa enfrentando obstáculos significativos.
El reciente asesinato de líderes sociales como Liceid Ávila, Emerson Pulgarín Sánchez y Luis Fernando Osorio es un recordatorio de la realidad que enfrenta Colombia en su búsqueda de paz y justicia. Estos actos de violencia no solo silencian las voces de aquellos que luchan por un cambio positivo, sino que también perpetúan un ciclo de miedo y desconfianza en las instituciones del país.
Los líderes comunitarios desempeñan un papel fundamental en la defensa de los derechos humanos. Por lo tanto, es crucial fortalecer su seguridad y proporcionarles el apoyo necesario para proteger su integridad. Además, debemos trabajar incansablemente para promover la transparencia y la rendición de cuentas en todos los niveles de gobierno. Esto no solo garantizará que las élites no manipulen el sistema en su propio beneficio, sino que también fortalecerá la democracia y asegurará un trato justo y equitativo para todos los ciudadanos.
Solo así se podrá avanzar hacia un futuro donde la violencia y la impunidad sean cosa del pasado.
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