En un cuento de Dino Buzzati, una gota de agua sube por los peldaños de una escalera, en noches de desazón. Vence la ley de la gravedad, a diferencia de otras gotas, de todas las gotas que caen perpendiculares o ruedan por vidrieras y paredes. Es Una gota una especie de relato de horror, muy bien dosificado. A mí, desde hace años, me persiguen las gotas de agua: las que caen de aleros sin haber lluvia; las que escapan de los desagües de los entejados; las que brotan de un matero de balcón…
Una vieja memoria me pone en las aceras del barrio Manchester rumbo a la escuela. Sin lluvia. Más bien, con un sol matinal que acaricia las calles. Y ¡zas!, la gotita sobre mi recién peinado cabello con fijador. O, en otras ocasiones, sobre la nariz. Y, también pasó (gota impertinente), en un ojo. Todavía no usaba gafas, pero, de un modo inexplicable, me ha sucedido tantas veces, que no falta, en un día veraniego, la gota atrevida que hoy empañe una de mis lentes.
Si las del escritor italiano suben, las que a mí me asedian, bajan. Como si se tratara de una conjura, alguna suerte de embrujamiento, una chanza de la naturaleza. Después de haber llovido, al mucho rato de haber escampado, si salgo a caminar, no falta la gota sobre mi antebrazo, en el cuello, en la manga de la camisa. Y, claro, la que se burla de mi miopía cuando salta a los anteojos, como si fuera una súbita catarata.
A veces imagino que se trata de la repetición de una tortura china, de la que, quizá, en otras existencias, como dicen los “reencarnadores”, fui una víctima. Se sabe de este método infernal, lento, preciso para enloquecer, que los antiguos chinos utilizaban para cobrar una venganza o infligir un castigo a sus enemigos. Una gota que cae, sin afanes, sobre la frente, puede causar una conmoción interior. Y, si se quiere, hasta perforar el cráneo. Si es capaz de horadar piedras, por qué no una cabeza humana.
Esa manera del martirio, una gota por ejemplo cada cinco segundos sobre la frente, debe ser uno de los más desoladores modos del sadismo inventados por el hombre. Un tipo amarrado, sin poder esquivar esa pequeñez que se le viene encima y que cada vez puede verse como un ariete, o un punzón, o quizá como un arpón, puede enloquecer al poco tiempo de estar padeciendo esa repetición. Y cuando la sed lo ataque, ya el sufrimiento será de espanto.
Digo, entonces, que esa persecución de las gotas de agua pueden ser la reanudación de una antigua condena de la que, tal vez, pude escapar indemne quién sabe por qué avatares, o porque, es probable, que estuviera escrito en el libro del destino que así fuera, para que algún día pudiera escribir sobre lo que puede parecer una insignificancia: una gota de agua.
Una gota de agua tiene, quién lo duda, un encanto especial. Si está en una rosa o en otra flor, a punto de lanzarse al vacío, es una presencia inquietante y plena de belleza. O la que rueda por el ventanal, “mientras pega la llovizna en el cristal”, como suena en un tango. O aquella que se cuelga de un alambre de energía y después se precipita al vacío, como un trapecista suicida. Sí, tienen su gracia. Pero la que cae intempestiva sobre mí cuando trasiego por la acera, es una expresión del malestar.
Cortázar tiene un breve poema en prosa, Aplastamiento de las gotas, (está en Historias de Cronopios y de Famas) en el que hay gotas que se aferran a una superficie para no caer, se agarran con las uñas y las ganas para no precipitarse contra el mármol. Puede ser que las que me persiguen, están así, como si estuvieran en un esfuerzo último por no estrellarse contra el piso y, apenas me ven pasar, se descuelgan. Porque, si bien se desintegran con el golpe, les queda la satisfacción de que causaron una inolvidable molestia en un ojo o en la coronilla.
Hay un vals de exquisito preciosismo, con letra de Homero Manzi y música de Félix Lipesker, llamado Gota de lluvia, que en un verso canta: “En la gota de lluvia que recogió una flor”. Es otra la circunstancia. Las que a mí me atacan con su sutileza molesta y burlona, son otro cuento. Tienen mala intención. Parecen haberse puesto de acuerdo para un ataque, pero no colectivo sino de a una. Y, sobre todo, con el ingrediente de lo inesperado.
Se dirá que una gota que asciende una escalera es una especie de absurdo aterrador, y que nada comparable con un goteo de un lavamanos en las noches o de una canilla de poceta. O con la gotera que la lluvia abrió en el entejado y que cae sobre una palangana de emergencia o en un balde en la oscuridad nocturna.
La gota que me ataca puede ser gorda, o flaca, o tal vez alargada, quizá esférica, quién sabe. Pero se avienta con saña y, seguro, luciendo una sonrisita burlona.
¡Ah!, en el cuento de Buzzati, la gota solo sube por las noches, circunstancia que aviva los temores y desata la especulación aprensiva. Desaparece en el día. Las que a mí me asedian con sevicia y a mansalva no tienen reloj. Pueden, sin horario ni calendario, desprenderse de un árbol, de un transformador de energía y, por qué no, de alguna estrella fugaz.