Soy un hombre miedoso y no me da pena decirlo. Me dan miedo las alturas, los espacios cerrados y las inyecciones. También me da miedo hablar en público y viajar en avión.
Así les cause risa, le tengo miedo a la electricidad, a los casos de factorización, a las moscas y a la pólvora. Ni qué decir de la sirena de una ambulancia o una llamada a media noche.
Pero esperen, hay más miedos, como el miedo a perder la memoria y no acordarme de las primeras palabras que dije (mamá, televisor, balón, iglesia, música), ni de los primeros pasos que di en el jardín de mi casa.
Tengo miedo de que mis amigos se vayan lejos, muy lejos. También le tengo miedo al día en que no pueda abrazar a mi mamá, a mi hermano, a mis primos, tíos y abuelos, así como al momento en que deje de amar a alguien, con sus virtudes y defectos.
No quiero saber cuándo mi vida se quedará en puntos suspensivos, porque, les soy sincero, de solo saberlo me daría tanto miedo como irme de este mundo sin haber hecho algo que valga la pena.
Pero si hay algo que me cause miedo, absoluto miedo, son algunas personas que juran no tenerle miedo a nada, ni siquiera a la muerte. Algunas de esas personas, arrogantes y ruidosas, han cometido las mayores atrocidades de las que se tenga noticia, como el Holocausto, el genocidio de Ruanda, el atentado en Niza, etcétera, etcétera.
En Colombia también hay personas así y ningún miedo les daría continuar con esta guerra nefasta que tanta sangre nos ha hecho derramar. A esas personas sí que les tengo miedo, mucho.