“En tiempos donde el cinismo se disfraza de audacia, Paloma representa algo revolucionario: la coherencia.”
Hay nombres que cargan historia, otros que evocan ternura. El suyo, en cambio, es un acto de coraje. Paloma Valencia es una paradoja que solo entiende el tiempo: la paz con la furia, la templanza con la batalla, la poesía con la espada.
Conocí a Paloma Valencia cuando mi idea de servirle a Colombia era apenas un impulso desordenado, un fuego sin forma. Fue ella quien le dio contorno a ese anhelo, quien me enseñó que la vocación no es un destino, sino una decisión diaria. Fue en los pasillos del Congreso, entre papeles, discursos y luchas que no siempre salían en las noticias, donde aprendí que la política podía ser algo distinto a lo que siempre me habían dicho: no solo un campo de batalla, sino también un oficio hecho con ideas, con rigor, con amor por una patria rota que aún vale la pena intentar salvar.
Con ella aprendí que la política no es un juego de ambiciones, sino el arte noble —y casi extinto— de defender las ideas hasta con la vida si es preciso. Que el verbo es trinchera y la palabra, si es justa y bien dicha, puede salvar una Nación entera del abismo. Desde entonces —y me honra poder decirlo— he caminado cerca de ella. He visto su fuerza y su ternura, su elocuencia y su terquedad, esa que molesta tanto a sus enemigos porque no cede ni por conveniencia ni por miedo. He sido testigo de cómo, aun cuando es más fácil callar o acomodarse, Paloma decide alzar la voz, incomodar, resistir.
Muchos no lo saben, o prefieren no decirlo, pero fue en gran parte gracias a ella —a su persistencia, a su agudeza, a su valentía— que el Senado le cerró la puerta a la constituyente disfrazada de consulta populista que promovía Gustavo Petro; victoria que resonó como un campanazo de alerta ante un país adormecido. En medio de una Nación donde tantos se doblegan ante el poder, Paloma sostuvo con firmeza el orden constitucional. No lo hizo por cálculo ni por estrategia: lo hizo por convicción. Porque sabe que las reglas no se cambian para contentar al tirano de turno, sino para proteger a quienes no tienen otra defensa que la ley.
Paloma ha sido para mí más que una guía. Ha sido el espejo en el que he querido mirarme cuando las convicciones flaquean. La mujer que, sin alardes, convirtió el deber patriótico en una forma de poesía. Quien me enseñó que no hay futuro sin memoria, ni libertad sin resistencia. En tiempos donde las mayorías se compran al mejor postor, ella se ha mantenido firme, aún sola. Y esa soledad, que a tantos los doblega, a ella la convierte en faro. En la orilla más oscura de la política colombiana, Paloma brilla. Y su luz —de palabra valiente, de discurso que incendia conciencias— nos recuerda que aún hay esperanza.
No todo el país la conoce aún. Pero quienes la conocemos, quienes hemos crecido políticamente bajo su ejemplo, sabemos que en su liderazgo hay una Colombia posible. Una donde no todo vale, donde se gobierna con decencia, donde las ideas no se cambian por conveniencia y donde la juventud tiene una voz que no necesita gritar para hacerse oír. Yo no sé si Colombia merezca una mujer así. Lo que sí sé es que quienes la seguimos con devoción, lo hacemos porque en su causa vemos la nuestra. Porque si hay futuro, será con su ejemplo. Porque si hay patria, será gracias a quienes, como ella, se niegan a entregarla.
Durante años las barajé en silencio, aprendiendo de ella cada jugada, cada gesto. Pero hoy, cuando el país se juega su destino, soy yo quien abre las cartas sobre la mesa. Y en la mía, siempre ha estado su nombre. Mi voto es por ella. Porque no me interesa el cálculo de quién suma más alianzas, sino quién representa mejor las causas en las que creo. Porque en tiempos de confusión, su claridad moral es brújula. Porque he tenido el privilegio de aprender a su lado y no me cabe duda: Colombia necesita una mujer como Paloma Valencia.
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