“ El mérito sin justicia es solo un privilegio disfrazado” – Pierre Bourdieu
La meritocracia, en su concepción más idealista, se presenta como la panacea de las sociedades modernas, un principio que asegura que el esfuerzo y el talento sean los pilares sobre los cuales se erige él éxito individual. Este concepto, que ha dominado el pensamiento político y social desde la Revolución Francesa hasta nuestros días, sostiene que cualquier persona puede alcanzar la cima si posee las capacidades necesarias y trabaja arduamente para ello. Sin embargo, al mirar con una mirada crítica las estructuras sociales que lo sustentan, es imposible ignorar la disonancia que existe entre el ideal y la realidad: un sistem que, lejos de distribuir oportunidades de manera equitativa, perpetúa las desigualdades, desplazando a aquellos que no nacen con las mismas ventajas.
Este fenómeno no es nuevo. Autores como Michael Young, en su obra The Rise of the Meritocracy, nos advierten sobre los peligros inherentes a un sistema basado exclusivamente en el mérito. Young, aunque no rechaza la importancia del mérito, señala cómo esta concepción ha sido utilizada para legitimar las diferencias sociales, transformando la “igualdad de oportunidades” en una falacia. Según Young, lo que comenzó como una promesa de equidad se ha convertido en una herramienta de justificación de las desigualdades existentes, al convertir en una responsabilidad individual lo que en realidad es una consecuencia de la estructura social. En este sentido, la meritocracia no solo es un concepto inalcanzable para muchos, sino que actúa como un sistema de clasificación que, al ocultar las verdaderas causas de la desigualdad, la perpetúa.
La crítica al sistema meritocrático también ha sido desarrollada por sociólogos contemporáneos como Richard Sennett, quien en su obra The Culture of the New Capitalism señala que el actual sistema de meritocracia, sobre todo en el contexto neoliberal, se ha convertido en un instrumento que intensifica la competencia y la fragmentación social. Sennett argumenta que, en lugar de generar igualdad, este sistema favorece a aquellos que ya cuentan con el capital cultural, social y económico necesario para acceder a las mismas oportunidades. En otras palabras, el “mérito” se convierte en un atributo de los ya privilegiados, mientras que quienes provienen de contextos más desfavorecidos se ven atrapados en un círculo vicioso de exclusión y pobreza.
El mérito, entonces, no es un concepto neutral. Está impregnado de poder. Y este poder no se distribuye de manera equitativa. La desigualdad estructural y económica sigue siendo un obstáculo para sus esfuerzos y capacidades. El sistema educativo, en lugar de ser una plataforma de ascenso, actúa en ocasiones como un filtro que mantiene a las clases sociales bajas en un estado de estancamiento. Esto se debe, en parte, a las disparidades en el acceso a una educación de calidad, la cual sigue estando fuertemente vinculada a los recursos económicos y sociales de los individuos.
La meritocracia, tal como la vivimos,no es más que un mecanismo para enmascarar la perpetuación de un orden social profundamente desigual. Como afirma el filósofo John Rawls en Teoría de la Justicia, la justicia no puede medirse únicamente por la distribución del mérito, sin un sistema de justicia que lo respalde, se convierte en un criterio superficial, que no tiene en cuenta las diferencias preexistentes que afectan la posibilidad de acceder a esa igualdad de oportunidades.
Es cierto que el mérito, en su versión más pura, tiene el potencial de ser un motor de desarrollo y progreso. Pero este potencial se desvanece cuando se pone al servicio de un sistema que no reconoce las desventajas inherentes a las posiciones sociales. En lugar de celebrar el mérito como una conquista individual, deberíamos enfocarnos en crear una sociedad que garantice una verdadera igualdad de oportunidades, donde el esfuerzo personal no se vea anulado por factores externos que escapan al control del individuo.
La verdadera justicia, entonces, radica no en premiar a los más capaces, sino en construir una sociedad que permita que todos, independientemente de su origen, puedan competir en igualdad de condiciones. La meritocracia debe ser entendida como un proceso que, lejos de ser un fin en sí mismo, se subordine a un principio superior: la justicia social. De lo contrario, mientras las voces de los más desfavorecidos permanecerán silenciadas en una melodía incompleta.
Para alcanzar una sociedad verdaderamente meritocrática, es necesario ir más allá de las personas vacías de igualdad de oportunidades y enfrentarnos a las estructuras que perpetúan la desigualdad. Solo cuando logremos transformar estas estructuras y garantizar un acceso equitativo a los recursos y oportunidades, podremos afirmar que el mérito ha dejado de ser una ilusión para convertirse en una realidad tangible para todos. Y solo entonces podremos escuchar una melodía donde todas las voces, sin excepción, tengan su espacio.
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