La muerte de Carlos S. Menem ha sido el disparador para arrojar una nueva mirada sobre su gobierno, su gravosa herencia y también, sobre el proyecto neoliberal en sus sucesivas re-encarnaciones. La mirada complaciente del sicariato mediático y de los políticos de la derecha es harto elocuente: se fue de este mundo uno de ellos y me atrevería a decir que el más apreciado. Porque en el nefasto trío que integrara junto José A. Martínez de Hoz y Mauricio Macri el riojano es, de lejos, la pieza más valiosa en las huestes del neoliberalismo. El ministro de la dictadura genocida era tropa propia, igual que el corrupto ex presidente-empresario. En cambio Menem tenía a su favor una plusvalía política de incalculable valor: era un converso, un hombre que se despojó de atávicos “prejuicios populistas” y se redimió al descubrir las bondades y las verdades que venía pregonando infructuosamente durante décadas Álvaro Alsogaray, partícipe en la ceremonia fundacional del neoliberalismo en Mont Pelerin, Suiza, en 1947. La apostasía de Menem, su inesperada conversión, lo rodeó de un aura que, con certero instinto, las clases dominantes y sus voceros identificaron y valoraron de inmediato. En pocas palabras, Menem traicionó su identidad política y, al hacerlo, pervirtió la del peronismo (del cual era su jefe supremo) cuando se arrojó en brazos de la clase dominante para concretar una refundación reaccionaria del capitalismo argentino, algo que se hallaba en las antípodas de lo ofrecido a sus votantes y lo que se esperaba de un candidato peronista. Su deserción fue interpretada por la derecha y sus tentáculos mediáticos como el tardío, pero aún así positivo, reconocimiento de los insanables errores y desaciertos de las banderas históricas no sólo del peronismo sino de todas las fuerzas de izquierda y la confirmación de la validez de la receta neoliberal. Esta bancarrota intelectual y política del “populismo” -que al principio Menem pretendía representar con su estrafalaria imagen remedando la del honorable Facundo Quiroga- y junto a aquél las diversas formas del “estatismo” eran la resignada confesión de una derrota. Una capitulación en toda la línea que abrió la puerta a una legión de oportunistas y mercaderes de la política que arrojaron por la borda sus antiguas convicciones y se subieron sin el menor pudor al “menemóvil” y acompañaron con renovado entusiasmo al reconvertido líder del “movimiento nacional” durante toda una década. Esta formidable mutación política tuvo lugar, no por casualidad, en un clima histórico en donde resonaban con fuerza los himnos triunfales del neoconservadorismo de los años ochentas, en Estados Unidos con Ronald Reagan y el Reino Unido con Margaret Thatcher. La caída del Muro de Berlín, a pocos meses de iniciar su mandato y luego la desintegración de la Unión Soviética, parecían darle la razón al riojano y sus nuevos referentes intelectuales, aunque luego la historia desmentiría de forma impiadosa esas ilusiones.
Sería ocioso detenerse en la descripción de la personalidad del difunto. Otros lo han hecho con lujo de detalles y poco podemos agregar por nuestra cuenta. Bástenos señalar que su inescrupulosidad no conocía límites, y sus principios morales tenían la laxitud de las de un niño de 4 o 5 años de edad. Este rasgo, más frecuente de lo que se piensa en nuestra dirigencia, se combinaba en el caso de Menem con una indiscutible habilidad política, sus notables dotes de demagogo, un inusual “olfato” para percibir por donde transcurrían las corrientes del poder dentro y fuera de la Argentina y una férrea, indeclinable, voluntad de dominio digna de mejores causas. Gobernó con mano firme desde el primero hasta el último día de su mandato, durante casi diez años y medio. La mayoría de los gobernantes padecen la fatiga y el desgaste que produce el poder. Para Menem, en cambio, éste era una droga que potenciaba su hiperactivismo y paralizaba a sus rivales. La famosa teoría de los politólogos estadounidenses, a saber: que un presidente en su segundo mandato y sin re-elección a la vista se convierte en un “pato rengo” jamás fue aplicable al caso del riojano.
Pero ese excepcional talento político se usó para el mal. Su gobierno fue una verdadera tragedia para la Argentina y sus nefastos legados nos acompañan hasta el día de hoy. Fue el remate de la tarea que la dictadura genocida no pudo llevar a término. Para salir al cruce a eventuales objeciones a esta tesis (o a absurdas acusaciones de “gorilismo”) remito a mis lectores nada menos que a un texto de José A. Martínez de Hoz, quien en un libro titulado Quince años después sostuvo con satisfacción que el menemismo estaba aplicando el programa que el ex ministro de la dictadura enunciara en su célebre discurso programático del 2 de abril de1976.[1] En esa obra señala que la “desestatización, desregulación y apertura de la economía, además de la estabilización, fueron adoptadas por el gobierno a fines de marzo de 1976 en medio de una de las situaciones más difíciles de nuestra historia” …. sólo que “su realización quedó trunca por la resistencia al cambio en diversos sectores clave.”(p. 7) Pero hubo una segunda chance, y ésta la aportó el gobierno de Menem, porque “hoy –asegura Martínez de Hoz en 1991- en contraste con 1976, la mayor parte de los principios y orientaciones de gobierno que propusimos, aplicamos o intentamos poner en ejecución, han sido adoptados y están siendo reclamados en forma generalizada tanto en el mundo como en nuestro país.” (p. 9) Esta postrera victoria del proyecto neoliberal fue posible, reconoce, gracias al “grado de autoridad política que tiene el presidente Menem al impulsar el cambio desde el propio Partido Justicialista y con los votos de gran parte de la población independiente. (p. 246).
Los nefastos resultados de ese plan de gobierno son de sobras conocidos y, en nuestro caso particular, fueron anticipados en un artículo que publicáramos en Página/12 el 28 de Junio de 1989, días antes de que Menem asumiera la presidencia el 8 de Julio de ese mismo año. En ese breve escrito advertíamos que la redefinición de las alianzas políticas urdidas por el riojano después de su victoria en las elecciones del 14 de mayo tuvo la virtud de revelar el secreto profundo de la hasta entonces enigmática “revolución productiva.” Esta resultó ser no otra cosa que el acto de “entregar a las hábiles y rápidas manos de la gran burguesía argentina los negocios del país, encuadrando a los distintos sectores sociales en sus estructuras corporativas (es decir, la CGT y el PJ) que sirven como instancias de mediación, desmovilización y control desde arriba.” Y más adelante se concluía que en esta coalición de neto corte neoconservador … se sintetizan dos elementos: una base popular y una hegemonía burguesa” y que el resultado de la malversación del mandato electoral realizado por Menem será enriquecer a los ricos y empobrecer a los pobres, exasperando las contradicciones sociales y debilitando la legitimidad del orden democrático.”
Los hechos confirmaron la validez de ese temprano pronóstico. En un largo ensayo escrito tres años más tarde, en 1992, se argumentaba que los mayores beneficiarios del neoliberalismo “cuentan con un respaldo político que ni siquiera se atrevían a soñar hasta hace tres años. En efecto, la inesperada conversión del Presidente Menem en un nuevo cruzado neoliberal –elegido por la ciudadanía para ejecutar un programa que era exactamente lo opuesto al que se está aplicando- y al acendrado «verticalismo» de nuestra tradición política obró el milagro de transformar al peronismo sindical y político en un robusto retoño del thatcherismo vernáculo haciendo posible que la ortodoxia neoliberal fuese impulsada nada menos que por los díscolos herederos de Juan Perón, cuya extraordinaria popularidad no se basaba precisamente en el fervor con que adhería a los preceptos del neoliberalismo o la economía neoclásica. [2] Como si lo anterior fuese poco, el actual ensayo del neoliberalismo cuenta a su vez con el decidido apoyo de los Estados Unidos y la así llamada ‘comunidad internacional de negocios’. La concentración del poder en manos del presidente tiene pocos precedentes en la historia: el Parlamento ha cedido a prácticamente todos sus reclamos, delegando importantes facultades constitucionales en el Ejecutivo y la Presidencia provisional del Senado recae en manos del hermano del presidente, Eduardo Menem. El Poder Judicial ha honrado su nefasta tradición, y se limita a convalidar todo lo actuado por el Ejecutivo y está presidida por Julio Nazareno, un ignoto abogado que tenía la envidiable virtud de ser socio del buffet que los hermanos Menem tenían en La Rioja.”
Es decir que a la cabeza de los tres poderes del estado nacional se encontraban los tres socios del buffet riojano, aberración antirrepublicana digna de figurar en el libro Guiness de records mundiales y que, sin embargo, no suscitó las críticas de los sedicentes defensores de la “república” que hoy día fustigan con encendido furor al gobierno del Frente de Todos por su supuesta violación de los principios republicanos. Aquella anomalía menemista hizo que la Corte Suprema resolviera en diez minutos el cúmulo de complejísimos problemas éticos, jurídicos y contables que impugnaban la privatización de Aerolíneas Argentinas, concediéndole –como no podía ser de otro modo– la razón al Gobierno. Con una Corte Suprema y un Poder Judicial reformateados por Menem los numerosos actos de corrupción y violaciones de la legalidad –incluyendo numerosos crímenes, los dos grandes atentados, estafas varias, etcétera- que jalonaron su década en el gobierno quedaron a salvo de cualquier ataque legal. Por último, el riojano contaba también con la opinión favorable de los grandes medios de comunicación de masas, que salvo algunas recalcitrantes excepciones se plegaron con su conocida mezcla de oportunismo y obsecuencia al credo y los intereses de los nuevos amos. Ya volveremos sobre estos temas.
“La Argentina de Menem” –concluía aquel ensayo- “se ha convertido en un inmenso laboratorio económico y social. En efecto, son pocos los países en el mundo que, en tan breve lapso, experimentaron un conjunto tan abigarrado de malignas modificaciones destinadas a ejercer una influencia tan rotunda como duradera. Rasgo propio de una sociedad civil ‘adolescente’ e inmadura, los argentinos ‑‑o, al menos, una buena parte de ellos‑‑ han consentido con su voto que el gobierno y las clases dirigentes se hayan embarcado en la tarea de destruir la obra de dos generaciones desmantelando -con procedimientos corruptos- un conjunto de instituciones y normas que habían tenido vigencia durante medio siglo y que pretendían asegurar un módico bienestar público y el goce de ciertos derechos fundamentales a los sectores populares. Quienes antes profesaban una ‘estadolatría’ tan dogmática como ingenua, reaparecen ahora convertidos en fanáticos creyentes en la magia del mercado.»
Por consiguiente, Menem condujo este país al desastre, aunque hay que reconocer que para ello contó con la invaluable colaboración de la Alianza, aquel nefasto cogobierno radical-frepasista que precipitó el estallido social del 2001-2002. No olvidemos que ambos gobiernos tuvieron como mentor económico a Domingo F. Cavallo, un energúmeno al servicio de los poderes económicos concentrados que hizo pasar sus delirios y alucinaciones como si fueran sensatas recetas de política económica. Engañó a casi todo el país, benefició como pocos a los monopolios y al capital extranjero y como el flautista de Hamelín condujo a los aturdidos y confundidos habitantes de la Argentina al abismo. En 1982, como presidente del Banco Central en los tramos finales de la dictadura genocida, demostró sus inclinaciones izquierdistas al «socializar» la deuda externa contraída por empresas privadas y las convirtió en una carga pública. La larga década del menemato estuvo signada por una serie interminable de decisiones que terminaron por hacer de la Argentina un país mucho más injusto, desigual, vulnerable y corrupto. La política menemista de “relaciones carnales” con Estados Unidos involucró a nuestro país en las guerras del imperio en Medio Oriente, y lo pagamos con dos grandes atentados (la embajada de Israel y la sede de la AMIA) y una obscena subordinación a los mandatos de Washington. Producto de ello, entre tantas otras cosas que sería interminable de enumerar, es que cuando la Casa Blanca lo ordenó se puso fin al programa misilístico “Cóndor” destinado a posibilitar el lanzamiento al espacio de satélites artificiales para fines pacíficos sin tener que solicitar permiso e instalaciones apropiadas al gobierno de Estados Unidos. A cambio de tanta obsecuencia, del abandono de cualquier pretensión de autodeterminación nacional y contrariamente a lo que se decía para justificar tanta humillación, la Argentina no recibió nada. Me corrijo: sí, unas palmaditas en la espalda de George H. W. Bush padre durante sus visitas (1990 y 1999) a la Argentina.
En el frente interno basta con recordar las fatídicas leyes de Reforma del Estado y de Emergencia Económica que abrieron las puertas a las privatizaciones, la desregulación, la liberalización y toda suerte de medidas del catecismo neoliberal que originaron un sinfín de calamidades: la desindustrialización, el cierre de miles de empresas, el desempleo, la precarización laboral y el vertiginoso aumento de la pobreza y la desigualdad social. La destrucción de la educación y la salud públicas fue otro de los «logros» del menemismo, al igual que el deliberado deterioro de las capacidades científicas y tecnológicas del país. Recordemos que, para su eterno deshonor, Cavallo fue quien le dijo a los científicos del Conicet «que se vayan a lavar platos.» Todos estos flagelos, y muchos más que sería largo reseñar aquí, recién tropezarían con una fuerte resistencia popular a partir de los gravísimos incidentes ocurridos en Santiago del Estero, el 16 y 17 de diciembre de 1993 (el “santiagueñazo”) cuando una revuelta popular de empleados públicos que sufrían un retraso de tres meses en el pago de sus sueldos incendió la sede del Gobierno Provincial y atacó la Legislatura, la sede del Poder Judicial de la provincia y numerosas oficinas públicas y las casas de algunos dirigentes políticos cómplices o responsables de esta situación. No obstante, la consolidación de los movimientos piqueteros como actores sociales y políticos tendría lugar recién en junio de 1996, en Cutral-Có, cuando trabajadores petroleros despedidos por la privatización de YPF salieron a las calle y cortaron las rutas que comunicaban a ese pequeña ciudad con otras de la provincia de Neuquén. Durante todo el primer sexenio de Menem la CGT se limitó, hipócritamente, a expresar su preocupación por la suerte de los trabajadores pero nada más, sin ninguna acción efectiva que les procurase algún auxilio. En los hechos sus dirigentes fueron comprados por el menemismo para contener la protesta social y, de paso, enriquecerse.
Debe ser motivo de reflexión el hecho de que las castigadas clases populares demoraron más de seis años en desembarazarse del espeso velo ideológico que acompañó al proyecto menemista: el fetichismo de la “Convertibilidad” y los efectos alienantes del consumismo. Éste, en términos reales, sólo estaba al alcance de las capas medias y altas de la sociedad pero sus impactos sobre el imaginario popular fue impresionante. El grueso de la población, golpeada brutalmente por la crisis económica, consumía vicariamente recorriendo shoppings y viendo en brillantes escaparates bienes inaccesibles para sus bolsillos mientras que los beneficiarios del “modelo” los consumían de verdad. Esta notable alienación penetró capilarmente hasta las profundidades del alma popular, deslumbrada por la engañosa estabilidad de la moneda –comprensible en un país con una desastrosa historia de inflación crónica- y aturdida además por la artillería mediática que sostenía el discurso ideológico del menemismo. El resultado fue el auge del individualismo; el rechazo a cualquier estrategia colectiva de reforma social; la desmovilización de una población que huía de una desprestigiada vida política banalizada y “farandulizada”, convertida en un embrutecedor espectáculo que, por eso mismo, estimulaba el quietismo y la pasividad, salvo contadas irrupciones de activismo como el ya mencionado “santiagueñazo.” La crisis del Tequila, en 1995, afectó a la economía mundial y produjo, en estas latitudes, un súbito y violento despertar en las clases y capas populares, poniendo en marcha un proceso que a la larga terminaría por desalojar de la Casa Rosada a los herederos del menemismo en la elección presidencial de 1999. Pero la obra destructiva del menemismo ya se había extendido por seis años. Y no es un dato menor que en la elección presidencial de 1995, cuando todas estas desgracias ya habían ocurrido, Menem se impuso de forma aún más terminante que en 1989, orillando el cincuenta por ciento de los votos válidos. Esto nos obliga a reflexionar sobre el desfasaje que existe entre el movimiento de lo real y la autoconciencia que los actores sociales se forman sobre aquél. La crisis era real en el reino de la economía, pero demoró unos años en hacerse carne en la conciencia de las clases y capas populares. Conclusión: no hay linealidad alguna en la relación entre una y otra.
En otro orden de cosas el indulto a los genocidas y la acelerada degradación de nuestra vida institucional también contribuyen para que el balance de la gestión de Menem sea muy negativo. Si hubiera que fijar un período para identificar en la línea del tiempo el rápido avance de la corrupción del poder judicial aquél se localizaría, indudablemente, durante el gobierno de Menem. La famosa “servilleta de Corach” identificando sin tapujos a jueces federales sometidos a los caprichos de la Casa Rosada; las trabas interpuestas para los avances en el juicio y castigo a los culpables del genocidio y los turbios manejos de las privatizaciones marcan un antes y un después en el proceso de putrefacción de la justicia argentina, misma que llegó a niveles nauseabundos durante la gestión de Mauricio Macri. Las consecuencias todavía las estamos pagando y urge que el actual gobierno de Alberto Fernández tome el asunto en sus manos porque, contrariamente a lo que se escucha en las esferas oficiales, el Poder Judicial -y sobre todo la Justicia Federal- tal como las conocemos son absolutamente incapaces de autodepurarse, de recrearse, de resurgir redimidas de sus infamias. Libradas a su arbitrio son incorregibles, enfermas terminales que en su agonía arrastran a la democracia argentina hacia su vaciamiento, preludio de un imperdonable resurgimiento autoritario.
A Menem también le debemos el haber dado un impulso fenomenal al proceso de concentración en los medios de comunicación y la acelerada expansión de gigantescos conglomerados multimediáticos. La cesión de Canal Trece, hasta entonces estatal, al Grupo Clarín fue una de las primeras medidas que tomó en su gobierno y el principio de una infeliz y extensa secuencia de medidas legislativas y decisiones administrativas que favorecieron la gestación de dos enormes oligopolios mediáticos que controlan no sólo los medios de comunicación tradicionales sino también la televisión de aire y por cable, radios am y fm, gran parte de la telefonía celular y el acceso a internet, aparte de otras “menudencias”. En síntesis: durante su presidencia Menem facilitó la conformación de dos de las principales amenazas que hoy se ciernen sobre nuestra atribulada democracia. Un Poder Judicial, y en especial una Justicia Federal, corrupta hasta la médula y al servicio de las clases dominantes y enemiga de las causas populares. Y un sistema de medios prácticamente monolítico y, por eso mismo, incompatible con el pluralismo informativo que requiere el funcionamiento de un régimen democrático. Cuando hoy hablamos en la Argentina de los estragos que hacen el lawfare, las fake news, los blindajes mediáticos y las “pos-verdades” del sicariato mediático deberíamos decir, como lo hacía la propaganda menemista para la campaña electoral de 1995, que “Menem lo hizo”. Ciertamente, fue el difunto ex presidente el perverso aprendiz de brujo que conjuró unos monstruos que luego ni él ni sus sucesores demostraron estar en condiciones de poder controlar. Pero que es imperativo e impostergable que sean sometidos a un control democrático.
Lo anterior es apenas un recordatorio sucinto e incompleto del inmenso daño que el decenio menemista le hizo a la Argentina y a su pueblo. Como decíamos más arriba, sus legados nos atormentan todavía hoy y deberá librarse una muy larga lucha para deshacernos de ellos. Lucha que, hay que subrayarlo, sólo será victoriosa si reposa sobre una impetuosa movilización, organización y concientización de las clases y capas populares. La turbia herencia del menemismo, potenciada por el gobierno de Macri, no podrá ser disipada por el rodaje rutinario de las instituciones de la república, mal preparadas para enfrentar situaciones críticas. Conviene aquí recordar unas palabras del socialista utópico francés Charles Fourier: “no es con la moderación como se hacen grandes cosas.” En la Argentina actual es necesario hacer grandes cosas en el terreno de la justicia y los medios. La moderación que cultiva con esmero y buenas intenciones el gobierno de Alberto Fernández –con actitudes a veces rayanas en una cierta ingenuidad ante la catadura moral de sus implacables enemigos- es la ruta segura para que aquello que deba cambiarse sea imposible de cambiar.
[1] (Buenos Aires: Emecé Editores, 1991)
[2] “La pobreza de las naciones. La economía política del neoliberalismo en la Argentina”, ponencia presentado al seminario conjunto organizado por el Saint Antony’s College de Oxford y la University of London sobre el tema «Argentina: la experiencia del ajuste económico en un contexto democrático» (Oxford, Marzo de 1992)
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