Sentimos los golpes a la puerta del expedito secretario del Registro y al ver que no nos interrumpía murmuró: sus papeles están listos doctor. Ya puede pasar a firmarlos. El coronel me estrechó la mano con la mayor afabilidad, sonrió con tristeza y me dijo acercándose a mí: esa es la historia, Doctor. Que Dios lo acompañe.
Antonio Sánchez García @sangarccs
Abrazaba el sol, era hacia el mediodía y en La Asunción nada podía ser más agradecido que una oferta de sombra y ventilación. De modo que cuando el secretario del registrador subalterno ofreció pasarme al despacho de su jefe a esperar la culminación de mis papeleos, acepté sin titubearlo. El cuarto estaba en penumbras y sólo se oía el runruneo de las aspas del ventilador, gira que te gira, cerca del techo. Las persianas estaban bajadas y apenas se veían unas líneas de luz a través de las junturas.
Escuche una voz bajita, grave, que me saludaba con elegante cortesía. Sólo entonces reparé en que detrás del viejo escritorio junto al que me habían sentado sobresalía una cabeza canosa. ¿Prefiere que encienda la luz? – alcancé a escucharle. De todos modos, no le importunará, me dijo, oprimiendo un botón en la base de una lámpara de escritorio, de esas viejas, de cuello flexible. El cono de luz dejó ver su rostro rubicundo, sus chispeantes ojos profundamente azules, su tez blanca y sus rasgos finos y bien delineados. Recordé de inmediato una máscara mexicana, que un indiecito le ofreciera a mi mujer en Tepoztlán, mientras recorríamos el pueblo con unos amigos. No era una: eran dos máscaras. De madera pintada. Una representaba al diablo y estaba pintada mitad roja mitad negra. La otra, la rubicunda, de rulos dorados y tez rosada, representaba a un conquistador.
Todo me hizo recordar el paseo a Tepoztlán: el calor asfixiante, la atmósfera de tinieblas y frescor, las penumbras y el ventilador de techo. Y el señor registrador subalterno, al que sólo le faltaban los rizos para parecer un ángel venido de ultramar. Me sonría con franqueza. Sacudió la campanilla y cuando entró, diligente, el secretario, le ordenó una jarra de agua con hielo y dos vasos de vidrio. Nos habíamos simpatizado.
Vengo a registrar un apartamento que compré hace un par de años, le dije para abrir la conversación. En buena hora, me respondió. Los tiempos se están complicando. Los dos sabíamos de qué hablábamos. No hacía dos meses de los sucesos del 11 de abril y todo hacía presagiar tiempos peores. Tendrá que pagarlas según la ley de Dios, me dijo provisto de pronto de una extraña certeza. Es un pecador, un blasfemo y ofende a Nuestro Señor, dijo medio alterado. ¿Sabe en qué grave pecado ha incurrido? – me preguntó seguro de que yo no tendría la respuesta. ¡Apostasía! Afirmó, diciéndolo en voz baja pero fuerte, amenazante. Reniega de Dios y lo usa a su antojo, de manera demoníaca, abyecta. Merece ser excomulgado, concluyó.
Se hizo un silencio expectante, pues de pronto comprendí que si bien el registrador era un doctor en leyes, parecía saber más de asuntos religiosos que de litigios y diferendos penales. Se lo dije mientras bebíamos un vaso de agua fresca. Sacó una biblia de uno de los cajones de su escritorio y me lo corroboró: en mis ratos libres soy pastor protestante, Sr. Sánchez. Y agregó soltando una carcajada: pero no crea que no conozco el mundo. Soy casado y tengo varios hijos. ¿Todos protestantes? Le pregunté para animarlo a seguir la conversación. Pues no, sepa Usted. Teniendo plena conciencia de que la familia debe ser criada por la madre y siendo mi esposa de religión católica, le he entregado la plena potestad de criar a mis hijos según sus creencias. Todos mis hijos son profundamente católicos. Y muy observantes, recalcó no sin cierto orgullo.
¿Pero no cree Usted, doctor, que en vez de esperar a la justicia divina nuestros generales bien podrían haber resuelto los desgraciados sucesos del 11 de abril con mano más firme? Pues a mí me resulta insólito que luego de que el Estado Mayor y el Comandante del ejército lo hayan apresado, bastara la amenaza del general Baduel para reponerlo en el cargo haciendo como que aquí no ha pasado nada? Porque aquí ha pasado algo tremendamente grave y los altos mandos se lavan las manos de una manera olímpica. Ha habido dos decenas de asesinados, cientos de heridos y todo hace pensar que esto se enrumba hacia una dictadura a la cubana. ¿No lo cree así, doctor?
Mientras me servía otro vaso de agua observé que le temblaban las manos. De haber encendido la luz del despacho seguramente hubiera notado que su piel blanca se había enrojecido hasta la raíz. Disculpe que se lo diga en este tono un tanto subido, pero está Usted profundamente equivocado, Dr. Sánchez. Y sé de qué hablo, pues soy coronel de ejército, además de abogado, me dijo con un dejo de altanería. Y eso tampoco importaría tanto para el caso. Lo que importa verdaderamente es que mi hijo mayor también siguió la carrera de las armas y es general de ejército y desempeñó un importante papel en todos esos sucesos, me dijo como confesándome un secreto mayor.
¿Y me puede decir su nombre? – le pregunté un tanto avergonzado, sintiendo que en el cálido ambiente de confidencias había perdido el pulso y metido la pata. Desde luego que sí, me respondió de inmediato: es el comandante Vásquez Velasco.
Dado el giro de la conversación, se puso de pie y caminó hasta el interruptor, encendiendo una luz fluorescente, algo mortecina y titilante que puso fin a la calidez de la lamparita de escritorio, al ventilador de aspas y las celosías. Mire doctor, le seré franco. Mi hijo estuvo ese fin de semana en Porlamar. De civil, con sus jeans, una franela y una chaqueta deportiva, que no quería ser advertido y le urgía hablar conmigo. Las cosas están complicándose papá, y aquí puede producirse un encontronazo, me dijo en cuanto pudimos hablar a solas. Si este enfrentamiento continúa, nosotros no podemos masacrar a la gente. Y el gobierno puede que quiera precisamente eso, me dijo. Estaba profundamente preocupado. Y quería mi consejo.
¿Y Usted qué le dijo, coronel?
Sacó la biblia una vez más, ya ajada y desgastada por el uso, y la puso de un golpe sobre el escritorio frente a mis ojos. ¡Qué Dios te castigue si se derrama una sola gota de sangre por culpa tuya! Lo dijo sin violencia, pero con una convicción irrecusable. No era Dios, pero pudo haber sido su vicario el que hablaba. Sentí un estremecimiento. Vásquez Velasco no era el jefe de una brigada de enfermeras de Cristo o el delicado maestro de una secta de samaritanos. Era nada más y nada menos que el comandante en jefe de los ejércitos venezolanos, creados para ir a la guerra en caso necesario para defender nuestra integridad nacional y nuestra soberanía. El último de los herederos de Bolívar y los lanceros de Páez, formado en la Academia Militar escuchando las historias de la Guerra a Muerte. ¿Un comandante general atribulado por las admoniciones de un padre evangélico? ¿Un timorato enfrentado a Hugo Chávez, ergo, a Fidel Castro? ¿Un hijo de papá pastor a cargo de la sobrevivencia de la República?
Sentimos los golpes a la puerta del expedito secretario del Registro y al ver que no nos interrumpía murmuró: sus papeles están listos doctor. Ya puede pasar a firmarlos. Me estrechó la mano con la mayor afabilidad, sonrió con tristeza y me dijo acercándose a mí: esa es la historia. Doctor. Que Dios lo acompañe.
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