“Poseerse a sí mismo es tenerse (material y metafísicamente) con ánimo de gobernarse y, en suma, determinarse a actuar de acuerdo con las leyes de la propia voluntad guiado por la reflexión -que antecede a la acción- y asumiendo la responsabilidad sobre los actos”.
Hasta hace poco estuve, adrede, alejado de las discusiones de la vida política regional y nacional, pues el debate político se convirtió en un cúmulo de disputas superfluas, deseos exorbitantes, batallas pírricas por cosas intrascendentes, acaloradas discusiones de temas importantes por personas que no saben un carajo o “victorias sociales” que no son más que la intervención del Estado en asuntos en los que no debería entrar y menos a financiar -como la canasta básica cultural, o la nueva reforma que me dice dónde ahorrar para mi fondo de retiro-. En suma, estas discusiones son un exceso de Estado que, tal como advertía en este mismo medio la semana pasada, materializan el mayor peligro de la civilización: la estatificación de la vida; en otras palabras, podemos entender que necesitar al Estado en cualesquier circunstancia de la vida (privada y pública) es el síntoma del ocaso de nuestra civilización.
Hoy he vuelvo a virar mis ojos hacia ese análisis del espectro político del país y del mundo y me he encontrado con un panorama más desolador que antes, pues hay una característica particular en las personas que me llevan a concluir que occidente -como civilización- perdió su rumbo: estamos llenos de seres humanos incapaces de ser conscientes de su propia libertad y, por tanto, de comportarse conforme esa libertad dada. Cada vez son más, y los demagogos no desaprovechan la oportunidad para captar su vaga atención con promesas y juramentos cada vez más absurdos; y pretenden -en el fondo- llegar a controlar hasta el más mínimo detalle de la existencia de las personas, no solo en público sino en privado. Ahora ante cualquier problema la gente es incapaz de autogestionarse y debe recurrir a la supuesta protección del Estado, quien llega con su aparato burocrático y le consuela, recordándole que sin éste es un nadie, que ahora tiene a un amigo todopoderoso haciendo todo para prometerle un futuro mejor. Para colmo, ese amigo les incita a prohibir cuando algo no gusta; a regular precios cuando algo les parece costoso; que los alimenten cuando tienen hambre; que los calienten cuando tienen frío; y así con cada una de las necesidades humanas existentes, inexistentes o posibles. Toda la actitud del aparato burocrático y de los alienados que tanto lo desean son actitudes típicas de lo que Ortega llamó “Hombre-Masa”, caracterizado por la infantilización de la vida y la transmutación de su sentido, pues el Estado total es el fetiche los incapaces de gobernarse a sí mismos: que seamos dominados por otros o no ser autodeterminados (en palabras de Karol Wöjtyla, la autodeterminación está compuesta, en cierta forma, por la estructura de una persona basada en su autoposesión y autogobierno. Si puedo determinarme -dice Wöjtyla-, debo poseerme y gobernarme. Existe en esto una relación de mutualismo, ya que se explican e implican entre ambos conceptos).
La característica principal de estos seres alienados es la ausencia de autodeterminación y, por tanto, la ausencia de autogobierno, al cual podemos remontar su origen en el cuidado de sí planteado por Aristóteles en la Ética Nicomáquea; este concepto trata de resolver el origen del bien que el ser humano persigue o, en suma, se pregunta cómo nos hacemos buenos. El bien del ser humano -dice el estagirita- radica en realizar algo que le es propio de manera excelente y, esa mera actividad, lo convierte en el mejor ser humano posible. El gobierno de sí proviene del cuidado de sí porque convertirnos en el mejor ser humano posible requiere de la realización de algo que nos es eminentemente propio y, por tanto, no solo del conocimiento absoluto de nosotros mismos, sino -y aquí lo importante- de la capacidad absoluta de gobernarnos. Conocerse y gobernarse va más allá de la relación con la circunstancia inmediata -el cuerpo-, pues es el fruto de la interacción entre el ser intrínseco y extrínseco que encarna el propio deseo de convertirnos en el mejor ser humano posible. En otras palabras, diría Lévinas, el yo -pleno de autoconocimiento y autogobierno- tiene la identidad como contenido, y es un ser cuyo existir consiste, en efecto, en identificarse y recobrar su identidad a través de todo lo que hace y le acontece. Ese conocimiento de sí intencionado a convertirnos en el mejor ser humano posible, requiere de la capacidad de, en efecto, dirigirnos hacia esa intención; el sujeto, entonces, requiere de toda la capacidad psíquica y somática para ejecutar su deseo, lo cual está condicionado al gobierno de sí, a la potestad de decir: quiero, pero podría no querer; haría, pero podría no hacer; deseo, pero podría no desear, etc.
Al no ser autogobernados, tampoco se poseen a sí mismos y recurren a ser poseídos, gobernados y, en suma, determinados por el Estado. Cuando me autogobierno doy testimonio de que me poseo a mí mismo, es decir, doy fe de que la dirección de mis decisiones pasa por mi propia voluntad, cuyo requisito fundamental es, en efecto, el poder de disposición sobre mí. Si lo miramos en términos jurídicos, la posesión es un poder que tiene una persona sobre algo (cosa o posición) y que la manifiesta a través de actos con una intención particular. El Código Civil de Bello llama a la posesión “tenencia de una cosa determinada con ánimo de señor y dueño”, es decir, una tenencia con un deseo implícito: el de gobernar y disponer sobre la cosa sin la intervención u opinión de nadie más que sí mismo.
La autodeterminación antecede a la libertad. Pues además del autogobierno y la autoposesión, el ser libre requiere de tres adjetivos inexpugnables en su actuar: autonomía, reflexión y responsabilidad. La vida, en tanto humana, es razón y encuentro. Es razón, pues se vive -dice Kant- orientado a la representación de un bien supremo al que concebimos como la conjunción entre nuestra moralidad y nuestra felicidad; y es encuentro porque es en vida donde el ser humano logra desarrollar las dimensiones ética, práctica, afectiva y estimativa. Sin embargo, todo es un retorno a la razón, pues ésta es aquella que posibilita la orientación humana hacia funciones que le son propias: autonomía, reflexión y responsabilidad. El ser humano es autónomo (en teoría) pues está en la plena capacidad de usar la razón por sí mismo y, por tanto, manifestarla a través de la voluntad; es reflexivo porque su misma razón le permite emitir juicios sobre sus propias decisiones; y es responsable pues la razón lo reviste de la capacidad de reconocer y aceptar las consecuencias de un hecho realizado de manera autónoma, voluntaria y reflexiva, es decir, autodeterminada y, en suma, libre.
El humano, después de todo, vive en constante formación. Es, porque tiene una naturaleza concreta, pero no es un producto culminado o finalizado. La vida humana, en efecto, consiste en esa construcción de nosotros mismos a partir de la acción. Cuando analizamos la acción humana desde la experiencia, convergen dos aspectos relevantes: la intersubjetividad y la intra-subjetividad. Su convergencia no se reduce a una categorización absoluta de la relevancia de una sobre otra, por el contrario, lo importante de la acción está en la convergencia, pues la intersubjetividad se refiere al sujeto eidético (con la capacidad de tener conocimiento intuitivo), fáctico, corpóreo y trascendental (más allá de la evidencia sensorial); la intra-subjetividad es la relación del sujeto eidético consigo mismo. Esa relación -inter e intra subjetiva- convierte al ser humano en un centro existencial autodeterminado y delimitado, al cual sus acciones lo pueden llevar hacia adentro de sí o hacia afuera de sí; ese camino -hacia adentro o hacia afuera- es una disposición de sí mismo, que llega a su cumbre cuando la persona libre tiene la capacidad de abrirse en el otro y darse de forma gratuita o, en suma, de amar; y, en ese sentido, la libertad es una manifestación de la voluntad que permite incorporar toda la dinámica humana en una persona en concreto, es decir, donde toda decisión pasa por la voluntad, la reflexión y la responsabilidad.
Estas cinco características de la acción que concluyen en la autodeterminación y, posteriormente, en la libertad son condiciones inexpugnables de su ejercicio; es decir, que, por ejemplo, una acción autónoma y reflexiva no es, en sí misma, una acción libre, pues la libertad tiene inmerso un componente de responsabilidad; asimismo, una acción reflexiva y responsable no autónoma tampoco tiene la característica de una acción libre. Y es en esa concurrencia donde llegamos a una premisa fundamental: la persona no está aislada para sí y todos sus actos intrasubjetivos tienen consecuencias en el mundo. En cuanto no es un individuo solo debe reconocer a los demás, por lo que el ejercicio de su libertad tiene un adicionado en su componente de responsabilidad reconoce que no es ilimitada, pues su límite es el límite de la libertad ejercida por el otro. La persona es sujeto en las acciones que realiza; nunca será libre una persona si alguien distinto a sí mismo le indica la forma como debe vivir (en qué debe creer, qué debe laborar, dónde debe ahorrar el fruto de su trabajo).
Poseerse a sí mismo es tenerse (material y metafísicamente) con ánimo de gobernarse y, en suma, determinarse a actuar de acuerdo con las leyes de la propia voluntad -sui iuris, diría Santo Tomás de Aquino-, guiado por la reflexión -que antecede a la acción- y asumiendo la responsabilidad sobre los actos. Se comprende, entonces, la necesidad del “Hombre-Masa” de ser gobernado por otro: es incapaz de hacerse cargo de sí mismo (por tanto, no se posee) ni de actuar de manera autónoma; el peso de la reflexión de sus acciones le abruma y ni hablar de la asunción de la responsabilidad en el momento de afrontar las consecuencias de sus propias decisiones. Siempre será más fácil que se encargue otro: que me gobierne, me tenga, me dirija, reflexione por mí y, lo mejor, se haga cargo de lo que me pase. ¡Para eso está el Estado!.
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