“Como una máxima latina resuena en mi mente: Hágase el arte para que el mundo no perezca. Y en Nadal, el arte y el deporte se unieron para recordarnos que el mundo puede ser reinventado una y otra vez.”
Desde niño crecí escuchando relatos de héroes que salvan al mundo en situaciones límite, momentos que ponen en vilo la existencia, liberándonos del terror de algún ser malvado o de un gran desastre que amenaza con arrebatarnos incluso lo que no tenemos. Desde entonces, reconocía ya una realidad donde el mundo, después de ser “salvado”, seguía girando bajo el peso de las desgracias cotidianas que lo invaden: la desigualdad, la pobreza, el hambre y la guerra, desgracias que siguen invictas frente a todos, héroes o no. Intuí, desde niño, que la muerte del espíritu es el resultado inevitable de un sistema casi imposible de combatir; un sistema donde la búsqueda del tener devora la búsqueda por ser. Y esto, desde niño, me aterraba.
Al crecer, comprendí en carne viva y abierta que el terror del estruendo de una bomba, la violencia de un atraco, la paranoia de una amenaza y la persecución por ser quien eres son cosas de las cuales ningún héroe te va a rescatar. Frente a tan oscuro panorama pocas cosas logran sacarme de este embotellamiento que apoca el espíritu. En este vacío, entre lo que se nos promete como salvación y lo que realmente enfrentamos a diario, es donde el arte se erige como refugio. Mientras el mundo sigue girando, inmune a las narrativas de héroes, el arte ofrece una posibilidad de resistencia, experiencia, movimiento y cambio. No se trata de escapar de la realidad, sino de enfrentarse a ella con una mirada transformadora, capaz de dar sentido y belleza incluso en medio del caos y la destrucción.
De esta manera, entender el arte como experiencia ha sido la conclusión que he sacado de interminables discusiones y lecturas sobre su propósito y significado. Kant, Heidegger, Kafka, Wallace Zuleta, todos ellos –desde distintas perspectivas– han tratado de poner en palabras lo inconmensurable, ese estremecimiento que provoca escuchar el réquiem de Verdi en vivo, la punzada de una escena teatral o el estruendo de un golpe en un partido de tenis profesional.
Mucho se ha debatido sobre los medios, la técnica, los materiales; sobre el arte como expresión del espíritu universal, con sus arquetipos clásicos de la Grecia antigua o de la Europa renacentista. Pero, después de tanto, la conclusión que emerge para mí es: el arte es una experiencia vital, es la humanidad expresándose en el mundo y en la tierra. Es una forma de vida, de escucha, de diálogo; es resistencia frente a la muerte del espíritu.
Tenis como forma de arte en movimiento
Entre el arte y el tenis de campo hay muchos puntos de encuentro: la técnica, la estética y el espectáculo, que son para el espectador un encuentro consigo mismo a través de sus referentes. Pero el mayor punto en común entre el músico, el plástico, el poeta y el deportista es la persistencia al disputar cada punto, pincelada, acorde o verso con la máxima concentración y potencia posible. A diferencia de otros deportes donde en el top competitivo ni siquiera entran los otros jugadores de media o baja tabla, en el tenis siempre puede haber una sorpresa máxima, donde el jugador ranqueado en el puesto 30o- en un buen día- derrote a un top mundial. En cada partido, sin importar el contrincante, se necesita una constante intensidad y concentración en el juego, tal vez al nivel de una bailarina de ballet estelar interpretando a Odette y Odile, su antítesis, en la obra de Tchaikovsky, con la diferencia de que en el tenis no hay momentos en los que no estés en escena.
El mejor exponente de esta resistencia, potencia, pasión e intensidad tiene nombre- Rafael Nadal Parera. El español, incluso en sus últimos partidos y con el dolor de cientos de lesiones acumuladas durante años, disputa cada punto con la intensidad de un toro de encierro en Pamplona, enfrentando todo y a todos con una máxima entrega que representa una de las carreras más espléndidas en el universo del deporte. El tenis, junto a sus grandes exponentes Roger Federer, Rafael Nadal y Novak Djokovic, trasciende la técnica y se convierte en un acto de expresión de lo humano.
Desde los antiguos griegos, el arte ha sido entendido como el resultado de una técnica y se ha manifestado en formas tan diversas como la pintura, la escultura, la arquitectura, la poesía, el teatro y la música. Todas estas expresiones comparten categorías fundamentales, como lo bello, la forma, la creatividad, la imitación y la expresión estética. A partir de esta visión, podemos incluir el deporte, y en particular el tenis de campo, como una forma de arte; no solo por la soltura técnica que requiere, sino por su potencia como expresión simbólica, estética y dinámica. Este deporte tiene una capacidad única para conectar al sujeto —sea deportista o espectador— con experiencias profundas y universales cargadas de significado.
El tenis combina cualidades estéticas y narrativas que lo acercan al arte como experiencia en movimiento, los golpes de derecha, revés, smash, volea y drop shot pueden ser tan elegantes y fluidos que evocan una coreografía, especialmente en jugadores como Roger Federer, admirado no solo por su habilidad, sino por la belleza y suavidad de sus movimientos. La precisión en un revés, la gracia en una volea o el balance en un saque se asemejan a una danza cuidadosamente ejecutada. Además, el deporte requiere creatividad e improvisación en cada partido; los jugadores toman decisiones instantáneas y responden con soluciones únicas a las acciones de sus oponentes, tal como un músico en un Jam de Jazz. A esto se suma el dominio técnico y la búsqueda de perfección, en la que años de entrenamiento y dedicación producen el máximo nivel de precisión y habilidad, cualidades que resuenan con la disciplina y el esfuerzo que también caracterizan al arte.
Un partido de tenis cuenta además una historia de superación y determinación, una narrativa de intensidad emocional que atrapa y conecta al espectador, de manera similar a una obra teatral o una película. Momentos de tensión, el drama de cada punto y los cambios de ritmo del juego nos hablan de emociones humanas profundas y diversas. Cada tenista expresa también su propio estilo y personalidad, convirtiendo el juego en una forma de expresión individual. Así como el escritor David Foster Wallace veía en el tenis una experiencia religiosa, podemos entenderlo también como una experiencia artística en la que dedicación, esfuerzo, creatividad y pasión se combinan para reflejar los mismos valores de perseverancia y belleza que admiramos en las grandes obras de arte. ¿Qué tanta diferencia hay entre Joshua Bell y Rafael Nadal? ¿Por qué la dedicación con la pelota y la raqueta no puede tener la misma categoría que la dedicación con el pincel y el violín?.
Rafael Nadal: El Arte como experiencia vital
El arte nos muestra que el mundo no es único; existen tantos mundos como personas, y cada día esos mundos se construyen y se destruyen. Entre las múltiples formas de arte que alimentan el espíritu, el tenis de campo, encarnado en la figura de Rafael Nadal, ha sido para mí una experiencia artística profundamente transformadora. Con el anuncio de su retiro, se abre la oportunidad de reflexionar sobre su legado como símbolo de arte como experiencia vital, arte en movimiento.
Rafael Nadal no solo es un deportista; es un ejemplo de entrega total, un símbolo de lucha y resiliencia que trascendió lo deportivo. Desde los nueve años, cuando lo vi competir en los torneos más importantes frente a rivales legendarios como Roger Federer, Novak Djokovic, Juan Martin Del Potro, Andy Murray, Andy Roddick, Fernando González etc. su estilo de juego tenaz y apasionado me marcó profundamente. Verlo dar vuelta a partidos al borde de la derrota no solo me impresionaba, sino que me inspiraba a ser mejor, no solo en mis prácticas deportivas, sino en todo lo que hacía.
La filosofía de vida que Nadal encarna, esa “entrega total a la causa” que Estanislao Zuleta describe tan bien, se convirtió en un faro para mi propia vida. No era un ejemplo que promoviera un arribismo individual, sino una metáfora de la lucha por un mundo más justo y solidario. Sus historias de gloria y sus lecciones de persistencia, disciplina y capacidad para levantarse tras cada caída o lesión lo convirtieron en un referente de valores y principios.
Momentos icónicos como la final de Wimbledon en 2008, donde Nadal venció a Federer en una batalla épica, demostraron que su tenis iba más allá de lo técnico o estratégico: era arte en movimiento. David Foster Wallace describió el juego de Federer como una experiencia religiosa, pero para mí, el de Nadal representaba una experiencia artística que transformaba la cancha en un escenario y cada punto en una narrativa apasionada.
El deporte y el arte comparten la capacidad de catalizar valores que nos permiten resistir y persistir. En cada enfrentamiento de Nadal se reflejaban principios universales: la lucha, la entrega y el deseo de superación. Como una máxima latina resuena en mi mente: Hágase el arte para que el mundo no perezca. Y en Nadal, el arte y el deporte se unieron para recordarnos que el mundo puede ser reinventado una y otra vez. Rafael Nadal no solo marcó una era en el tenis, sino que dejó una huella como símbolo de transformación. Su legado trasciende las estadísticas y trofeos; es el de un artista que, con cada drive, cada victoria y cada regreso, nos recordó la importancia de la resistencia, la creatividad y la entrega total en la construcción de nuestras vidas y mundos.
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