Más allá de las cifras en Gaza

La tragedia de Gaza no es un conteo de víctimas que inunda los medios ni una cifra que endurece miradas, es una herida abierta que deja a toda una generación suspendida entre el trauma y la desesperanza. En el centro, están las niñas y niños que perdieron o no conocieron el juego, la risa, a sus padres, sus casas, sus escuelas, sus calles, es decir, perdieron la idea misma de un lugar seguro y, en efecto, no hay eufemismos que lo maquille; cuando se hiere a la infancia, se hiere el nervio moral de una sociedad y, con él, nuestra noción de humanidad

Pienso en quienes quedaron huérfanos ¿Quién cuida de ellos cuando el tejido social se rompe, cuando las instituciones son solo escombros y cuando la única meta del adulto es sobrevivir? Y no hablo solo de comida, medicamentos, un albergue o una cobija, sino de un cuidado que los proteja de más violencias como la trata de menores con fines sexuales. En 2022, según cifras de la ONU, esa modalidad habría aumentado alrededor de un 38% a nivel mundial, un delito que, en contextos de abandono y desprotección como el de Gaza, encuentran el escenario perfecto para “prosperar”. Que cesen las bombas no es sinónimo de paz, solo desplaza la violencia hacia formas menos visibles, como la proliferación de redes que mercantilizan la infancia y carcomen la única esperanza de las niñas y niños de ser cuidados y protegidos, porque, en su inocencia y carencias generales, confían en quienes los miran con ternura y los sostienen en un falso y momentáneo manto de cuidado, sin comprender que el lobo también se viste de oveja.

Me detengo a pensar también en la escuela, ese lugar que, cuando existe, ordena el tiempo, permite a las niñas y niños desconectarse del afuera y los sumerge en cuentos, canciones e historias que alimentan la imaginación, una de las libertades esenciales de la niñez. Sin embargo, en Gaza desde hace dos la escolaridad ha desaparecido y, sin esa ancla, la infancia queda a la deriva entre la hipervigilancia, la soledad, el miedo y el peligro, y el recreo se reemplaza por conversaciones en calles llenas de escombros y no de libros donde se preguntan ¿qué comías antes de la guerra…¿Los pilotos que bombardean niños, tienen niños? A los niños que les tumban los brazos ¿ les vuelven a crecer? Me gustaría morirme para poder comer… Las preguntas inocentes y jocosas que suelen aparecer en las escuelas se convierten en preguntas casi imposibles de leer

El cuerpo y la mente se acomodan como pueden, y el trauma se manifiesta en insomnio, sobresaltos, silencios prolongados, estallidos de ira, duelos sin ritual y pensamientos fantasmas que torturan con la pregunta insoportable sobre el sentido de vivir. Sin cubrir siquiera las necesidades básicas, el acceso a atención en salud mental se vuelve imposible e impensable y, en consecuencia, la niñez aprende a anticipar el peligro en cada ruido, a retraerse para no estorbar y a endurecerse para no llorar mientras cuida a sus hermanos menores, una adaptación forzada que condena a toda una generación a llegar a una adultez marcada por cicatrices en el alma que condicionarán su relación consigo misma y con los demás.

Lo que ocurre en Gaza no afecta solo a Gaza, afecta la forma en que el mundo decide valorar la vida de las niñas y niños, afecta las palabras con las que explicamos o explicaremos la violencia, afecta los límites que nos imponemos, o dejamos de imponernos para evitar la crueldad, afecta, incluso, nuestra capacidad de conmovernos sin acostumbrarnos. Porque perder la capacidad de asombrarnos es una derrota humana que convierte el horror en paisaje, las cifras en números, el duelo en trámite ajeno y legitima la comodidad moral de habitar sin existir

La humanidad se mide por cómo cuida a sus niñas y niños, y hoy nuestra generación es espectadora de una masacre sin precedentes de nuestro tiempo, no solo de vidas, sino del sentido mismo de humanidad. Considero que a todos nos corresponde un papel; unos desde el poder político, otros desde la movilización social, otros desde la seguridad, otros desde la academia y, en este caso, el deber de poner en palabras la voz de quienes hoy no pueden hacerlo, la niñez de Gaza.

 

Diego Puerta

Director Ejecutivo de la Corporación CERFAMI. Psicólogo con formación posgradual en Salud Mental, Psicología Jurídica y Forense.

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