Marañas, el último cínico

“El libre desarrollo de la personalidad no puede ser la excusa para permitir el extravío de seres humanos en el universo de la droga, la miseria y, en ocasiones, el delito”.


Habitar la calle (y llamemos a quien la habita con el eufemismo que sea: habitante de calle, indigente, gamín, homeless, menesteroso, lumpen-proletario, etc.) puede ser una decisión autónoma, reflexiva y responsable (libre, en todo caso). Para fines de este artículo, diferenciaremos entre habitante de calle y habitante en la calle, al respecto, el DANE publicó en 2002 un censo sectorial de habitantes de y en la calle, y encontró que los habitantes de calle han dado allí por decisión de vida y los habitantes en han caído allí por circunstancias que suelen exceder su voluntad o capacidad. Para fines de esta columna, el uso de cualquier término obedecerá al Habitante de calle, no al Habitante en calle.

Volviendo con lo importante y saliendo de discusiones semánticas: Diógenes de Sinope, por ejemplo, vio en la pobreza material extrema la mayor virtud del ser humano; anacoreta, vivía en una tinaja y sus únicas posesiones eran un bastón, un talego, un manto y un cuenco (que, dice Diógenes Laercio, un día tiró cuando vio a un niño beber agua con las manos). Medellín, Antioquia (aunque puede que el de Extremadura también), no ha estado exenta de contar con una recua de personajes cínicos que, al mejor estilo de sus antecesores atenienses, vagabundeaban por las calles viviendo la pobreza extrema como una virtud digna de ser alcanzada y dando a sus coterráneos anécdotas repletas de gracia y sabiduría. ¿Quién iba a pensar que un pobre pueblo encerrado entre la cordillera central de los Andes y que en 1950 no llegaba a los 200.000 habitantes en 1930 iba a tener personajes como Cosiaca, Guineo, La Piragua, La Muñeca -a quien Robledo Ortiz le dedicó por ahí unos versos-, Masato -este se lo tomó muy en serio, porque tuvo hasta una taberna en Guayaquil que se llamaba El tonel de Diógenes-, Majija y el inigualable Marañas?

La empatía a la miseria humana no me es ajena (ni a la vida miserable en sí, ni a la calavera, como diría Lisandro Meza) y la comprensión del mundo de la calle me ha despertado desde niño cierta curiosidad.

Si mi memoria no me falla -y es probable que lo haga- de los primeros libros que recuerdo leer en mi habitación pintada de azul en la que pasé los más de los días de mi infancia, fue Aventuras de un niño de la calle (en realidad fue Los goles de Juancho, pero digamos que fue el otro para fines didácticos), el cual -remitido como plan lector de quinto de primaria por la profesora Rosalba de Lengua Castellana en el Colegio Salesiano El Sufragio- me sumergió en la vida de dos niños abandonados en las calles de Bogotá, quienes hicieron de los zaguanes su casa y de los centavos de los transeúntes su única fuente de ingresos, con el aliciente de llegar a preguntarle a su compinche: ¿cómo le fue, Manito?.

Tampoco en mi adolescencia me fueron esquivas obras como Los miserables, o el maravilloso cuento Muerte en la calle del narrador barranquillero José Félix Fuenmayor -hace unos años El pequeño teatro hizo una gran adaptación a esta obra; si leen esto, es una petición para que la vuelvan a presentar-, donde la vida de un pobre hombre se ve opacada por la tristeza de la soledad de la calle y la insolencia de los jóvenes que no soportan verlo deambular, y el deseo de morir para estar otra vez con su madre, quiten le frita unas tajadas de plátano maduro . Sé que en habitar la calle y hacer de una esquina un hogar hay cierto grado de dignidad y se adquiere un nivel de sabiduría que, en algunos casos, puede ser magistral como la de los personajes ya expuestos y los desconocidos. Sin embargo, de Diógenes y toda la recua de cínicos mencionados, no se conocen episodios de abusos de sustancias psicoactivas, estados de alteración del orden público, comisión de delitos sexuales, contra el patrimonio, la integridad personal, la salud pública y/o la vida. Y sí, no es momento para tibiezas: los habitantes de calle -especialmente en Medellín- son un problema que como sociedad debemos atender de la mejor manera posible y el enfoque, más que la seguridad, debería ser la salud individual -del sujeto- y pública.

No solo no es salubre para el entorno tener seres humanos deambulando desorientados, drogados y sucios; tampoco es salubre para sí mismo vivir en ese estado. El habitante de calle promedio ha vivido la pérdida del sentido de la vida, llevándolo -en ocasiones- a la alienación mental total coadyuvada por el abuso de sustancias, el hambre y la violencia. Y aunque soy un acérrimo defensor de la autodeterminación, es importante dejar en claro que esas personas -por regla general- no cumplen los parámetros mínimos para determinar que sus acciones son impulsadas por el arbitrio y la libertad, pues se suelen comportar de acuerdo a la exigencia de sus difíciles circunstancias. Y aunque en la última década la doctrina jurídica ha establecido que sin su consentimiento no puede tener lugar la resocialización, es momento de retomar la palabra y decirle al universo jurídico que el libre desarrollo de la personalidad no puede ser la excusa para permitir el extravío de seres humanos en el universo de la droga, la miseria y, en ocasiones, el delito; son seres humanos revestidos de dignidad que merecen nuestra misericordia (que literalmente significa darle el corazón al mísero) para ser retirados de ese mundo oscuro y lamentable en el que ha caído.

El problema de salud no es solo social, sino personal puse cada quien sacará sus conclusiones al respecto, pero no está bien quien ves por la calle desorientado en el bazuco, defecado encima, pidiéndote una moneda; tampoco lo está aquel pobre sujeto que pasa la noche entre cartones junto a tu local comercial y que no basta con que se vaya para que los clientes vuelvan porque a su paso deja un reguero de inmundicia digna del peor muladar; y es que no es un sabio incomprendido aquel que lanza rocas desde el puente de Barranquilla a la autopista para ver si acierta un blanco y baja a robarlo; y así puedo discurrir por un sinnúmero de situaciones del presente que nos llevan a la misma conclusión: esos seres alienados están realmente presos en sus decisiones, y el mundo se ha quedado quieto en su salvación.

Ojalá algún día podamos ver en la calle a personas que vean en la pobreza material el aliciente para vivir y que en algún momento salga un nuevo personaje de la tinaja, se siente frente al Astor y, sonrojado, diga alguna genialidad; así podremos dejar descansar a Marañas en paz. Mientras tanto, seguirá siendo el último cínico.

Alejandro Ortiz Morales

Por pasión, soy músico, fehaciente lector, aspirante a Filósofo y hombre de familia. De profesión, soy abogado, especialista en finanzas, especialista en Derecho financiero y bursátil, y maestrando en administración financiera. He sido empleado y consultor en diversas empresas de los sectores financiero, energético y real.

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