Dios se encarna en los pobres (Evangelio de Solentiname)
Para el jugador de pelota de trapo, el que no conoció la grama sintética, ni los guayos de élite, el que desarrolló las habilidades de malabarista en una calle inclinada, donde las aceras marcaban los laterales de la cancha, y sur y norte se delineaban con hilo de arena o aserrín y las porterías en vez de travesaños eran definidas por un par de piedras prehistóricas, Maradona, fue el héroe del barrio, el más grande, por calidoso, porque irreverente con los poderosos se tatuó en el gemelo izquierdo a Fidel y en el pecho al Che.
A los 16 años no fue convocado por Menotti para hacer parte de seleccionado argentino, porque la junta militar lo tenía ya fichado como revoltoso e izquierdista. La misma junta militar que compró la copa del mundo de 1978, con anuencia de los mafiosos, mientras a unos pasos del Estadio Monumental, donde se jugó la final ante la selección de Holanda, se torturaba a los presos políticos en la Escuela Mécánica de la Armada, conocida como el centro de detención clandestino más grande de la Argentina. En una actitud escondida en la historia por el poder, se olvida que Johan Cruyf, el número 10 de la selección tulipán, reconocido entonces como el mejor jugador el mundo, se negó a asistir a la competición arbitral en protesta porque la FIFA ofreció el mundial como lavandería de las heridas proferidas por la dictadura fascista contra la humanidad.
Meses después, Diego Armando empezó a hacer milagros. Los antecedió su bendición a Macondo. Solo cinco meses después de que el pibe de oro guiara a su país al campeonato mundial juvenil de futbol celebrado en Japón en 1979, Maradona desembarcó con Argentinos Juniors en el eje cafetero.
El 20 de febrero de 1980, la banda del Diego se enfrentó al Deportivo Pereira en estadio de la ciudad, con aforo completamente lleno, y ambiente de fiesta porque Dios estaba de visita. Entonces estaba interno en Manizales, y ante un hecho de divina revelación me evadí en la mañana del seminario y partí rumbo a la celebración de la misa nocturna.
La noche fue redonda como la pelota y el planeta: 4 a 4 el marcador final. Dos goles de Diego. Uno de ellos de factura antológica. Maradona toma la esférica en la mitad del campo, dribla en su recorrido a siete contrarios, gana la raya final, se devuelve y esquiva a dos más, entre ellos al portero Roberto Vasco, y la emboca. Los aficionados todos enloquecemos, entramos en delirio, aplaudimos, no pocos lloramos, nos ponemos de pie como corresponde en el momento de la elevación en la misa espiritual…el director técnico del Pereira se acerca a la raya, aplaude la gesta majestuosa del diez de los argentinos, y suplentes, aguateros, vendedores de cerveza y mecato, y los jugadores del campo, todos saludan con salva de aplausos al más grande de la historia de futbol…bien valió la penitencia que me impuso el padre rector.
Poco después, El Diego, denunció la barbarie contra su generación, enviada como carne de cañón a la guerra de las Malvinas, y como héroe latinoamericano cobró venganza ante el equipo imperial británico, en el estadio Azteca. La mano izquierda de Dios y la pierna zurda de Diego, demostraron en el mundial de 1986 que el creador existe e imparte justicia, a su manera. Y Argentina salió campeona por voluntad divina. Y los expresos políticos, y las madres y abuelas de mayo y los exiliados salieron de la mano de Dios a las calles a celebrar por el hijo de la villa de pueblo.
Denunció, y lo demostró, que la FIFA y sus dirigentes eran mafiosos. En venganza, en el Mundial de los Estados Unidos fue expulsado de la competición, acusado de dopping, porque le hallaron rastros de efedrina, una droga de uso legal para los deportistas del imperio. “Me cortaron las piernas”, decía el Diego, en medio de lágrimas. El mismo mundial del 1994 en que Andrés Escobar se convirtió en la víctima de la mafia, a la que le encantan las competiciones de caballos de paso y los reinados de belleza.
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