El 15 de julio de 1997, Mapiripán, un municipio en el Meta, Colombia, se transformó en el escenario de una de las masacres más despiadadas y calculadas de la historia reciente del país. Durante seis días de horror, un contingente de aproximadamente 180 paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), bajo las órdenes de Carlos Castaño y Salvatore Mancuso, desató una ola de violencia que dejó una marca imborrable en la región y en la conciencia nacional. Hoy, a 25 años de esa barbarie, el grito de justicia de las víctimas resuena con una fuerza renovada, desafiando al país a enfrentar su pasado y a actuar.
La masacre de Mapiripán no fue un acto fortuito, sino una operación meticulosamente planificada para sembrar el terror y consolidar el control paramilitar sobre el territorio. Los paramilitares, armados y organizados, torturaron, desmembraron y ejecutaron sumariamente a al menos 49 personas. Entre las víctimas se encontraban José Rolando Valencia, despachador del aeropuerto local; el comerciante Sinaí Blanco; Álvaro Tovar Muñoz, apodado ‘Tomate’; y Teresa, conocida como ‘la Muerte’. La brutalidad del ataque trascendió los asesinatos: casas incendiadas, bienes destruidos y una población aterrorizada. El objetivo no era solo militar; era una estrategia calculada para infundir terror psicológico en los habitantes de la región.
El rol del Estado en este escenario ha sido objeto de feroz escrutinio y controversia. Las revelaciones de los generales Jaime Humberto Uzcátegui y Jorge Humberto Victoria destaparon una red de complicidad que implicaba a altos mandos militares con los paramilitares. Ambos oficiales, con más de 30 años de servicio, revelaron la connivencia de sectores del Ejército con el paramilitarismo, una traición gravísima a la patria y una violación flagrante de los derechos humanos.
Aunque inicialmente condenados por la justicia penal militar a penas mínimas, la Corte Constitucional intervino, anulando las sentencias y ordenando que el caso fuera juzgado por la justicia ordinaria. En 2009, ambos oficiales fueron condenados a 40 años de prisión. Sin embargo, el estatus de Uzcátegui sigue siendo incierto debido a los recursos legales, mientras que Victoria reside en Florida, Estados Unidos, en calidad de exiliado.
La persistencia de la impunidad en Mapiripán y la presencia continua de estructuras paramilitares siguen siendo sombras inquietantes. Durante el conflicto armado colombiano, las masacres y desplazamientos forzados se convirtieron en herramientas funcionales para avanzar en proyectos extractivos, como el cultivo industrial de palma aceitera. Este ciclo de violencia y despojo no fue un mero colateral; fue un componente esencial para consolidar el control territorial y facilitar actividades económicas a gran escala.
Las empresas, como Poligrow, han desempeñado un papel crucial en este proceso. Desde que comenzó a cultivar palma aceitera en Mapiripán hace más de una década, Poligrow ha ocupado hasta 7.000 hectáreas y planea expandirse a 15.000. La compañía construyó en 2014 una planta de extracción de aceite con capacidad para procesar 15 toneladas de racimos de fruta fresca por hora y proyecta ampliar esta capacidad conforme aumenten sus áreas cultivadas. La denuncia por apropiación indebida de tierras y su rol en el despojo están bien documentados.
Un reciente estudio publicado en el *Journal of Rural Studies* revela cómo el despojo a gran escala durante el conflicto facilitó la expansión de las plantaciones de palma aceitera. El estudio destaca que la estrategia empresarial implicó establecer “alianzas” con pequeños agricultores, quienes, bajo presión, vendieron sus tierras por debajo de su valor real. En muchos casos, este despojo no habría sido posible sin la complicidad de funcionarios públicos que “legalizaron” el despojo mediante corrupción. Lejos de ser una solución económica, la expansión de las plantaciones de palma aceitera ha perpetuado un ciclo de violencia y desplazamiento, atrapando a las comunidades campesinas entre la violencia paramilitar y el acaparamiento empresarial.
En un intento por mitigar la crisis, el 14 de agosto de 2020 se presentó el proyecto “Mapiripán, territorio de paz con desarrollo sostenible”, una iniciativa del gobierno colombiano y la FAO, financiada por la Agencia Italiana de Cooperación para el Desarrollo, con una aportación de 2,4 millones de euros (aproximadamente 2,8 millones de dólares). El proyecto busca “mejorar la calidad de vida y la seguridad alimentaria de los residentes de Mapiripán”. Sin embargo, el impacto real de esta iniciativa en una región marcada por el despojo y la violencia sigue siendo incierto. Las promesas de desarrollo sostenible chocan con la dura realidad de un territorio aún plagado por la violencia y la falta de garantías para el retorno seguro de los desplazados.
Hoy en día, el clamor de las víctimas de Mapiripán se ha amplificado en las redes sociales. Las familias de los fallecidos utilizan estas plataformas para exigir justicia y visibilidad, creando espacios de memoria y resistencia en un contexto donde la reparación integral sigue siendo una promesa incumplida. Las redes sociales han emergido como una herramienta crucial para mantener viva la memoria de los fallecidos y presionar a las autoridades para que cumplan con sus responsabilidades. La visibilidad en redes no solo sirve como una plataforma de denuncia, sino también como una herramienta para la solidaridad internacional y la presión sobre los responsables.
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