Cuando yo era niño aún se veían viejos mambises por las calles, algunos con medallas en sus pechos. Eran combatientes del Ejército Libertador, ya muy mayores, que llevaban con dignidad el único premio a sus sacrificios; ancianos que la gente miraba con respeto. Se hablaba bajo en sus presencias venerables.
Hoy sábado, temprano, estuve en un sencillo acto en el parque del reparto Elena, en La Lisa, donde se entregaba la medalla 60 Aniversario de las Fuerzas Armadas Revolucionarias a combatientes veteranos. Así respondí a la invitación de uno de los premiados, el teniente coronel (r) Rafael González Cid, pariente mío. También encuentro a Oscar de los Reyes, viejo amigo de aquellos tiempos duros, madrugados en Coppelia. Había decenas de mujeres y hombres frente a una mesa llena de cajitas. Luego, certificación en mano, la tropa distinguida pasó en rápida fila ante los compañeros que entregaban el reconocimiento.
Fue inevitable que escrutara los rostros, las manos, las muy sencillas vestimentas de aquel grupo de personas de avanzada edad. Y por más que traté, seguro no pude imaginar cuantos peligros, desgarramientos, sacrificios y convicciones reunían. Estaba ante mambises de estos tiempos, los que de nuevo entregaron todo, hasta sus vidas, por respeto a aquellos otros que vi en mi infancia, todos seguidores de un sueño de Nación, más que digna dignificada, que se ha venido construyendo con sangre, sudor y tesón de generaciones.
Una señora, llena de medallas, se me acerca con su bella sonrisa y me dice que su esposo, combatiente también, ya fallecido, era de San Antonio y que vivieron en La Loma, en la Calle Ancha, muy cerca de donde yo nací. Otro me dice que es hermano de Ciro Berrios –y recuerdo a Ciro, hombre que cantaba lindo allá en Cabinda, que me había prometido llevarme a una operación y me dejó durmiendo, y ese mismo día cayó en una mina–, Canción para mi soldado. Viene uno más, andando con dificultad, apoyado en la silla de ruedas en la que debería estar sentado –pero cómo recibir una distinción si no es de pie—, a quien le digo “estás en el duro” y me contesta que del caballo no hay quien lo tumbe.
Un milagro sin bombos ni platillos –ni blablabás oportunistas–, que sencillamente ocurre en un rincón perdido de una ciudad y de un país que no caben en sí mismos de lo mucho que son, por lo que guardan, sí, pero sobre todo por quienes los han guardado.
La infancia corretea por los alrededores. Caigo en cuenta de que uno de aquellos niños soy yo.