La grave situación social por la que atraviesa nuestro país nos obliga a tomar conciencia sobre nuestra labor docente y retomar las palabras de Freire, para quien los maestros, necesariamente, somos militantes políticos.
En la academia se habla sobre la urgencia de formar niños y jóvenes para que sean ciudadanos críticos. Pululan las teorías que dan sustento epistemológico a sus discursos estructurados; no obstante, ante una situación tan grave como la que vive Colombia en los últimos días, la realidad ha sacado a la luz la divergencia entre lo que se profesa y lo que se hace en el aula. Videos en los que los maestros censuran acciones ciudadanas y la expresión de sus estudiantes incitan al cuestionamiento sobre las formas de entender la ciudadanía y la formación ciudadana.
Frases como: “Este no es un espacio político. Esta es mi clase y se respeta” o “esta es una clase en la que estamos formando pilotos y no me interesan ni sus ideologías religiosas, ni las políticas”, entre otras más, circundan en videos que dejan en evidencian cómo parte de la enseñanza en este país sigue anclada a un aprendizaje en el que se da primacía a lo conceptual y se desconoce el contexto, la realidad, la formación para la vida. ¿A caso un estudiante deja de ser ciudadano en el momento en que ingresa al aula? ¿Se puede llegar a ignorar en el aula -espacio para la discusión- la crisis que nos aqueja a todos, cuando vemos que nuestros jóvenes están muriendo por alzar sus voces para reclamar por la opresión padecida por un pueblo, a manos de aquellos que fueron elegidos para representarnos en el poder? Hay que ser indolentes y poco conscientes de nuestra responsabilidad como maestros para dar la espalda a la realidad en un momento en el que se avecina la muerte de la democracia y se arremete contra la dignidad humana.
Aristóteles tenía razón cuando afirmó que somos seres políticos; esa es nuestra naturaleza y no podemos escapar a tal realidad. No es posible abandonar el traje de la ciudadanía cada vez que se ingresa al aula para portar el de docente o el de estudiante por unas horas, pensar en ciertos conceptos especializados que resultan ser vacíos y luego regresar a las envestiduras que nos obligan a pensar los problemas que nos aquejan. ¿Cuál es entonces la labor de los maestros sino aquella que consiste en formar ciudadanos capaces de leer y actuar críticamente en el mundo? Resulta innegable que el mejor escenario para la formación social es el aula. Razón por la cual, si queremos formar pensadores críticos tenemos que empezar a analizar los problemas que nos atañen como ciudadanos. Resulta inadmisible hacer oídos sordos ante el grito incesante de un pueblo agobiado por la corrupción; un pueblo que reclama por derechos básicos como la salud y la educación.
El problema está cuando se cree que esta es una cuestión que solo concierne al maestro de ciencias sociales o al de humanidades, como si los demás no hicieran parte de este constructo social. Formar en ciudadanía es una responsabilidad moral de todos los maestros sin importar su formación disciplinar; además de ser una deuda con un país que reclama con urgencia salir de la corrupción promovida por aquellos que abusan del poder y que, para nuestra desgracia, ni siquiera conocen la realidad del pueblo al que representan, pues las declaraciones de los funcionarios del gobierno han dejado en evidencia que no tienen ni la más mínima idea de la realidad que vive el 80% de la población que representa. Pese a ello, pareciera que el discurso y la acción de los maestros se dirigen hacia rumbos diferentes cuando se proliferan disertaciones sobre pensamiento crítico y a la vez se coacciona el espacio para la reflexión y la libertad de expresión.
El aula debe ser el espacio para discutir en torno a esa realidad en la que habitamos; un lugar para empezar a tomar conciencia sobre nuestro rol como ciudadanos; para empezar a analizar el problema, indagar por su historia y encontrar las causas; un espacio para aprender a reconocernos como parte del problema, pero también de la solución.
Esta crisis padecida por nuestro pueblo debe llevarnos, como maestros, a hacer uso de la literacidad crítica para aprender a informarnos mejor y, desde el conocimiento, brindar a nuestros niños y jóvenes las herramientas para que aprendan a leer críticamente los textos y contextos en los que habitan. Enseñarles a argumentar para que asuman posturas propias, sustentadas en razonamientos, que a su vez brinden criterios y buenas razones para actuar.
Quizás esta dura situación se convierta en una excusa para enseñarles a nuestros estudiantes a identificar discursos falaces que conducen al miedo, como los manifestados por algunos dirigentes políticos en este país. No podemos seguir cayendo en el juego de los falsos discursos que emiten los gobernantes de turno cuando crean nuevos términos, como ocurrió hace algunos años con “castrochavismo”; término usado intencionalmente para introducir miedo a la ciudadanía. Mucho menos debemos hacer parte de aquel grupo de docentes que por desinformación aparecen indolentes o se tornan “criticones” emitiendo prejuicios sin fundamentos, al punto de repetir las expresiones retóricas de los mandatarios que refieren que la crisis no es más que el resultado de aquellos grupos de “vándalos” y “desadaptados” que hacen parte de las disidencias, del ELN o del narcotráfico. Discursos con disrupciones contrahegemónicas que tergiversan la realidad para desviar la atención y ocultar a los verdaderos culpables.
Urge, entonces, empezar a trabajar en el aula -como espacio de discusión- el análisis crítico del discurso y fortalecer la capacidad argumentativa de nuestros estudiantes para que alcancen la anhelada autonomía y empiecen a ejercer la ciudadanía crítica que se requiere para transformar a Colombia y para hacer prevalecer la democracia.
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