Otro hubiera sido el destino de Gustavo Rojas Pinilla, Gurropín, y en consecuencia el de Colombia, si su padre, don Julio Rojas Jiménez, no hubiera muerto en el final del año 1918. El estudiante de irregular desempeño académico de la facultad de matemáticas e ingeniería de la Universidad Nacional, debió abandonar sus estudios por la debacle económica familiar, que había empezado dos años atrás con la hipoteca de la casa paterna de Tunja, y que se acentuaba con el deceso de su progenitor.
Los 17 pesos que se necesitaban para cancelar el año siguiente de estudios no lograron conseguirse por la insolvencia de la parentela, y el que fuera un diletante estudiante universitario, decide ingresar a la escuela militar para hacerse cadete, subvencionado en esta ocasión por el erario público, que asumía todos los gastos de los iniciados en la vida castrense. En su accidentado paso por la facultad de matemáticas e ingeniería, había tomado lecciones con un flemático y solemne profesor a quien 35 años después asestaría un golpe militar para erigirse en mandatario de facto de los colombianos. El ingeniero Laureano Eleuterio Gómez Castro, a pesar de las consuetudinarias ausencias del aprendiz de ingeniería, había emitido notas aprobatorias en dos de las tres materias que el estudiante Rojas Pinilla lograba franquear en aquel maltrecho año de estudios.
Aún si la disciplina y el deber hubieran acompañado a Gustavo Rojas Pinilla en el cierre de sus estudios en 1918, estas improbables virtudes del joven Tunjano jamás lograrían la ocasión para su lucimiento. La culminación del ciclo lectivo era interrumpida por la llegada epidémica de la gripa española, que en su ominoso paso por Bogotá causaba 1113 muertos. Aquel año fue malogrado para la salubridad mundial y las aspiraciones académicas de Gurropín. Todo está relatado con admirable prolijidad en la colosal y entretenida obra El Jefe Supremo, escrita por Silvia Galvis y Alberto Donadio.
La historia contrafactual aventura hipótesis a partir de la interpretación especulativa sobre lo que pudo ocurrir con el destino de los hombres y los países, si el curso de los hechos hubiera sido distinto al fidedigno. La vida de Gustavo Rojas Pinilla es un filón vastísimo para dicha tentativa. De haber culminado sus estudios en la modesta sede la Universidad Nacional, que en los albores del siglo XX se ubicaba justo al lado de la Casa de la Moneda, su vida de luces y sombras, no fuera profusa en azares y sobresaltos, en el relato legado para la posteridad. Su vida de ingeniero civil, más discreta y silenciosa, sería una entre tantas.
Para seguir especulando, es probable que nuestro país se hubiera evitado la censura de la prensa y el cierre de El Espectador un 6 de enero de 1956; un despavorido reportero llamado Gabriel García Márquez hubiera recibido su cheque de honorarios en su pensión de París; la descendencia de Gurropín no cargaría la mácula de haber acuñado frases como el cartel de la contratación, para designar el perfeccionamiento y sofisticación del modus operandi de la corrupción nacional; y María Eugenia Rojas, no sería una madre y esposa vergonzante, sino una añosa matrona viviendo a sus anchas en una hacienda de Santander con su esposo, Samuel Moreno Díaz.
Pueden resultarnos más entrañables los personajes cuando se iluminan con el haz de luz de la de la licencia literaria : » No puede ser ser posible – pensó de nuevo el Teniente General Jefe Supremo Excelentísimo Señor Presidente de la República Gustavo Rojas Pinilla – en este país es más fácil dar un golpe de Estado que arreglar una cañería». Este Gurropín, imaginado por Daniel Samper Pizano en su novela Jota, Caballo y Rey, fue más sabio que el real. De nuevo la literatura escudriña con más ardor que la historia.