La educación es mucho más que una transición al mundo laboral. Es el periodo en el que se forjan las identidades, se consolidan las vocaciones y se pulen las herramientas intelectuales. En el México de hoy, la educación enfrenta un laberinto de desafíos sin precedentes, en el que viejos problemas se cruzan con nuevos. Dos de los más apremiantes para mí son el papel disruptivo de la Inteligencia Artificial (IA) y la creciente —más no nueva—apatía por las Ciencias Sociales.
La llegada de la Inteligencia Artificial al aula no ha sido silenciosa. Para muchos profesores, ha desatado un pánico ante la posibilidad de que el plagio se vuelva indetectable y el “pensamiento crítico” se vuelva cada vez menos crítico —vaya paradoja—. Un ensayo escrito por una IA puede ser impecable en su sintaxis y estructura, pero vacío de originalidad e incluso, lleno de errores e imprecisiones (recordemos que los generadores de contenido de IA se “alimentan” de información cada determinado tiempo, por lo que, muchas veces, no están actualizados). El riesgo es formar una generación de estudiantes que, en lugar de aprender a pensar, solo aprendan a delegar el trabajo mental a una tecnología, que, a su vez, depende de otras: aparatos tecnológicos y, por su puesto, la electricidad.
Sin embargo, la IA no es el enemigo. El verdadero desafío ético no es prohibirla, sino enseñar a los estudiantes a dominarla. El uso ético de la IA en la investigación, la distinción entre un asistente virtual y el conocimiento genuino, y la capacidad de cuestionar las fuentes de un modelo de lenguaje son habilidades que deben formar parte importante de los planes de estudios de todas las asignaturas. No hay asignatura en la que no quepa la IA. El problema no es la herramienta, sino la falta de un marco pedagógico, principalmente en los países llamados cariñosamente “en vías de desarrollo”, que la incorpore de manera crítica y constructiva, transformándola de un atajo para la pereza a ser un catalizador para la creatividad y el análisis de datos complejos; convertirla en un primer acercamiento, en un procesador de información, más no en el nuevo cerebro humano.
En paralelo, y quizás de forma más insidiosa, la Historia y otras Ciencias Sociales luchan por su relevancia. Para muchos políticos, “expertos educativos”, profesores y estudiantes estas materias se perciben como un conjunto de datos memorizables sin conexión con la realidad en la que vivimos —comúnmente llamada presente—. Los acontecimientos se reducen a un puñado de fechas y nombres; sucesos como las revoluciones mexicanas de principios de siglo XX, quedan simplificados en relatos unidimensionales de buenos y malos.
Este desinterés no es una casualidad. Es el resultado de una narrativa educativa que, tácita o explícitamente, ha devaluado la importancia del humanismo y la crítica social, ¿hay detrás de ello un interés imperialista?
Comúnmente los cursos de Historia no son más que anecdotarios y recopilatorios cronológicos de “datos curiosos”; el conocimiento histórico se vende al estudiante a través de curiosidades para que se vuelva “atractivo”, olvidando que la cronología no es más que esa herramienta que sirve para ordenar los acontecimientos, esperando por su análisis. La Historia contemporánea debe basarse en conceptos, someter (procesar) los hechos y datos a ellos, para generar conclusiones significativas. No es lo mismo aprenderse veinticinco datos sobre la caída de México-Tenochtitlán pensando que “eso es la Historia”, a analizar el hecho como un proceso multifactorial donde conceptos como revolución, imperio, conquista, envuelvan los datos y los vuelvan significantes.
Aquí es donde entra en juego el imperialismo: en un mundo obsesionado con la innovación y el progreso económico, se ha instalado la idea de que la única vía al éxito profesional es a través de la programación, la ingeniería, la robótica o la biotecnología (o cualquier nueva “ciencia dura, natural o exacta” que tenga nombre casi de película de ciencia ficción). Se ha creado una falsa dicotomía: o eres “útil” para el mercado con habilidades técnicas o eres “irrelevante” si te interesan las Ciencias Sociales o humanidades. La mayoría de estas últimas tiene una finalidad ontológica (en sí mismas son importantes), por lo que valorar lo importante por sí mismo en el capitalismo es complicado.
La Historia no solo nos enseña a interpretar el pasado, sino a entender la complejidad de nuestra realidad. Nos dota de las herramientas para contextualizar cualquier tema relacionado con el actuar humano; temas que la IA no puede analizar por sí misma. Sin la ética que proveen las Ciencias Sociales, una sociedad hiper tecnológica es una sociedad sin brújula, vulnerable a la manipulación, la desmemoria y donde el fin justifique los medios.
El verdadero reto de la educación en México no es elegir entre la Historia o la programación, entre la ética o la inteligencia artificial. El desafío es derribar ese muro artificial y construir una nueva pedagogía donde ambas esferas se complementen. El objetivo debe ser formar humanos que no solo sepan cómo usar la tecnología, sino que también comprendan por qué el conocer a su especie importa. Humanos con una mente analítica y un profundo sentido crítico, capaces de innovar sin olvidar de dónde vienen y por qué luchan, donde el camino por vivir es la meta misma.
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