Una mirada desde Arendt y Marx, a propósito de la invocación de la “Ley de Enemigos Extranjeros” por parte de Donald Trump
Hay decisiones cuya forma legal no alcanza a contener su carga histórica. Gestos que, aun revestidos de legalidad, revelan la fisura de un tiempo que se desmorona. En los días recientes, un gobernante volvió a una ley del siglo XVIII para expulsar cuerpos del territorio que administra. No hubo juicio, ni defensa, ni siquiera nombre. Solo la categoría: enemigo. Solo la condena a no pertenecer a ningún lugar del mundo.
El migrante —ese ser que camina cargando ruinas, que busca entre fronteras un resquicio de mundo— se ha convertido en el protagonista silencioso de nuestra época. No por lo que dice, sino por lo que revela. Es el espejo donde se proyecta el miedo de los Estados modernos, la inseguridad de los mercados, la violencia de las democracias que han olvidado su origen.
Karl Marx lo vio con claridad: el capitalismo no necesita a todos. En su lógica profunda, produce excedentes humanos, cuerpos que no entran en el cálculo de la utilidad. Para mantener el orden, crea un ejército de reserva: trabajadores disponibles, explotables, desechables[1]. Pero hoy, ese ejército se ha convertido en un cementerio anticipado. El capital, hiperconectado y automatizado, ya no requiere de tantas manos. Las fronteras del trabajo se han desplazado, y con ellas, las vidas que sostenían. Lo que antes era explotación, ahora es simple exclusión. El migrante, entonces, ya no es solo un trabajador precarizado: es una amenaza simbólica, un estorbo narrativo, un cuerpo fuera de lugar.
David Harvey lo ha dicho con crudeza: la acumulación ya no necesita empleo, necesita control[2]. Y Raúl Zibechi ha mostrado cómo el control territorial y fronterizo ya no opera solo como separación, sino como dispositivo para clasificar, fragmentar y gobernar a los pueblos desde su diferencia[3]. El migrante, expulsado sin juicio bajo leyes anacrónicas, no es solo víctima de un exceso: es el síntoma de una racionalidad de Estado que ha aprendido a administrar la miseria.
Hannah Arendt, desde otro horizonte, también nos advirtió. Cuando el ser humano pierde su lugar en el mundo, cuando ya no hay comunidad que lo acoja, se convierte en lo que ella llamó “superfluo”[4]. No es que no tenga derechos: es que ha perdido el derecho a tener derechos. La figura del apátrida, del expulsado, del invisible legal, es para Arendt el signo de una política que ha renunciado a su esencia. La ley, que debería garantizar lo común, se transforma en herramienta de limpieza. La administración de cuerpos sustituye al juicio. La norma sustituye al diálogo. Y así, se deporta con eficiencia, con firma, con decreto. Sin rostro.
Más aún, esta conversión del otro en enemigo no es accidental: es parte de lo que Arendt llamó el “extremismo político”, una lógica en la que el pensamiento cede paso a la ideología, y la ideología se convierte en aparato de exclusión[5]. En su crítica al totalitarismo, Arendt mostró cómo la ideología, cuando se vuelve inquebrantable, deja de mirar al mundo para imponerle una forma. La realidad ya no cuenta: lo que cuenta es la coherencia interna del relato, aunque este devore vidas.
Marx diría que esto responde a una necesidad sistémica. El capital necesita dividir a los de abajo, enfrentar al pobre nacional con el pobre extranjero, convertir la lucha de clases en lucha de identidades. Es la función ideológica de la xenofobia: distraer de la raíz del mal[6]. Arendt, en cambio, lo vería como una tragedia del juicio político. Un signo de que hemos perdido la capacidad de pensar, de discernir, de interrumpir la maquinaria con una pregunta: ¿es esto justo?
Ambos coinciden, sin embargo, en que no se puede construir un mundo sobre la exclusión. El migrante expulsado no es solo un individuo en tránsito: es la metáfora de lo que somos capaces de hacer cuando el miedo se vuelve principio de gobierno. Cuando el derecho se convierte en técnica. Cuando la vida del otro ya no importa, porque no nos interrumpe.
Hay una profunda convergencia en sus advertencias. Marx nos exige mirar la estructura: quién produce, quién acumula, quién es sacrificado en nombre del orden. Arendt nos invita a mirar la escena política: quién habla, quién es escuchado, quién es silenciado por decreto[7]. Y entre ambos, emerge una pregunta esencialmente necesaria en estos tiempos: ¿qué hacemos con el que no tiene lugar?
No basta decir que se aplicó una ley. No basta decir que era un extranjero. No basta decir que se cumplió el procedimiento. La obediencia no es virtud cuando perpetúa la injusticia. La legalidad no es legítima cuando convierte en enemigo al que solo busca sobrevivir. Porque en el momento en que la ley despoja al otro de su humanidad, comienza a instalarse una nueva lógica: la del miedo, la exclusión, la enemistad. Cuando el migrante se vuelve enemigo, la comunidad ha dejado de ser política. Ha renunciado a la pluralidad que la sostenía y ha regresado a la lógica del encierro. Ya no se reconoce en la diferencia, sino que se atrinchera tras muros, lenguajes de pureza y mapas dibujados por el miedo. Entonces la ley ya no protege, vigila. La lengua ya no nombra, clasifica. La seguridad ya no cuida, expulsa. Así se prepara, en silencio, el terreno donde el terror podrá gobernar sin resistencia.
Y si no somos capaces de verlo —si no advertimos que lo que se borra con cada expulsión es también el rostro del otro, su historia, su derecho a existir entre nosotros—, entonces la violencia habrá dejado de ser una anomalía. Se habrá vuelto paisaje. Costumbre. Normalidad.
La historia ya nos ha enseñado que la legalidad no es un límite suficiente cuando el juicio ha sido suspendido[8]. Que los regímenes más brutales comenzaron, muchas veces, con decretos que parecían administrativos. Y que el mal, como advirtió Arendt, no necesita monstruos, solo burócratas obedientes[9]. El extremismo político, en su forma más banal, comienza cuando se aplican leyes sin mundo, sin experiencia, sin interrupción interior. Y termina cuando ya nadie se detiene a pensar si el otro aún cuenta.
Pero la historia también nos ha enseñado que esta violencia no es solo moral ni simbólica. Tiene raíces más hondas: se asienta sobre la lógica del capital, que produce miseria para acumular riqueza, que divide a los trabajadores para evitar que se reconozcan como iguales, que genera cuerpos descartables porque ya no los necesita para la producción. Detrás del muro, hay una fábrica; detrás del decreto, una tasa de ganancia. Y detrás del migrante expulsado, hay un sistema que ha aprendido a sobrevivir excluyendo.
Ante esa estructura que produce exclusión con eficiencia sistemática, toda política verdaderamente humana debe ir más allá de los gestos simbólicos. Por eso, toda política de hospitalidad exige también una política de justicia económica. No basta con reconocer al otro como igual si las condiciones que lo expulsaron permanecen intactas. No hay verdadero encuentro si no se transforman las estructuras que producen al migrante como excedente. La ética no puede quedarse en el umbral de la compasión: debe avanzar hacia la crítica del mundo que produce despojo.
Y, sin embargo, incluso en medio de esa maquinaria que descarta, persiste una grieta por donde puede filtrarse lo humano. Algo frágil, pero esencial: el reconocimiento del otro como parte del mundo. El recuerdo de que no hay política sin palabra compartida. De que toda comunidad justa empieza cuando abrimos espacio para quien viene de lejos. No por caridad, sino por justicia. Porque el mundo no nos pertenece en propiedad, sino en tránsito.
Quizá el mayor desafío de nuestro tiempo consista precisamente en sostener esa grieta abierta. Porque lo que está en juego no es únicamente económico ni legal, sino existencial y estructural a la vez: reaprender a mirar al otro como quien porta una historia, un nombre, un rostro —pero también como alguien cuya expulsión revela las grietas de este orden. Allí donde una persona es reducida a archivo, amenaza o cifra, algo del mundo común se ha perdido. Y algo de la economía global se ha ocultado.
El migrante no es solo alguien que busca llegar. Es alguien que, al llegar, nos pregunta si todavía somos capaces de recibir y si estamos dispuestos a transformar las condiciones que lo arrojaron al margen. Si aún queda en nosotros un resto de hospitalidad. Una memoria de lo humano. Una política no basada en el miedo, sino en el riesgo de convivir. Y una economía no basada en la exclusión, sino en la redistribución del mundo.
Porque el derecho, si quiere ser más que técnica al servicio del orden, debe reaprender a mirar rostros antes que formular categorías. Debe empezar no con la norma, sino con la escucha. Preguntarse no solo qué hacer con el otro, sino qué ha hecho el mundo para que ese otro haya quedado afuera. Preguntarse, incluso, si ese afuera no es una ficción construida para justificar la desigualdad. Porque toda ley que no se deja interpelar por la experiencia del excluido, corre el riesgo de volverse norma vacía, o peor aún, violencia con sello oficial[10].
La política, si quiere seguir siendo el arte de vivir juntos, no puede contentarse con administrar la exclusión ni con reproducir la frontera como principio organizador del mundo. Tiene que arriesgar la incomodidad de abrir espacio, de ensanchar el nosotros, de renunciar al privilegio de la homogeneidad. Tiene que volver a ser la escena donde lo extraño no es borrado, sino invitado; donde la diferencia no es un obstáculo, sino una posibilidad. Dejar de temer la pluralidad y empezar a habitarla. No como amenaza, sino como principio. No como fractura, sino como origen.
Y la economía, si quiere hablar con honestidad sobre la migración, tendrá que dejar de tratarla como una anomalía o un problema a gestionar. Tendrá que asumir que es el resultado lógico de un mundo dividido entre zonas de exceso y territorios de carencia, entre centros de acumulación y periferias de despojo. Los migrantes no llegan porque sí: son arrastrados por la violencia del intercambio desigual, por los contratos rotos del desarrollo, por las promesas vacías del mercado global[11]. Son los cuerpos concretos que encarnan las consecuencias invisibles del capital. Hablar de migración sin hablar de desigualdad es como hablar de exilio sin hablar de guerra. Si la economía no se atreve a mirar a esos caminantes como parte de su propio espejo, entonces seguirá produciendo muros donde debería haber puentes, y cifras donde debería haber rostros. Porque toda expulsión revela no solo un fracaso ético, sino una estructura que necesita repensarse desde su raíz.
Y la filosofía, si quiere estar a la altura de su nombre, deberá abandonar la comodidad del mirador. No puede limitarse a observar, clasificar o comentar desde la distancia: tiene que tomar partido. No basta con pensar el mundo: hay que transformarlo, como Marx nos enseñó. Debe ensuciarse con la historia concreta, dejarse afectar por las vidas que el capital convierte en resto, por los cuerpos que no caben en sus lógicas de valor. No basta con pensar el exilio: hay que pensarse desde el despojo. No basta con teorizar la exclusión: hay que dejar que la exclusión atraviese la raíz misma del pensamiento. Porque cuando la filosofía olvida al otro real —al que camina, al que huye, al que es expulsado por estructuras que se presentan como naturales— corre el riesgo de volverse ideología disfrazada de lucidez. O, peor aún, de ser cómplice del orden que dice criticar.
Notas
[1] Karl Marx, El capital: Crítica de la economía política, vol. 1, trad. Pedro Scaron (México: Siglo XXI Editores, 2011).
[2] David Harvey, 17 contradicciones y el fin del capitalismo, trad. Albert Fuentes (Madrid: Traficantes de Sueños, 2014).
[3] Raúl Zibechi, Territorios en resistencia: cartografía política de las periferias latinoamericanas (Bogotá: Ediciones Desde Abajo, 2008).
[4] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, trad. Ramón Gil Novales (Madrid: Alianza Editorial, 2005).
[5] Ibid.
[6] Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, trad. Wenceslao Roces (Madrid: Akal, 2010).
[7] Hannah Arendt, La condición humana, trad. Ramón Gil Novales (Barcelona: Paidós, 1993).
[8] Hannah Arendt, Responsabilidad y juicio, trad. Miguel Saralegui (Barcelona: Paidós, 2005).
[9] Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal, trad. Carlos Ribalta (Barcelona: Lumen, 2006).
[10] Franz Hinkelammert, El sujeto y la ley. El retorno del sujeto reprimido (San José: DEI, 1991).
[11] Samir Amin, El desarrollo desigual. Ensayo sobre las formaciones sociales del capitalismo periférico (Barcelona: Gedisa, 1977).
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