“La democracia es también cómo se tramitan, la discusión alrededor de ellas y los consensos a los que se llegan. Uno no puede destruir la democracia justificándose en ella misma”
Cuando salieron los «Petro-videos» durante la campaña presidencial, los adalides de la moral pública pegaron el grito en el cielo por la «campaña sucia» que, según ellos, estaba adelantando el hoy presidente. Nada se encontró en las innumerables horas de grabación.
Los entonces atacados hoy atacan a los entonces moralistas. Los papeles se invirtieron. Contra la senadora Valencia hoy arremeten con los mismos argumentos que sus huestes usaron en su momento. Cada bando se pinta de impoluto a la vez que usa los peores improperios. Los recientes hechos, tan similares como poco importantes, serán olvidados como los anteriores.
Lo que sí podemos sacar en limpio es que la estrategia no es otra que vender la idea de que Petro no tiene rumbo, no propone ni ejecuta, no sabe hacia dónde va, como tituló la revista Semana. Este es el discurso preparado que cada miembro de la oposición repite en cada aparición en público. Nada más alejado de la realidad.
A diferencia de buena parte de la oposición, sus políticas y propuestas han sido claras. No todas se han ejecutado, ni siquiera se han iniciado, pero la firmeza sobre el país que se ha propuesto es indiscutible. En este sentido, Petro no es Duque. Tal vez podríamos decir que en efecto el presidente estaba perdido, no estaba cómodo, no actuaba acorde a él. Pero el cambio ministerial es retomar el control, gobernar como sabe y ya ha hecho, no derrumbarse a grandes pedazos, como dice Valencia.
Por esto era de esperarse que su cambio de ministros diera coherencia y cohesión, aunque no necesariamente un mejor gobierno. Se reubicó el mando a la izquierda, con posiciones más fuertes, e incluso más radicales. Esto es, ni más ni menos, por lo que votó Colombia. No por un gobierno en unión con los de siempre, sino por un gobierno de profundo cambio que dé resultados reales.
El problema es que esta radicalización del gobierno, de la que es prueba el «balconazo» del 1 de mayo, dificulta más el proceso de las reformas. La presión desde las calles, que complace al presidente, pero no inmuta a buena parte de los congresistas, solo traería inestabilidad a un país ya demasiado golpeado por el hambre y la inseguridad.
En una eventual movilización social, tal vez los congresistas oigan el llamado de las personas, quizás los poco legítimos presidentes de los partidos se vean en la obligación de ceder. Es posible que el gobierno pueda negociar individualmente o con facciones de congresistas sin más intercambio que bajar la presión ciudadana.
Pero, si el presidente, como dijo en el “balconazo”, está dispuesto a ir hasta las últimas consecuencias para que, de una manera u otra, le acepten las reformas sin discusión, entonces ¿cuál sería el siguiente paso si el congreso no lo hace?
La democracia no es solo hacerle caso al pueblo y tramitar las reformas que él demanda, porque indiscutiblemente demanda reformas profundas. La democracia es también cómo se tramitan, la discusión alrededor de ellas y los consensos a los que se llegan. Uno no puede destruir la democracia justificándose en ella misma.
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