“Como todo lo que produce oro, el árbol de la quina se transformaba en árbol de la muerte; su amable sombra se convertía en escondrijo de la codicia…”. Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre
En muchas conversaciones con amigas y amigos del trabajo solíamos hablar acerca de la labor que ejecutábamos en una Entidad del Estado, cuyo propósito, en términos generales, es adjudicar tierras “baldías”. En estas conversaciones, usualmente, aparecían frases, para identificar a ciertas zonas, como “la Colombia profunda”, “regiones dispersas”, “Los territorios olvidados”, “La otra Colombia”, “tierras en donde imperan otras leyes”, “Macondo”, etc. Así mismo, todos estábamos de acuerdo al afirmar en que gran parte de los problemas de estos sectores era que no existía presencia estatal. Jocosamente decíamos que en aquellos lugares “no llegaba ni Dios”. Asumíamos que eran espacios que no se encontraban dentro del proyecto de “nación” y que el Estado los había olvidado. Que la única presencia, en muchos casos, era la presencia militar. Por consiguiente, nos surgían dudas acerca de si el país era en realidad un Estado en términos jurídicos.
Ahora, el 31 de agosto de 2024, Teresa Bachmann publicó en El Espectador un análisis sobre los resultados y las dificultades de los PDET –Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial–. En esta nota ella afirmaba que estos programas buscaban entre otras cosas “mejorar la calidad de vida y el bienestar colectivo de las comunidades rurales más afectadas por el conflicto armado, promover el desarrollo alineado con los deseos y las necesidades de sus habitantes, cerrar las brechas entre el campo y las ciudades y, aumentar la presencia y la legitimidad del Estado colombiano”.
Los PDET son programas que se derivaron del acuerdo de paz de La Habana, en donde se concretó un tipo de paz territorial a través de tres componentes: los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) y las Circunscripciones Transitorias Especiales de Paz (CITEP). Estos componentes tienen como característica de base la participación ciudadana y el apoyo de la institucionalidad del Estado.
Ahora bien, uno de los principales objetivos de los PDET, en concordancia con Teresa Bachmann, es reducir las brechas entre el campo y la ciudad, para asegurar “el buen vivir, la protección de la riqueza pluriétnica y multicultural, el desarrollo de la economía campesina… el desarrollo y la integración de las regiones abandonadas y golpeadas por el conflicto”. En el espíritu de este programa se halla una vieja dicotomía: la civilización y la barbarie; lo urbano y lo rural; el progreso/desarrollo y el atraso; el centro y la periferia (en términos de Wallerstein); el orden y el desorden. Este binarismo no es otra cosa que la reproducción de un discurso que divide el territorio en dos: adentro y afuera. Los márgenes de las fronteras internas. Se encuentra por un lado el país productivo, civilizado, pacífico –que sabe trabajar, que empuja hacia el horizonte del progreso– y “La Otra Colombia” que es su opuesto o su revés.
La imaginación que se proyecta de este segundo país se basa en un discurso excluyente, ya que no se sitúa en la llamada “frontera agrícola”. En consecuencia, el propósito de los PDET es avanzar en los frentes de expansión de esta frontera –el proyecto de integración a la nación–. Estos programas se asemejan a lo que ocurrió en el pasado con las exploraciones del territorio, las misiones católicas y los diversos procesos de colonización en el siglo XIX y la primera mitad del XX. Resulta interesante que el objetivo de estos programas esté destinado a implementarse en lugares que han estado marcados por imaginarios que han dado lugar a mitos como “el canibalismo”, “la leyenda de El Dorado”, “el salvajismo”, la noción de monstruosidad, la idea de una selva que devora a los hombres, la leyenda negra, los brujos, etc. Así mismo, esta, La Otra Colombia, ha sido el escenario de los excluidos por del proyecto de nación desde el inicio de la Colonia; la presencia de cultivos como la coca, la amapola y la marihuana; ha sufrido la fiebre del caucho, la quina, el petróleo y, actualmente, el turismo voraz. Es el espacio en el que se ha propagado, y albergado también, la violencia, el mito, la realidad y la reproducción del capitalismo.
Esta idea, de la división de los espacios (territorios, etc.), asegura Margarita Serje –autora del libro “El revés de la nación”–, se expresa en un “conjunto de metáforas –como las de fronteras, márgenes o periferias – y de imágenes – como las de tierras de nadie o zonas rojas – que implícitamente hacen referencia al proyecto de expansión y apropiación que se irradia desde los núcleos modernos, urbanos y ordenados hacia grupos y paisajes que aparecen por fuera de su orden”. En ese mismo sentido, Margarita Serje, enfatiza en que esta es una falsa dicotomía, ya que la riqueza que producen estas periferias, en este caso las zonas de los PDET, ha permitido el desarrollo de las regiones centrales. Incluso el desarrollo a partir de las economías ilegales.
Entonces, afirmar o seguir reproduciendo esta idea de la “otra Colombia” –como región no integrada y atrasada dentro del proyecto económico, social y cultural de la nación–, desencadena en la exclusión y el borramiento de lo que solemos llamar las periferias (sucede a escala global y de forma similar en las ciudades y sus alrededores[1]). Estas zonas han coadyuvado para que los centros urbanos emerjan económicamente. Son su condición de posibilidad. Con el fin de sustentar esta hipótesis, Margarita Serje en un artículo coloca como ejemplo el caso del oro; “extraído en regiones que se encuentran hoy entre las más “pobres, atrasadas y olvidadas” del país (como el Chocó y el nororiente antioqueño)”.
La noción de “la Otra Colombia”, incluida implícitamente en los PDET, contribuye con la construcción de una geografía diferenciada [2]en donde las zonas altas son las portadoras del progreso/desarrollo, del trabajo, de la paz y la civilización –no solo de la población, sino, también de sus paisajes–. Este tipo de discursos legitiman las intervenciones que pueden llegar a considerarse viables y tolerables. Es importante destacar que las intervenciones varían desde lo estatal, como es el caso de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), hasta lo privado, e incluso pueden llevarse a cabo a través de la violencia, tanto por parte del Estado como por actores armados, con o sin el apoyo del Gobierno. En este último aspecto, es pertinente recordar el discurso de los grupos paramilitares, que justificaban su presencia argumentando la falta de presencia del Estado – presencia que fue permitida por el Estado, junto con algunas de sus instituciones, en diversas regiones del país.
Es necesario configurar, construir y cambiar las imágenes que nos conducen a pensar en estos lugares como paisajes del miedo y el atraso. El oscuro trasegar de estas regiones, observadas desde los cielos del altiplano, ha llevado a invisibilizar su contribución a la reproducción y sostenimiento de la economía capitalista en el país, permitiendo así su explotación feroz y perpetuando su estado de exclusión. La Colombia profunda, encarnada en este tipo de programas, que a su vez excluyen otros territorios –es necesario preguntarse la razón–, hace parte de un mismo proceso económico, político y militar. En ella se arrasan con ferocidad los paisajes, llegan los monocultivos, se extrae el oro negro, hay deforestación y se reproduce la mano de obra al servicio del capital (la explotación de la materia prima). El discurso de los PDET es viejo, solo que los términos y fantasías jurídicas, atravesadas por el lenguaje del mercado, varían de conformidad con la coyuntura.
[1] Para ampliar este tema revisar la idea de fractales en “El revés de la nación” de Margarita Serje.
[2] Para ampliar este tema ver “Nación y diferencia en el siglo XlX colombiano” (Julio Arias Vanegas).
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