Cuando Dios -siempre benevolente- se enteró del fruto al que habían accedido sus hijos contra su prescripción, dijo con inquina:
“(…) Porque escuchaste la voz de tu esposa y te pusiste a comer del árbol respecto del cual te di este mandato: ‘No debes comer de él’, maldito está el suelo por tu causa. Con dolor comerás su producto todos los días de tu vida. Y espinos y cardos hará crecer para ti, y tienes que comer la vegetación del campo. Con el sudor de tu rostro comerás pan hasta que vuelvas al suelo, porque de él fuiste tomado. Porque polvo eres y a polvo volverás.”
Condenada quedó la existencia del ser humano a depender de la tierra, condenada quedó la tierra a soportar el hombre. De aquella dependencia devino mucho de lo que conocemos hoy como sociedad; pasamos de recoger sus frutos en cualquier lugar, a encontrar asidero permanente y conformar la propiedad privada; erigir reinos, imperios, y feudos; permitir regímenes esclavistas, figuras de encomenderos, y la concentración de riquezas que hasta la actualidad persiste. Por supuesto, el acceso a la propiedad privada es más ‘democrática’ ahora que antes, pero el sistema liberalista se construye sobre una base cimentada en terreno desigual.
Para resumir el asunto: la tierra siempre ha significado un meollo. De eso pueden dar fe los miles de campesinos refugiados en el éxodo, los desplazados, expropiados, violentados. Quienes más han asumido la responsabilidad de laborar las tierras, son quienes menos garantías tienen, o, quienes más desprotegidos están. No han podido recoger las riquezas del suelo, pues todo les es, directa o indirectamente, arrebatado.
En ese sentido, un caso atinente es el que hoy quiero narrar:
Era un martes corriente. Había terminado una clase de la mañana a la cual, dicho sea de paso, distraje mi cabeza pensando en otras pasiones. Después de terminar, permanecí en la oficina improvisada que he ideado para amenizar mis tardes, estudios y preocupaciones. Entonces, llegó mi tío de visita: ya esperaba su llegada; sabía que necesitaba mi ayuda para algo.
Al principio parecía sencillo: solo debía crear un correo electrónico -para la mayoría de las personas de generaciones anteriores ese cometido es un indescifrable-. Entre otras cosas, el correo no era para él, sino para un conocido suyo, y por medio de este pretendía enviar unos documentos a la fiscalía. Ahí es cuando me asaltó la intriga, ¿a qué venía todo esto?
Resulta ser que hace unos años compró los derechos de una finca, en una zona rural del pueblo. Tras su presencia en el lote, unos malhechores lo han hostigado para que abandone el predio alegando que no puede estar allí. Según su versión, le han amenazado y peor aún, han ingresado en la propiedad provocando daños. Sin justificar los ataques, se debe decir que el asunto no es tan sencillo: él no ha comprado la propiedad, sino sólo el derecho de usufructo.
Por otra parte, me confiesa que la denuncia dispuesta a hacer no es para él, sino para un vecino suyo que también está sufriendo una situación parecida, al parecer, por los mismos sujetos. Este señor ha vivido muchos años allí, en una finquita de la zona que ha levantado, por decir poco, con las uñas.
A Don Carlos -lo llamaré así a partir de ahora- lo han asustado seriamente hace un par de años atrás. Primero lo intentaron engañar para que llevara los documentos originales de la finca a un supuesto abogado y presunto colaborador de los victimarios. Como no pudieron conseguir lo perseguido, intentaron quitárselos a la fuerza: una parranda de pandilleros armados acudieron a visitarlo; esta vez tampoco lograron hacer nada porque Don Carlos se escondió. Frente a todo ello, denunció ante la fiscalía y acudió a una inspección de policía. Por un lado, la investigación no ha avanzado en nada; por el otro, esta es respuesta de la inspección:
“(…) nos dijeron que no podíamos tener tierras por allá por arriba porque eso eran tierras del estado y ellos no le podían recibir la demanda en contra del señor xxxxxx y nos despacharon, hasta el día de hoy que vea casi me matan, sino es porque me encierro en mi casa esos sujetos me matan.” (Así consta textualmente en el documento de la denuncia original)
Con total fascinación, el tío y Don Carlos veían como escribía en mi pequeño computador una petición solicitando al ente investigador información del proceso, sin saber, por supuesto, que es de las cosas más básicas que una persona debería saber hacer. Hice mi mejor esfuerzo en la redacción del documento. Finalicé, lo envié, y nos despedimos. Mientras tanto, mi mente era un remolino.
Del caso hay varios puntos por mirar. Lo primero es que el proceso de investigación actúa con desdén e indiligencia. Lo segundo es que el aparato gubernamental, incluso en municipios meridianamente desarrollados como Santa Rosa de Cabal, no ha hecho un trabajo serio para enterar a las personas inmiscuidas en estas situaciones, es decir, bajo qué condiciones se encuentran, qué derechos les asiste, qué opciones tienen y cómo pueden definir su estado respecto de determinada tierra. Además, desde una perspectiva macro-sociológica, este tipo de abandonos provocan daños irremediables para el campo, y en consecuencia, la producción de materias primas o productos de primera mano se afecta en gran medida, quedando así a merced de importaciones nocivas para una agroindustria agonizante (en otra ocasión desarrollaré la idea).
Pude hablar con Don Carlos. El hombre es sencillo. Habla de una manera que me resulta jocosa. En sus ojos se refleja una inmensa gratitud. Sus manos son toscas a la vista. A pesar de todo y su desgracia -días antes le habían tumbado 1200 palos de café, 480 matas de mora, dañaron el guineo en producción, segaron el jardín y desplomaron su marranera-, se resolvía optimista, y mientras evocaba el relato del que me servía para hacer una petición formal, no se me salía de la cabeza aquella consigna que aparecía en esas hojas marchitas por el tiempo:
“PREGUNTADO: tiene algo más que agregar enmendar, corregir a la presente diligencia. CONTESTO: si claro, necesito que por favor me presten atención porque la verdad hoy casi me matan y la verdad no sé si mañana me pueda volver a escapar de esa gente.”
Esa última frase bien puede ser el gran mensaje de los Nadies: los hijos nadie, los dueños de nada1…
REFERENCIA:
- Remítase a Eduardo Galeano, ‘Los nadies’.
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