(Una intensa novela corta de Joseph Roth, con copas y amoríos)
Es la obra final, el testamento literario (también pudiera ser su epitafio), la prueba postrera de la capacidad fabuladora y el último suspiro de un escritor que, para la historia de la literatura, ya es un clásico del siglo XX. Joseph Roth, muerto a los 45 años, legó un sartal de libros, entre novelas, cuentos, crónicas y otras notas periodísticas, que aún se leen con pasión, interés y curiosidad. Su “canto del cisne” fue La leyenda del santo bebedor.
Puede que no sea una obra (novela corta, escrita con ritmo de vértigo) apta para alcohólicos. O sí; porque es una ebriedad permanente, una variedad en escenarios y peripecias, que, todo junto, puede causar una borrachera monumental a punta de Pernod (la absenta ausente) o de palabras bien medidas, trazadas en periodos cortos, con escenas de amores de paso, conversaciones reveladoras y milagros. Sí, milagros que pueden ser, como son en efecto, azarosos, inesperados y capaces de cambiar el rumbo de una vida.
Sucede en la primavera de 1934 en París. Y el protagonista es Andreas, que él mismo ya había olvidado su apellido, pero que, por alguna circunstancia especial, reaparece: Kartak, expresidiario, minero, y, lo más característico, un sin techo, un callejero, descasado, sin domicilio conocido: o sí, su casa eran los puentes del Sena, y a quien no exactamente se le “aparece la virgen”, sino otro como él, sin techo, bien trajeado, que le encomienda llevarle a Teresa de Lisieux, una santa carmelita, doscientos francos por los “favores recibidos”. Es decir, la monja santificada en 1925, y también conocida como Santa Teresita o Teresa del Niño Jesús y la Santa Faz, deberá recibir una “propina” de un feligrés agradecido.
Y en este punto comienza una serie de peripecias de Andreas que, en domingo, tiene la misión de acercarse a la iglesia de Sainte Marie des Batignolles a depositar la ofrenda en las manos del sacerdote que acabe de oficiar la misa. Tener en los vaciados bolsillos doscientos francos, cantidad que hacía tiempos no veía ni tocaba de cerca, transformó los comportamientos del descastado habitante callejero que, en el fondo de sus deseos y honorabilidad, sí aspira a cumplir con la promesa de llevarlos en domingo a la parroquia donde está la imagen de la popular santa francesa.
En el ritmo desenfrenado de esta historia el lector se topará con visiones rápidas de obstáculos imprevistos que harán que Andreas, el sin techo, cada vez vaya aplazando su cometido. Irá a bares, hoteles, cafetines, salas de cine, pero la iglesia siempre estará en un lugar inaccesible, incierto, porque cada vez que está cerca, se aleja de ella, por asuntos impredecibles, sorpresivos, que hacen que el “santo bebedor” esté más cerca del licor y otras compañías que de los hábitos de la santa.
En el compás de los sucesos, que tienen la tonalidad y los atributos del milagro, se reencontrará con un amigo de infancia, devenido futbolista famoso que, asombrado por la presencia de abandono de Andreas, le ofrecerá trajes de alquiler, lo mismo que un cuarto de hotel elegante. Aventuras de seducción y amoríos se combinan con copas e imprevistas acciones en esta obra que encanta. Y Andreas, el vagabundo, tendrá, como cosa rara, siempre el dinero que requiere para llevarlo a la que parece al final de cuentas una iglesia imaginaria, inaccesible para este personaje que vive un agitado cambio de escenarios y circunstancias.
A veces parece como si hubiera, a la usanza antigua griega y romana, un deus ex machina, el surgimiento de una circunstancia repentina, o, en este caso, un personaje que desvía los acontecimientos y, más que a estos, el destino del protagonista, cada vez más hundido en los paraísos artificiales de la bebida, de lo báquico y dionisíaco. Con un estilo directo, en el que las enumeraciones son otra vez parte de una de las aptitudes de Roth, la Leyenda avanza como un río crecido y el lector debe sumergirse en la corriente imparable que tendrá, en medio del humor y la piedad, un final que quizá no era el esperado.
Andreas vive al día, como si reprodujera el antiguo Carpe Diem, la flor del día. No hay proyectos. La vida ocurre ahora y no hay tiempos para la memoria ni para la planeación. El azar, para el cual no hay brújulas ni astrolabios, sopla en cada capítulo de esta brevedad que es una joya literaria y la coda de un novelista, de un escritor que vivió en medio de la gran creación, de las persecuciones, de los delirios alcohólicos y la mitomanía.
“Los rasgos que hacen grande a un escritor pueden ser muy diversos, pero Joseph Roth aúna en alto grado tres indiscutibles: la capacidad de plasmar mundos y ambientes, la de conmover con los destinos de sus personajes, y la de hacerlo en un estilo único y reconocible. Su mérito es mayor incluso, ya que el mundo que evoca lo extinguió no solo el tiempo sino un genocidio”, dice el traductor Ibon Zubiaur.
La obra, de una intensidad que no permite parpadeos, tiene el tono de las leyendas urbanas, de las historias que solo pueden surgir en determinadas ciudades, en este caso París, la urbe que, por otra parte, quiso mucho el escritor (otras fueron Viena y Berlín), que por otra parte dejó una especie de historia de las mentalidades con su novela magna sobre el imperio austro-húngaro, La marcha Radetzky. París, el Sena, el santo bebedor, los puentes, los camareros, los bulevares, muchachas como Karoline, son parte del tejido impecable de esta noveleta.
El santo bebedor, un sin techo bien adaptado, no sufre. Es como un asistido, una especie de iluminado, uno que es objetivo de las azarosas bondades del milagro. Sí, del milagro de vivir afuera, sin casa, sin familia y sin padecer dolorosas soledades. No es un angustiado. Ni un arrepentido. Andreas es alguien libre que ha aprendido a vivir con muy poco y siempre está a “media caña”, chispeado. En olor a anís. Y, por qué no, en olor a santidad.
(Reseña escrita en Medellín el 24 de septiembre de 2021)
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