El eco de la palabra: Entre la libertad y la responsabilidad
En anteriores entregas para este mismo medio, hablé de la libertad vista desde una mirada bolivarista y posteriormente vista como la muestra el imperio norteamericano al mundo por medio de la propaganda. En esta ocasión me parece apropiado hablar de la libertad de expresión comprendida desde el contexto actual colombiano, donde la polarización, la difamación y el odio son protagonistas en el debate político en redes sociales y espacios de debate públicos como medios de comunicación.
La palabra es el alma de la democracia. Es el aire que respira el debate público, el instrumento con el que se construyen y deconstruyen las sociedades. Pero como advertía John Stuart Mill en su obra cumbre, Sobre la libertad, este principio sagrado encuentra su frontera natural en el daño a los demás. “La única razón por la cual el poder puede ejercerse legítimamente sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, en contra de su voluntad, es para evitar un daño a otros”, sentenció el filósofo. Esta idea, simple en su formulación, se vuelve un laberinto ético en la práctica.
Las normas, leyes y reglamentos de una sociedad son mecanismos internos, algunos internacionalizados, que actúan como una construcción social que existe para mantener un orden y un equilibrio social. Están construidos por medio de límites a las libertades humanas, para conservar un lineamiento de orden que nos permita seguir manteniendo el equilibrio social que nos ha preservado como especie. Así como lo mencionaba en un artículo anterior, la libertad se basa en limites, o de lo contrario, se convierte e anarquía.
Hannah Arendt, por su parte, nos recordó que la libertad política no es un acto solitario, sino un ejercicio colectivo que requiere responsabilidad pública y un compromiso con la verdad como cimiento del espacio común. La palabra, para Arendt, es lo que nos inserta en el mundo, pero también puede ser lo que lo destruye. Jürgen Habermas, con su teoría de la “acción comunicativa”, fue más allá: para que un diálogo sea genuino y democrático, debe estar regido por el respeto, la argumentación racional y la ausencia de violencia verbal. Finalmente, Umberto Eco, en Apocalípticos e integrados, nos alertó sobre cómo los medios de comunicación, en su afán de masificar, pueden deformar la opinión pública y crear “discursos tóxicos” que envenenan el bienestar social.
A lo largo de la historia, la comunicación ha servido como un regulador de las libertades y un vigilante de los límites que al cruzarse se convierten en amenazas para la integridad y el orden social. Sin embargo, hay que decirlo, esta misma herramienta ha servido como arma para violar toda libertad. La libertad de expresión ha sido tergiversada y utilizada para justificar el daño a sectores de la sociedad por parte de personas, políticos, periodistas, instituciones, gobiernos y medios de comunicación que siguen lineamientos políticos y económicos poderosos.
En un país como Colombia, donde la palabra ha sido históricamente arma y refugio, donde el silencio ha sido tan letal como la bomba, la libertad de expresión requiere ser defendida con uñas y dientes, pero también delimitada con sabiduría y rigor. Es preciso preguntarse: ¿hemos llegado a un punto donde la libertad se confunde con la licencia, donde el derecho a opinar se transforma en un permiso para agredir, revictimizar y destruir la dignidad ajena? Vale la pena explorar esa delicada frontera, analizando el problema desde la filosofía, el contexto colombiano actual, el marco jurídico y el poder de los medios de comunicación.
La tormenta en el Ágora: Cuando la palabra se convierte en arma en Colombia
El debate público colombiano, lejos de ser un foro de ideas, se ha convertido en un coliseo donde el adversario no es un contrincante, sino un enemigo a aniquilar simbólicamente. La polarización ha calado tan hondo que el insulto ha reemplazado al argumento y la descalificación, a la evidencia. Esta deriva no es un fenómeno espontáneo; es alimentada por voces con un inmenso poder de convocatoria que, desde sus trincheras mediáticas y políticas, han normalizado la agresión como una forma de hacer política.
El poder del discurso no puede ser subestimado. Las palabras de los líderes políticos y de opinión tienen un peso grande en las sociedades. Los líderes políticos son sabedores de este poder y lo usan muy bien. Un discurso político exitoso siempre busca un enemigo, un antagonista de su historia para mostrarse como salvador, héroe o redentor. Así funciona el storytelling en la política. Lo negativo de esto, por supuesto, es la estigmatización que sufren algunas minorías de la sociedad, usadas como blanco para la construcción de una narrativa que sirva como escenario de una campaña o una ideología política.
Voces que rompen el tejido social: Casos emblemáticos del discurso hostil
En los últimos años, hemos sido testigos de episodios que hielan la sangre por su crudeza y su burla al dolor humano. El representante Miguel Polo Polo generó indignación cuando, en noviembre de 2024, retiró con desprecio unas botas simbólicas instaladas por las Madres de los Falsos Positivos en la Plaza Rafael Núñez y las colocó dentro de bolsas de basura. Este acto no fue una metedura de pata aislada, sino una señal de deshumanización: cuestionó la cifra de las 6.402 víctimas reconocidas por la JEP, denunciando que estaría “inflada” y atribuyéndole motivaciones políticas. La Corte Constitucional concluyó que sus expresiones vulneraron la dignidad de las familias, pues sus comentarios “carecieron de sustento fáctico y desconocieron la verdad judicial sobre los falsos positivos”.
Además, su accionar ha derivado en un proceso judicial: la Corte Suprema abrió una investigación formal en su contra por posibles delitos de discriminación e injuria, tras considerar que su intervención contra la memoria de esas víctimas podría constituir un acto de odio institucional. Más allá de la polémica política, esto constituye una revictimización masiva, una negación de la humanidad de quienes sufrieron ejecuciones extrajudiciales y un desprecio inadmisible para las madres que aún exigen justicia.
De igual manera Vicky Dávila ha construido parte de su discurso público en torno a una hostilidad sostenida hacia el presidente Gustavo Petro y sus simpatizantes, con un lenguaje que resulta despectivo y polarizante. Su posición mediática muchas veces reproduce líneas críticas sin matices, e incluso se le ha señalado por difundir información poco contrastada, lo que contribuye a una narrativa que simplifica y demoniza a quienes comparten una visión política distinta.
La senadora María Fernanda Cabal, por su parte, ha convertido su cuenta de X en una plataforma agresiva desde la que lanza insultos y amenazas veladas contra periodistas, estudiantes y activistas. No sólo los califica como “castrochavistas” o “enemigos de la patria”, sino que su retórica política alimenta un discurso de división: quienes no piensan como ella son deslegitimados moral y políticamente, lo que fomenta una cultura de intolerancia.
Abelardo De la Espriella, abogado y figura pública, ha llevado el tono de la confrontación a un nivel explícito de violencia verbal. En una entrevista radial, llegó a decir que su objetivo era “destripar” a la izquierda, argumentando que consideraba a esos sectores como un “cáncer” que debía ser erradicado. Este discurso no sólo representa una amenaza simbólica, sino que ha sido denunciado por incitar al odio político, lo que pone en riesgo la convivencia democrática y el respeto por la vida de la diversidad ideológica.
Estos no son actos aislados. Son manifestaciones de un discurso de odio que se propaga como reguero de pólvora, legitimando la violencia simbólica y, en algunos casos, allanando el camino para la violencia física. La pregunta que surge es inevitable: ¿dónde queda el derecho a la honra, a la dignidad, a no ser objeto de vejámenes públicos?
El poder de los grandes medios: ¿Información o manipulación?
Este fenómeno se ve amplificado por el poder de los conglomerados mediáticos tradicionales. Medios como Revista Semana, Caracol Televisión, RCN Televisión, La FM o El Tiempo poseen una capacidad innegable para moldear la opinión pública. Sin embargo, en su afán por defender ciertos intereses ideológicos o económicos, han incurrido en prácticas que alejan al periodismo de su misión ética. La presentación de noticias con medias verdades, la selección sesgada de expertos, la omisión de contextos cruciales y, en el peor de los casos, la difusión de mentiras flagrantes, se han convertido en estrategias para manipular a las audiencias y “acomodar” la realidad a una narrativa preestablecida.
Este abuso de poder no sólo vulnera la libertad de expresión de quienes son atacados, sino que coarta la libertad de pensamiento de los telespectadores y lectores, que son alimentados con una versión distorsionada de los hechos. Se fabrica un consenso artificial donde la disidencia es ridiculizada y el pensamiento crítico es aplastado bajo el peso de la repetición y la agresión.
En este escenario, el caso del ciudadano judicializado por amenazar al presidente Petro se convierte en un espejo que refleja la doble moral. Mientras algunos opinantes pueden lanzar indirectas y llamados a la violencia desde los micrófonos con relativa impunidad, un ciudadano común enfrenta las consecuencias legales de cruzar una línea que, para la justicia, sí es clara. Esto demuestra que los límites existen, pero que su aplicación parece depender de quién habla y desde qué plataforma.
El andamiaje jurídico: fronteras claras para un derecho fundamental
A pesar de la confusión generada por algunos actores públicos, el ordenamiento jurídico colombiano es claro y contundente: la libertad de expresión no es un derecho absoluto. Es un principio fundamental, pero como todos los derechos, encuentra sus límites en el respeto a los derechos de los demás y a los principios democráticos. No es un cheque en blanco para ofender, calumniar o incitar al odio.
La Constitución: El Contrato Social de la Palabra
La Constitución Política de Colombia de 1991, una de las más avanzadas del mundo en materia de derechos, establece un equilibrio preciso. El Artículo 20 garantiza la libertad de expresión y de información, pero el mismo texto constitucional, en su Artículo 21, protege el derecho a la honra. El Artículo 15 ampara el derecho al buen nombre y a la intimidad, y el Artículo 95 establece como uno de los deberes de los ciudadanos “respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios”. La Constitución misma, por tanto, dibuja la frontera: mi libertad termina donde comienza tu dignidad.
La ley penal: Cuando la palabra delinque
El Código Penal colombiano tipifica como delitos precisamente esas conductas que algunos pretenden amparar bajo la libertad de expresión. El Artículo 220 sanciona la injuria, es decir, el ultraje realizado a través de palabras o acciones que deshonren o desacrediten a otra persona. El Artículo 221 castiga la calumnia, la imputación de un delito falso que pueda perjudicar la reputación ajena. Más grave aún, los Artículos 347 y 348 sancionan la apología del genocidio y la incitación al odio, reconociendo que hay discursos que, por su potencial destructivo, deben ser proscritos en una sociedad democrática. Las amenazas, claro está, también están penadas por la ley.
El Compromiso Internacional y la Jurisprudencia Patria
Colombia no está sola en esta concepción. La *Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José), en su Artículo 13, garantiza la libertad de pensamiento y expresión, pero inmediatamente establece que su ejercicio estará sujeto a “las responsabilidades ulteriores que fijen la ley”, prohibiendo expresamente “la propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia”.
La Corte Constitucional colombiana ha sido consistente en esta línea. En sentencias como la C-010 de 2000, la T-391 de 2007 o la T-110 de 2019, el alto tribunal ha reiterado que la libertad de expresión, si bien es preferente y goza de una protección reforzada en el debate político, no ampara los discursos de odio, la injuria ni la calumnia. La Corte ha entendido que un debate público sano se construye con ideas, no con ataques personales, y que la protección a la dignidad humana es un pilar tan importante como la libertad de expresión para la supervivencia de la democracia.
La fábrica del odio: Cómo los medios moldean la realidad hostil
¿Cómo llegamos a este punto? La respuesta no reside únicamente en la maldad de unos pocos, sino en la lógica misma de los sistemas mediáticos contemporáneos. Los teóricos de la comunicación nos ofrecen herramientas clave para desentrañar este mecanismo.
El poder simbólico y la violencia mediática
El sociólogo Pierre Bourdieu nos habló del “poder simbólico”: esa capacidad sutil pero efectiva de imponer una visión del mundo legítima, de hacer que las jerarquías sociales parezcan naturales. Los comunicadores y medios de comunicación con gran alcance ejercen este poder simbólico. Cuando un presentador de televisión o un columnista influyente insulta o descalifica, no está emitiendo una simple opinión; está ejerciendo una violencia simbólica que refuerza prejuicios y estigmatiza a grupos enteros, legitimando su exclusión del debate cívico.
Fabricando consenso… o resentimiento
Noam Chomsky, en su obra La manufactura del consentimiento, argumentó que los medios de comunicación masivos, en lugar de informar, a menudo funcionan como sistemas de propaganda que sirven a los intereses de las élites económicas y políticas. En el contexto colombiano actual, podríamos hablar de una “manufactura del resentimiento”. Medios y líderes de opinión se dedican a bombardear a la audiencia con narrativas de enemigos internos, de crisis perpetua y de una supuesta pérdida de valores, generando un clima de hostilidad y miedo que impide el pensamiento crítico y fomenta la agresión como única respuesta posible.
Como bien señaló Marshall McLuhan, “el medio es el mensaje”. La velocidad, la inmediatez y la emocionalidad de la televisión y las redes sociales amplifican los efectos sociales del mensaje. Un insulto en un programa de audiencia masiva no es lo mismo que una discusión en un café; el medio magnifica su impacto, normaliza la agresión y la convierte en un espectáculo.
Hacia una república de la palabra responsable
La libertad de expresión es la piedra angular sobre la que se edifica cualquier democracia digna de ese nombre. Permite la disidencia, fiscaliza el poder y es el motor del progreso social. Pero una libertad sin responsabilidad es un grito vacío en el vacío, una fuerza que, en lugar de construir, derriba. En los tiempos convulsos que vive Colombia, necesitamos con urgencia recuperar el sentido sagrado de la palabra.
Necesitamos voces críticas, pero no voces violentas. Necesitamos argumentos sólidos, no insultos fáciles. Necesitamos una prensa libre e independiente, pero no una prensa que confunda la libertad con la impunidad para dañar. Defender la libertad de expresión es, ante todo, defender la dignidad humana, el derecho a ser tratado como un igual, a no ser humillado públicamente, a no ver el dolor de uno convertido en munición para el escarnio ajeno.
La tarea es monumental. Requiere una autorregulación ética por parte de los medios, una educación mediática que forme a los ciudadanos en el pensamiento crítico y una actuación firme de las autoridades judiciales para hacer cumplir los límites que la ley ya establece. Se trata de construir una verdadera república de la palabra, donde el diálogo reemplace al monólogo, donde la empatía desplace al desprecio y donde la libertad sea, finalmente, lo que siempre debió ser: una herramienta para la convivencia, no un arma para la destrucción.
Referencias y fuentes consultadas
- Arendt, H. (2005). La condición humana. Paidós.
- Bourdieu, P. (2000). Sobre la televisión. Anagrama.
- Chomsky, N., & Herman, E. S. (1988). Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media. Pantheon Books.
- Constitución Política de Colombia (1991).
- Corte Constitucional de Colombia. Sentencias C-010 de 2000, T-391 de 2007, T-110 de 2019.
- Eco, U. (1995). Apocalípticos e integrados. Lumen.
- Habermas, J. (1987). Teoría de la acción comunicativa. Taurus.
- Mill, J. S. (2014). Sobre la libertad. Alianza Editorial.
- Organización de los Estados Americanos. (1969). Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica).
- Código Penal de Colombia. Ley 599 de 2000.














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