“Hay niños que nunca aprendieron a morir, y sin embargo mueren. “
Desde algún rincón de Gaza – ese nombre que ya no se pronuncia con asombro sino con el cansancio de la resignación – se ha levantado otra cifra. Cincuenta y ocho muertos. Niños, también. Los reportes ya no detallan edades, colores de pijamas, nombres grabados en los útiles escolares, ni las canciones que cantaban antes de que la metralla les cercenara el presente.
El lenguaje se ha vuelto cómplice. “Operación”, “objetivo”, “colateral”. Palabras vacías, neutras, que pretenden darle pulcritud a lo atroz. Como si matar pudiera ser quirúrgico, como si asesinar pudiera ser sinónimo de estrategia. Pero un niño no es una base de Hamás. Una niña no es una amenaza potencial. Son cuerpos aún aprendiendo a nombrar la ternura. Son vidas que aún no descubrieron el miedo hasta que éste las devoró por completo.
En las últimas horas, un bombardeo israelí en Jan Yunis, al sur de la Franja de Gaza, mató a nueve hijos menores de edad del médico palestino Hamdi Yahya Najjar. Tanto el médico como otro de sus hijos resultaron heridos de gravedad y están hospitalizados. Las víctimas, de entre menos de un año y 12 años, fueron identificadas por las autoridades gazatíes, quienes denunciaron la masacre como parte de un patrón de violencia sistemática por parte del ejército israelí.
El número total de muertos en la ofensiva militar israelí en Gaza supera los 53.900 desde el 7 de octubre de 2023, incluidos casi 3.750 fallecidos tras la ruptura del alto el fuego el 18 de marzo.
La ONU ha advertido que toda la población de Gaza corre riesgo de hambruna y ha exigido a Israel el cese del bloqueo de la ayuda humanitaria.
Cadena SER
Hay algo obsceno en la forma en que el mundo asiste, impávido, al exterminio. Y no exagero: exterminio, porque ¿qué otro nombre merece la sistemática aniquilación de un pueblo que ya no tiene tierra, ni techo, ni cielo?
Occidente mira hacia otro lado. Hay una alquimia cruel en la diplomacia: la sangre palestina parece tener menos densidad moral que la de otros pueblos. Como si doliera menos. Como si la infancia allí fuera menos humana. Se habla de “proporcionalidad”, de “derecho a defenderse”, como si eso justificara arrasar barrios enteros, hospitales, escuelas. Como si el dolor se pudiera medir con reglas de acero.
No soy ingenuo. Sé que hay quienes leerán esto y responderán con mapas, con fechas, con argumentos que han sido curados por décadas de ideología y de desinformación. Pero aquí no estoy haciendo geopolítica. Estoy, simplemente, de duelo.
Porque esta no es una columna para entender. Es una columna para no olvidar. Para mirar de frente lo que ya no se quiere mirar. Para preguntarnos, con el temblor de la lucidez, cuánto más puede resistir una humanidad que ha aprendido a tolerar la matanza de niños como un daño colateral aceptable.
Gaza sangra. Y en su herida se refleja el fracaso del mundo.
Hoy, otra madre entierra a su hijo con las manos. Y el polvo, que debería cubrir de tiempo las heridas, sólo cubre de olvido lo que deberíamos nombrar con urgencia.
Hay niños que nunca aprendieron a morir, y sin embargo mueren.
Y nosotros, los civilizados, seguimos buscando el eufemismo perfecto.
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