Mediante estas líneas no pretendo ubicarme sobre un pedestal de superioridad moral para carnetizar liberales, personas afines a la derecha –en su concepto puro, por supuesto– y otros anti-colectivistas que se ponen en el frente de la batalla de las ideas –esa labor, de hecho, me molesta sobremanera–. Tampoco me interesa decirle a nadie en qué debe creer o qué principios y valores lo deben mover, mucho menos cómo deben manejar y hacer sus cosas. Los que me conocen saben que mis bases filosóficas son aristotélicas, por ello, mi objetivo más que exponer a arribistas que se valen de nobles ideales para alcanzar, la mayoría de las veces, migajas de poder, consiste en invitar a los simpatizantes del liberalismo clásico y el libertarismo para que se apeguen a los hechos siempre y se mantengan muy alerta, porque de quienes les voy a hablar, a la larga, lo que están haciendo es allanar el camino para que la izquierda más radical y carnívora goce de plena soberanía en nuestras naciones.
Antes de entrar en materia, hablaré de un movimiento religioso que existe desde la edad media y que, honestamente, contémplese desde la óptica que se contemple, no va a llegar jamás a un buen fin. Ese movimiento religioso es el ultramontanismo o de los ultramontanos. Dicha doctrina fue erigida en aras de sostener una relación de concordato incontrovertible entre la iglesia católica y los diversos Estados, y afirma que el Papa, máxima autoridad de la iglesia en mención, posee primacía espiritual y territorial sobre el poder político; por ende, toda potestad civil debe subordinarse a la eclesiástica. El sustantivo ultramontanismo, a la luz de la etimología, traduce “más allá de las montañas”. Tanto la descripción del movimiento como la génesis de su concepto dejan más que claro que lo que quieren los ultramontanos es volver a los tiempos en los cuales la iglesia católica estaba en cama con el Estado, y que además los gobernantes requieran aprobación del Papa para tomar cualquier decisión que tenga que ver con su nación.
Puede resultarle inverosímil a mis lectores que en estos tiempos aún existan personas atraídas por estas ideas, pero es así. La verdad, más que un asunto de apreciación personal, es un hecho que aquellos que vean en el ultramontanismo la solución a todos los problemas políticos y socioculturales por los cuales atraviesa la humanidad, no están bien de la cabeza. Lo peor del asunto es que una considerable masa de ultramontanos, sacando provecho de que en nuestra época la “moral y las sanas costumbres se han perdido”, y asumiendo el liderazgo de banderas como el activismo provida y la mal llamada “guerra cultural”, imbuyen con una especial sutileza sus ideas, aunado a que han encontrado en el liberalismo, económico fundamentalmente, la plataforma perfecta para su cometido.
Estos personajes que, a ciencia cierta son colectivistas puros y duros, manifiestan, además de lo ya dicho, un conservadurismo ortodoxo que raya en la idolatría. Su modus-operandi podría compararse perfectamente con el de los nazis más fanáticos durante la Segunda Guerra Mundial.
Entre otras cosas, tienden a crear cultos a la personalidad alrededor de sus referentes de lucha más notables y a romantizar eventos históricos como las cruzadas, instituciones como el Tribunal del Santo Oficio (inquisición española) y la misma iglesia católica y modelos autárquicos como la monarquía absolutista y de reconocidos dictadores de “derecha” como Augusto Pinochet o Jorge Rafael Videla; también han desarrollado un extraño fetiche por todo lo que tuvo que ver con la cultura española de los tiempos del medioevo y de la conquista de América. Para ellos, el hecho de que la mayoría de los países de la región nos hayamos independizado de la Corona Española, les parece uno de los peores errores cometidos en toda la historia. Si bien nuestros modelos de nación no son los más idóneos o tienen como mínimo una aproximación al liberalismo –ya ni Chile se salvó–, es claro que ser colonia no suele ser algo muy bueno. Para rematar, son conspiranoicos a más no poder y todo lo que los refute, incluso las acciones de otros liberales, tiene que ver con una agenda oculta emprendida por poderosos empresarios (George Soros, por citar un ejemplo) que juegan a ser dios. Curiosamente, con lo que ellos hacen, juegan a ser dios como nadie.
Estos personajes son a quienes yo llamo los enemigos íntimos, porque están más cerca de nosotros los liberales de lo que suponemos. No obstante, conforme pasa el tiempo, más y más personas, tanto dentro como fuera del liberalismo, hemos notado realmente hacia donde van y del terrible daño que le están haciendo a nuestras ideas, además de que su problema no radica en lo retrógrados que son, sino en lo nocivos que serían en una eventual llegada suya al poder.
¡Sin pelos en la lengua! Los enemigos íntimos más evidentes son la mayor parte del círculo de influencia que rodea a Agustín Laje (él incluido), y acerca de quienes son nuestros enemigos íntimos más representativos y, a su vez, los más paradójicos por lo que hicieron y hacen todavía, estaré hablándoles en una próxima entrega.
Quiero invitar a los liberales de Occidente a que se tomen un tiempo para analizar estos personajes y saquen sus propias conclusiones, y a que además cuestionen todo, incluso lo que acá está escrito. La libertad de la región se encuentra cada vez más en peligro gracias a que la izquierda sigue ganando terreno, y por eso, tenemos que obrar correctamente y rodearnos de personas cuyo pulso no les tiemble a la hora de señalar lo que nos amenaza, en lugar de optar por “liberales” con propósitos tan oscuros como los de los socialistas. De decantarnos por lo segundo, la cura podría ser peor que la enfermedad.
Este artículo apareció por primera vez en nuestro portal aliado El Bastión.
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