Los agresores socialmente aceptados

Hoy, una mañana de domingo, una mañana gris de esas bogotanas, siento mi alma herida. Ayer compartí el día con amigas y compañeras de la Universidad y de militancia en el feminismo. Como pasa siempre que las feministas encontramos esos espacios libres de violencia psicológica, hablamos de lo que en otros espacios es tortuoso hacerlo. Nosotras, un grupo de mujeres con un montón de privilegios, que tuvimos acceso a educación de alta calidad desde el colegio, egresadas de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, mujeres que crecimos en entornos familiares relativamente sanos, con una formación en asuntos de género y un pensamiento emancipatorio que es transversal a las decisiones que tomamos a diario, verbalizamos, con profunda tristeza, el dolor y el miedo que produce el hecho de ser conscientes de aquellas veces en las que ni todos nuestros privilegios fueron un obstáculo para que fuéramos violentadas física, sexual, simbólica o psicológicamente bajo circunstancias moldeadas por el paradigma androcéntrico –por no decir patriarcado y espantar a uno que otro lector que teme a un término que suena fuerte y cuestiona sus privilegios-.

Cada experiencia que compartíamos llevaba a una reflexión reveladora y cada reflexión llevaba a la socialización de una experiencia más abrumadora. Nuestros amigos allí presentes, hombres que han tenido un admirable proceso de deconstrucción de la parte nociva de su propia masculinidad, haciendo lo que los hombres no están acostumbrados a hacer, se quedaron callados casi todo el tiempo y nos escucharon durante toda la velada. Sentí, por parte de ellos, la solidaridad que rara vez tienen los hombres hacia nosotras cuando nos quejamos –porque está bien quejarse- de toda la rabia y el sufrimiento que cargamos cada día sobre nuestras espaldas por el hecho de ser mujeres. En aquella conversación descubrimos –o mejor, reafirmamos- que hay personas que encarnan todo aquello contra lo que luchamos las feministas y que, lamentablemente, están más cerca de nosotras de lo que quisiéramos. Los hombres maltratadores, agresores sexuales, mansplainers consumados, los feminicidas en potencia, así como personas que, independientemente del sexo con el que se identifiquen, son cómplices de la violencia machista, hacen parte de nuestro círculo de confianza. Sentí pánico. Están junto a nosotras todos los días y tienen acceso a nuestros espacios privados, tienen la posibilidad de tener contacto físico con nosotras y compartimos proyectos con ellos.

Tenemos cicatrices de heridas que el patriarcado nos ha dejado, hemos sido atacadas por éste una y otra vez y, cada vez que lo amenazamos con nuestro empoderamiento, nos ataca con más fuerza. Algunas cicatrices son emocionales, otras físicas. Hemos tenido que evitar ser violadas. Una de nosotras dijo que había tenido que usar la “típica” postura de poner las rodillas en el pecho y usar las piernas para alejar a alguien que se había acostado en la cama donde ella dormía para forzarla a tener relaciones sexuales ¿Logran entender lo que significa que las mujeres hayamos aprendido métodos “típicos” para evitar ser violadas? ¿Logran entender lo que significa que los violadores en potencia tengan acceso a la cama donde dormimos? ¿Logran entender nuestro miedo, nuestra rabia y nuestro dolor?

Sí. Están muy cerca y son personas carismáticas a las que aquellos amigos  nuestros que no nos agreden directamente les tienen cariño y respeto. Otra de nosotras dijo que, si estas personas siguen siendo queridas y respetadas por sus amigos hombres y si nosotras las mujeres que somos quienes hemos sido violentadas o estamos en riesgo de serlo les sonreímos por miedo, pues estos personajes no reciben ningún tipo de sanción social. Y allí están ellos, agresores socialmente aceptados, aquellos que no son “el animal” que nos muestra Víctor Gaviria en su última película sino aquellos que viven en Chapinero Alto como el violador y feminicida de Yuliana Samboní, los que obligan a las mujeres a tener relaciones sexuales, los que dejan con sus dientes en nuestros cuellos la marca viva del patriarcado, los que al explicarnos de manera condescendiente lo que nosotras nos hemos esforzado por estudiar y entender nos encadenan a una minoría de edad intelectual y racional que nos mantiene allá abajo donde somos presas fáciles de la violencia machista, los que nos golpean porque se ponen agresivos “cuando toman”, allí están. Escriben libros, llenan plazas con discursos de liberación, lideran asambleas universitarias, ocupan curules y están participando activamente en la construcción de la paz.

Me duelo yo, me duelen mis amigas y me duelen todas esas mujeres que no tienen los privilegios que nosotras sí. Si estos privilegios, que muchas veces son una especie de armadura, no nos blindaron a mis amigas y a mí de todas las heridas que hemos sufrido y estamos llenas de cicatrices, me aterra pensar en la situación de vulnerabilidad de otras mujeres, en todo lo que les ha pasado y todo lo que está por pasarles. Decidimos, entonces, dar los primeros pasos para tumbar la fuerza que la aceptación social le da a los agresores de todo lo que no sea parte de la masculinidad aceptada, es decir, a los agresores de las mujeres y de otro tipo de identidades de género que le resultan repugnantes a este sistema que, todos los días confirmamos, está mal. Muy mal. En primer lugar debemos cuidarnos entre nosotras y mantener vivo el flujo de la información que nos permita conocer las experiencias de las demás. Para ser más concreta, y sin miedo a ser malinterpretada, tenemos que saber quiénes son los agresores, mientras más cercanos sean mayor debe ser la alarma. Debemos saber sus nombres y sus alcances. En segundo lugar concluimos que, si bien los afectos entre los hombres -y algunas mujeres- suelen ser inmunes al deterioro por mal comportamiento, nosotras debemos rechazar tajantemente la presencia de estos personajes en los círculos de confianza. Ellos deben sentir el rechazo y el desprecio, solamente así podremos iniciar un proceso de sanción social y dejar de acolitar, nosotras mismas, la violencia de género.

A la media noche pedí un taxi para volver a casa. Salí del edificio donde estábamos para esperar a que el taxi llegara y sentí más miedo del que normalmente siento. Más de 15.000 mujeres fueron víctimas de violencia sexual el año pasado[1] y más de 730 feminicidios[2] fueron registrados, ambos, violencia sexual y feminicidio, métodos usados para castigar a las mujeres que no cumplen las reglas de esta sociedad machista, es decir, aquellas que no acceden a los requerimientos sexuales de los hombres, aquellas “inalcanzables”, aquellas que indagan, aquellas que no se conforman, aquellas cuyas estéticas denotan rebeldía o aquellas con orientaciones sexuales no serviles al placer masculino. Y yo era, en ese momento, una mujer de “dudosa moral” pues me encontraba fuera de mi casa a altas horas de la noche y sin la compañía de un hombre, seguramente yo era infiel o lesbiana. Muy mal. Tras estarme reportando con una de mis amigas durante todo el recorrido en el taxi y llegar a casa me dormí con una sensación de pánico. Me desperté igual ¡Qué duros esos despertares donde el miedo le gana al optimismo! Pero mañana será otro día y, sea como sea, no podemos quedarnos quietas.

 

[1] Según Medicina legal entre enero y octubre de 2016 se reportaron 15.082 casos de violencia sexual contra mujeres.

[2] También reporta Medicina Legal que para mediados de diciembre de 2016 se habían registrado, en ese año, 731 feminicidios.