Esta columna es un espacio dedicado a la búsqueda del sentido de las palabras. Un ejercicio arqueológico, etimológico y, si se puede decir, biográfico. Cada entrega nos permitirá conocer la historia, el significado, el uso y el sentido de una palabra.
Mauricio Montoya y Fernando Montoya
“Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre”
Refrán popular.
La concepción bíblica de la palabra santidad se relaciona con el término hebreo Kódesh (קֹדֶשׁ) que significa separado de lo común o de lo profano, y, por ende, dedicado a Dios. En su etimología, santidad procede del verbo latino Sancire que quiere decir consagrar. De esta manera, un santo es aquel que se consagra o se entrega al servicio de una divinidad.
En la ceremonia de canonización de los beatos Carlo Acutis y Pier Giorgio Frassati, celebrada el pasado 7 de septiembre en la Ciudad del Vaticano, el papa León XIV, oficiante del rito, señaló que estos nuevos santos, ambos laicos, estaban “enamorados de Jesús y dispuestos a dar todo por Él”. Una alusión que hace pensar en los mártires cristianos de los primeros siglos, quienes sacrificaron la vida por defender su fe. Casos curiosos como el de Sergio y Baco, dos soldados romanos –conversos al cristianismo– que fueron asesinados en el siglo IV en Siria y de quienes se dice eran homosexuales o el de Santa Inés que al ser desnudada para someterla a tortura, el santoral cuenta que su cabello creció mágicamente para cubrir sus partes intimas y que aquellos que intentaron tocarla quedaron ciegos en el acto. También relata el martirologio la historia de Santa Bárbara, decapitada por su padre Dióscoro a quien lo mató un rayo después de cometer el crimen.
En el mundo greco latino puede decirse que las más cercanas a esta idea de santidad eran las vírgenes sibilas, en Grecia, y las vírgenes vestales en Roma. Las primeras, sacerdotisas que pronunciaban oráculos y las otras dedicadas al cuidado del culto de la diosa Vesta, deidad protectora del hogar. Pero dicha santidad también podía verse manchada, así lo narran algunas crónicas latinas que reseñan el caso de tres vestales (Emilia, Licinia y Marcia) que fueron condenadas a muerte, en el siglo II a.C, por haber roto el voto de castidad.
En la india, por su parte, suele hablarse de los “santones”, personajes dedicados a una forma de vida ascética con la que buscan alcanzar la iluminación. Son considerados ejemplos vivientes, aunque algunos de ellos, catalogados también como gurús, han sido acusados de actos de violencia y de abuso sexual, el caso más protagónico (2014) fue el del autodenominado gurú Rampal. Además, existe el caso de los Aghori, una secta muy popular en India de la que se dice que sus miembros son necro-caníbales y toman sangre en cráneos humanos. Prácticas que no parecen muy santas.
La historia católica ha legado santos polémicos. San Agustín, un díscolo muchacho africano que incluso tuvo un hijo (Adeodato), pero tras cambiar su vida y enrolarse en las filas del cristianismo se convirtió en sacerdote, obispo, doctor de la Iglesia y finalmente en santo (el escritor noruego Jostein Gaarder escribió una curiosa novela llamada “Vita brevis” en la que Floria Emilia, supuesta amante de Agustín y madre de su hijo, cuestiona al santo por abandonarla y dejar de lado los placeres de la vida). Juana de Arco, la heroína de Orleans, condenada por un tribunal eclesiástico inglés, en la época de la Guerra de los Cien Años, fue canonizada como una forma de resarcimiento de la Iglesia para con Francia, “la niña de sus ojos” desde los tiempos de Pipino el Breve. Y San Junípero Serra, un misionero español que en el siglo XVIII evangelizó en California, al parecer con métodos despóticos contra los nativos, fue elevado a los altares por el Papa Francisco I, en una decisión muy cuestionada por líderes indígenas californianos (en el Salón Nacional de Estatuas del Capitolio de los EEUU, sede del poder legislativo de ese país, hay una estatua de San Junípero. Un honor que se le concede a personajes ilustres de la nación. Cada Estado tiene derecho a proponer dos personajes importantes de su historia. California propuso al santo).
En cuanto a estos debates “santos”, la Iglesia ortodoxa no se queda atrás. En su santoral aparecen figuras como San Focio, Patriarca de Constantinopla que fue uno de los responsables del Cisma de Oriente (1054), causal de la división de la Iglesia debido a la discusión del Filioque que versa sobre la procedencia del Espíritu santo. Sin embargo, la canonización más controvertida es la de la Familia Romanov, la última representante del zarismo en Rusia y que fue ajusticiada por los revolucionarios Bolcheviques en 1918. Nicolás II, su esposa Alejandra y sus cinco hijos (Olga, Tatiana, María, Anastasia y Alexei) ya habían sido llamados “Nuevos Mártires” por los religiosos ortodoxos en el exilio; pero fue solo hasta el año 2000 cuando el Patriarcado ruso oficializó la canonización como “Portadores de la Pasión”, título con el que se denomina a los mártires en la Iglesia Ortodoxa, para aclarar que aunque no fueron martirizados propiamente por la fe, se aferraron a ella con piedad y amor a Dios en el momento de la muerte. Dicha canonización ha sido vista como una forma de respuesta al Comunismo Soviético que persiguió con ahínco a la Iglesia ortodoxa. Inclusive los críticos, no comprenden como puede santificarse a un hombre (Nicolás II) que se dice engañaba a su esposa y a una mujer (Alejandra) de la que se rumoraban sus amoríos con el monje “Rasputín”.
Por tanto, la santidad se presenta como un tema complejo, más en estos tiempos de bajas en el fervor religioso. Tal vez sea por ello que la Iglesia apela a la canonización de santos millennials como Carlo Acutis. Una estrategia acuñada desde la Colonia, cuando la virgen, conocida actualmente como la Guadalupana, se le apareció al indio Juan Diego, también canonizado, como muestra del amor de la madre de Dios, para con todos los nativos americanos. Acontecimiento, este último, que fue presentado como el llamado divino para que los indios tomaran el camino de la verdadera religión.
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Adenda Santa…
Una curiosidad que pasó desapercibida para muchos en la canonización del joven Carlo Acutis fue la presencia de su madre, Antonia Salzano, que se convirtió en la segunda mujer en la historia en presenciar la declaración de un hijo como santo; la primera había sido Assunta Carlini, mamá de Santa María Goretti canonizada como mártir en 1950.
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