Esta columna es un espacio dedicado a la búsqueda del sentido de las palabras. Un ejercicio arqueológico, etimológico y, si se puede decir, biográfico. Cada entrega nos permitirá conocer la historia, el significado, el uso y el sentido de una palabra.
Mauricio Montoya y Fernando Montoya
“La tierra ha comenzado a hablar”.
Madres y familiares de los desaparecidos de la Escombrera.
El filólogo catalán Joan Corominas sostiene que la palabra escombro procede del céltico (comboros – escollo) y deriva al latín como el verbo excomborare, que significa remover obstáculos o estorbos de un lugar. En este sentido, un escombro es todo aquello que nos impide realizar cualquier acción y por ello es necesario superarlo, derribarlo o pasar por encima de él. Así como las basuras se aglomeran en los rellenos sanitarios, los escombros se trasladan a las escombreras con el fin de alejarlos de las zonas urbanas habitables, algo parecido a lo que sucede con los cementerios en los pueblos, los cuales son ubicados a las afueras del casco urbano.
En el lenguaje coloquial, un escombro es visto como algo que debe desecharse. Estos suelen asociarse con los residuos de la construcción o con lo que queda tras una demolición, una excavación o un desastre. Los lugares que reciben estos escombros siempre son motivo de debate público, pues nadie quiere estar cerca de ellos, ni siquiera los animales, los cuales son víctimas de “islas” (manchas) de plástico que inundan su hábitat. Según investigaciones científicas, cada año se arrojan a los océanos ocho millones de toneladas de plástico, algo que para la fauna marina sería como una escombrera que busca esconderla y destruirla.
En la ciudad de Medellín (Colombia) existe, en una de sus comunas, una famosa escombrera, pero allí, al parecer, no han sido sólo escombros los que han llegado. Después de dos operaciones militares (Mariscal y Orión) llevadas a cabo en la comuna 13 de Medellín, ambas en el año 2002, los habitantes de la zona denunciaron que la escombrera se había convertido en un cementerio clandestino en el que eran enterradas las víctimas que perecían a manos de las Fuerzas del Estado, los paramilitares, las guerrillas o los “combos” delincuenciales. A pesar del clamor de los familiares de las víctimas, la llegada de escombros no se detuvo y la institucionalidad nacional y local ignoró las demandas por más de 20 años. Incluso un mandatario municipal afirmó: “allá no van a encontrar nada”, y tildó de “locas” a las madres que reclamaban por la búsqueda de sus seres queridos.
Un caso similar sucedió durante la dictadura militar que asoló Argentina entre los años 1976 y 1983. Tras su salida del poder, los militares negaron todas las acusaciones que les hicieron en el tribunal, entre ellas las de desaparición forzada y creación de centros clandestinos de detención. Sin embargo, la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) investigó y encontró alrededor de 300 centros clandestinos, los cuales no solamente sirvieron para la tortura sino también para el asesinato y el enterramiento de miles de personas, cuyos restos siguen encontrándose allí, hasta el día de hoy, gracias al trabajo de equipos forenses que luchan por la memoria de las víctimas. No sería erróneo pensar que estos centros, muchos de ellos actualmente en ruinas, pueden compararse con una escombrera en la que también se quería ocultar la verdad.
En ambos casos, si retomamos la definición de escombro como obstáculo, podríamos decir que las víctimas, vivas y muertas, eran un obstáculo para sus victimarios, tanto así que las condenaban a una sepultura indigna en una escombrera, un tipo de muladar, en el contexto de los cementerios. En la otra versión de la historia, los obstáculos para las victimas estarían identificados con sus victimarios, con un Estado indiferente y con los miles de residuos que caían a diario sobre sus restos.
Pero ahora que los escombros son removidos, brotan de la tierra voces ignoradas por años, tan sólo escuchadas por sus familiares y por Mateo Piedrahíta, ese personaje de la novela “la sombra de Orión” de Pablo Montoya, un músico que subía hasta la escombrera para rastrear los sonidos de los que yacían allí enterrados bajo montañas de escombros.
Hablar de nuestra escombrera es una oportunidad de memoria y a la vez un llamado a la persistencia en la búsqueda de la verdad, así como nos lo enseñó Fabiola Lalinde con su lucha de sirirí para buscar a su hijo.
Comentar