Esta columna es un espacio dedicado a la búsqueda del sentido de las palabras. Un ejercicio arqueológico, etimológico y, si se puede decir, biográfico. Cada entrega nos permitirá conocer la historia, el significado, el uso y el sentido de una palabra.
Mauricio Montoya y Fernando Montoya
“La poesía es la memoria de la vida y los archivos son su lengua”
Octavio Paz
El santoral cristiano católico celebra el 10 de agosto el martirio de san Lorenzo, un diácono romano martirizado en el siglo III d,C. bajo la regencia del emperador Valeriano. Al igual que todos los santos, a quienes se les adjudica uno o varios patronazgos, san Lorenzo es considerado el patrono de los archivistas y bibliotecarios, ya que se cree que fue uno de los primeros encargados de organizar y resguardar los archivos de la Iglesia católica.
La historia cuenta como el último rey de la Ática clásica, llamado Codros, sacrificó su vida para derrotar a los dorios y salvar la ciudad. Sus súbditos, “agradecidos”, decidieron proclamarlo como último “rey héroe” y en su lugar nombraron un magistrado civil al que designaron arkhon, en castellano arconte, que ejercía su poder desde el arkheion, lugar en el que también se guardaban los arkheia, término, este último, que pasaría al latín como archivum y al español como archivo.
Desde esta mirada, es de los archivos que nos interesa hablar hoy. Esos que son abiertos al público, pero también de los restringidos o clasificados que se van desclasificando cada cierto tiempo para dar luces o dejar más sombras sobre el pasado.
En 1979, el historiador italiano Carlo Ginzburg escribió una carta dirigida al papa Juan Pablo II, en la que solicitaba a la Iglesia abrir todos los archivos inquisitoriales para que fueran revisados por expertos. La respuesta de La Congregación de la Fe, a cargo del cardenal Joseph Ratzinger, aducía que dichos archivos no existían y que otros tenían una carga bastante sensible. No obstante, en 1991, el papa otorgó el permiso a varios investigadores para que revisaran archivos del Santo Oficio. Una victoria para la historiografía que se le debe a Ginzburg, quien en 1976 gracias a la revisión de actas de archivos vaticanos, de libre acceso, escribió “El queso y los gusanos”, una obra que reconstruye la vida y la condena de un molinero italiano del siglo XVI (Domenico Scandella, conocido como Menocchio), perseguido por la Iglesia de Roma por sus teorías sobre el origen del universo, diferentes a las de la ortodoxia.
A miles de kilómetros de Roma, el archivo del Cabildo de la ciudad de Medellín (Colombia) conserva decenas de documentos coloniales. En algunos de esos folios se leen historias como la de Don Antonio Quintana, que por allá, en el siglo XVIII, se negó a patrocinar las fiestas patronales de la Villa de Medellín, dedicadas a la Virgen de la Candelaria. La indignación de los gobernantes y de la comunidad fue tal, que cuando Don Antonio sufrió la pérdida de un hijo y tuvo una mala racha en sus negocios, un antiguo alférez (Don Nicolás Jaramillo) afirmó que la muerte de ese hijo varón y la mala suerte en el comercio de ganado y esclavos, se debían a un castigo de la virgen, por no haber querido financiar sus fiestas.
En la literatura, los archivos han sido representados como lugares en los que se ocultan materiales con información peligrosa o privada. En la novela de Umberto Eco, “El nombre de la Rosa”, el archivo de una abadía medieval, custodiado por un monje ciego, esconde una obra prohibida (la poética de Aristóteles, el libro de la risa) que le cuesta la vida a todo aquel que la lee. Mientras que en la obra “Todos los nombres” de José Saramago, el archivo de la conservaduría general, donde se encuentran datos precisos del nacimiento y la muerte de personas famosas y también comunes y corrientes, se convierte en una obsesión para José, un coleccionista de recortes de prensa, que escudriña las fichas del archivo y se obsesiona con la de una mujer, sin fama alguna, que lo lleva por un laberinto de encuentros y desencuentros consigo mismo y con la vida de aquella extraña que persigue.
Para nadie es un secreto que los archivos han servido a los aparatos oficiales y gubernamentales para ocultar información, producto de investigaciones, pero también del espionaje. El caso de los Estados Unidos, no es el único, es un ejemplo de cómo los documentos se archivan o se revelan según las circunstancias. Hace unos meses, el archivo de seguridad nacional de los Estados Unidos publicó un informe “ultra secreto”, de 1977, en el que se evidencia el beneplácito y la relación de dos políticos colombianos (Alfonso López Michelsen y Julio César Turbay Ayala) y algunos de sus funcionarios, con las altas esferas del narcotráfico. Información que pasó casi desapercibida para la “mordaz” prensa colombiana.
Aún seguimos esperando que se hagan públicos los archivos referidos a la “Operación Cóndor” o los relacionados con magnicidios que cambiaron la historia de nuestros países. O por lo menos, que la justicia opere en contra de Donald Trump por el hecho de haber usurpado más de 300 archivos secretos que se llevó a su casa, ilegalmente, después de haber terminado su primer mandato en la Casa Blanca (2021).
Pero los archivos, especialmente los rescatados del olvido o de manos criminales, también han servido para llevar alivio y justicia a millones de víctimas en el mundo. En el cono sur, países como Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay y Brasil han recuperado la memoria y la verdad sobre centenares de torturados y desaparecidos durante las épocas de dictadura. Uno de esos archivos, el archivo provincial de la memoria, puede visitarse en la ciudad de La Plata (Argentina), en un edificio que en su momento sirvió como destacamento de la inteligencia militar y centro clandestino de detención. En Colombia, por su parte, los archivos de prensa (escritos, televisivos y radiofónicos) sirven como acervo probatorio para que las víctimas del conflicto armado interno puedan reclamar verdad, justicia y reparación. Del mismo modo, en escenarios peruanos como los del LUM (Lugar de la memoria, la tolerancia y la inclusión social) o el del Museo de las víctimas de Ayacucho (Para que no se repita) los testimonios, físicos y documentales, han logrado preservar la memoria de lo sucedido en Perú entre los años 1980 y 2000. Y a pesar de las dificultades a las que se enfrenta el deber de memoria en ese país vecino, trabajos como el del profesor Martín Carrasco, apoyado por la editorial Maquinaciones narrativa, son una luz que orienta sobre el buen uso de los archivos y su riqueza.
La iniciativa de Carrasco, antropólogo y literato de profesión, convocó a jóvenes que no vivieron aquellos tiempos de conflicto, para que, tres décadas después (2024), se acercaran a la lectura juiciosa de los testimonios de víctimas, guardados en los archivos del LUM, y a partir de una reescritura, respetuosa de la verdad, relataran lo acontecido con cada una de ellas. Un proyecto de visibilización y catarsis, titulado “Heridas y cicatrices” (relatos de adolescentes tres décadas después).
En consecuencia, los archivos son canteras por explorar. Voces del pasado, lejano y reciente, están allí esperando ser escuchadas y replicadas en nuestro presente.
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