Esta columna es un espacio dedicado a la búsqueda del sentido de las palabras. Un ejercicio arqueológico, etimológico y, si se puede decir, biográfico. Cada entrega nos permitirá conocer la historia, el significado, el uso y el sentido de una palabra. Por: Mauricio Montoya y Fernando Montoya
El pasado 21 de enero de 2024 se cumplieron 100 años de la muerte de Vladímir Ilích Uliánov, más conocido en el mundo como “Lenin”. Nacido en Óblast de Uliánovsk, una ciudad rusa a orillas del río Volga, “Lenin” es recordado por haber sido el líder de la revolución Bolchevique que acabó con el zarismo ruso e instauró la denominada dictadura del proletariado, la cual se sostuvo a sangre y fuego hasta 1991.
Aunque el liderazgo de “Lenin” fue breve, pues tan sólo estuvo al mando de la revolución por alrededor de 7 años, su espectro se mantiene hasta hoy gracias al mausoleo de la Plaza roja de Moscú en el que yace momificado y que es visitado por centenares de personas cada día.
Pero, ¿por qué a pesar de su importancia histórica sigue siendo recordado por su alias y no por su nombre original? Tal vez esa sea la magia o la desgracia de los alias o también llamados sobrenombres.
“Lenin” fue el seudónimo que este exiliado y político ruso utilizó desde 1901. Se cree que lo asumió como un señuelo para despistar a las autoridades zaristas, pues en realidad hacía alusión a un río ruso llamado Lena y no a ningún líder revolucionario. Algunos piensan que, astutamente, “Lenin” siguió el ejemplo de Gueorgui Plejánov, un filósofo y teórico marxista ruso al que apodaron “Volguin” en relación con el río Volga.
Alias, la palabra a la que nos remitimos en nuestra columna de hoy, proviene de la expresión latina “alia nomine cognitu”, que significa: “conocido por otro nombre como”. Sus sinónimos son diversos (apodo, seudónimo, sobrenombre, entre otros) y suele usarse también, especialmente en redes informáticas, bajo el anglicismo “Nickname”.
Los alias o apodos han sido empleados a lo largo de la historia. Sin embargo, no siempre han sido aceptados por aquellos a los que se les asigna. Séneca cuenta que el emperador Calígula odiaba que lo llamaran así. De igual manera, el músico Paul McCartney no soportaba que le dijeran el “Beatle lindo”, pues creía que ese sobrenombre minimizaba su trabajo en la banda como cantante y compositor.
A pesar de estos casos, muchos han sido inmortalizados gracias a sus alias. En el mundo del fútbol, por ejemplo, los futbolistas son más recordados por sus sobrenombres que por sus nombres de pila. Nadie olvida “motes” como “Pelé”, “Garrincha”, “el Pibe”, “el Palomo”, “el Tigre”, entre otros.
En el caso de la literatura, los seudónimos han sido bastante recurrentes, ya fuera por asuntos de afinidad o por cuestiones políticas. Un par de casos de este estilo son los de los escritores Samuel Langhorne Clemens y Eric Arthur Blair. El primero, un famoso autor norteamericano, es conocido como Mark Twain, una expresión usada por los navegantes del río Misisipí, la cual significaba: “dos brazas de profundidad”, la medida mínima para poder navegar. Twain fue siempre un enamorado de ese río. Por otra parte, Eric Arthur Blair, reconocido por obras como “1984” o “la rebelión en la granja”, tuvo que cambiar su identidad debido a persecuciones políticas de los regímenes totalitarios de su época. Su seudónimo, George Orwell, fue elegido en honor al santo patrón inglés (San George) y a un emblemático río, de su natal Inglaterra, llamado Orwell.
Por último, un caso particular en Colombia fue el de los narcotraficantes de los carteles de Medellín y Cali quienes fueron apodados como “Los Mágicos”, sobrenombre que se les dio debido a la excesiva riqueza que adquirieron, de un momento a otro, gracias a la exportación de cocaína hacia los Estados Unidos. Tal fue el impacto de estos siniestros personajes que uno de ellos, Pablo Escobar Gaviria, fue apodado como “el patrón”, alias que sigue utilizándose hasta hoy en el bajo mundo de la mafia y el crimen para denominar al más poderoso de una organización.
Bajo este panorama, parece ser que los alias o los apodos son algo que siempre nos acompañará. No obstante, podríamos pensar (como lo hiciera Cortázar) que: “Los sobrenombres, por ejemplo, que se adjudican tan desaprensivamente en el barrio de Pacífico, son para nosotros motivo de cuidado, de reflexión y hasta de inquietud. Nos parece que no se puede atribuir un apodo cualquiera a alguien que deberá absorberlo y sufrirlo como un atributo durante toda su vida”.
Me parece muy interesante y personalmente me gusta leer contenidos qué lo instruya y ampliar el conocimiento