Locura y éxtasis en la obra de Friedrich Nietzsche

Coincido en que “Así habló Zaratustra” fue la obra capital de Friedrich Nietzsche. Dentro de cuatro apartados trata los siguientes temas principales: “la muerte de Dios”, “la voluntad de poder”, “el Superhombre” y “el eterno retorno”. Sin embargo, no estoy del todo seguro que sea un escrito estrictamente filosófico, sino perece más bien, que tiene algunas aproximaciones al misticismo y al leguaje iniciático. Según Carl G. Jung es una creación expresada desde los contenidos manifiestos del propio inconsciente del autor. Muy cercanos a un sueño lúcido.

Mientras en la Primera parte el predicador les habla a todos, en la Segunda les habla a pocos y, en la Tercera, parece que se habla a sí mismo; la Cuarta… es extraña. Allí se acaban las palabras. Y el silencio es el lenguaje de la mística. Ante la misma afasia Ludwig Wittgenstein finalizó su “Tractatus Logico-Philosophicus” diciendo que “sobre lo que no se puede hablar hay que callar”.

De este modo, el texto permite ser comprendido como un itinerario esotérico sobre el progreso humano (del camello al león y de este al niño), de cómo a partir de las bestias nos transformamos en hombres. No obstante, aún falta un paso más, debemos terminar el sendero hasta llegar a ser “sobre-hombres”.

¿Qué entendemos por esta expresión última? En el Evangelio, Poncio Pilato condena a un prisionero que, al parecer, había conseguido la medida ideal de un “Ser Humano” (“Ecce Homo”). ¿Acaso Cristo fue el arquetipo del Superhombre? ¿O el “filósofo del martillo” se arrogaba ese papel para sí mismo? Difícil saberlo. Aunque en sus manos todo se vuelve más cercano a la desmesura, y por qué no decirlo, a la discriminación. Estoy de acuerdo en que como sociedad necesitamos mejorar al sujeto y habitarlo de sentido, pero no de esta manera; ya que sugiere que el Superhombre, solo se podría alcanzar si las masas se sacrificaban a una élite superior. Quizás por ello el nacionalsocialismo se interesó por su pensamiento.

El pesimismo de Nietzsche crecía, tanto en sentido metafísico como político. El ataque hacia las castas grises de su mundo, a la ilustración decadente, a las ideas platónicas, a la moral de esclavos y, sobre todo, a un cristianismo que empoderaba a los pobres lo llevó a anunciar los funerales de Dios. Ese Ser Supremo que en su omnipresencia simbolizaba el deterioro de Occidente.

Al principio se esperanzó en el arte de Richard Wagner, asimismo en la visión cultural de Otto von Bismarck, quien derrotó a Francia en la Guerra franco-prusiana, logrando que en 1871 se unificará Alemania; aunque luego comenzará a intuirlo como otro síntoma de la mediocridad. El alemán vulgar, incapaz de obtener los sueños de una Gran Nación, era como colectivo aquel “último hombre” que debía ser superado.

Los temas religiosos lo desvelaban. No sé a ciencia cierta si Nietzsche era ateo o no, discusión que excede esta breve meditación; por lo pronto, deja entrever que él quería que ese “crucificado” y su tiempo lineal único, cuya historia de la salvación alcanzaría la redención al final de las épocas, fuera reemplazado por otra deidad compleja y oscura, orgiástica y repleta de locura, por Dioniso; culto arcaico al que reivindicaba con pasión.

Solo la voluntad estética equilibraría el interjuego entre lo dionisíaco y lo apolíneo como fruto de la trágica representación. Únicamente el genio wagneriano, invocando a los espíritus germanos ancestrales, podría salvar a Alemania del avance de los socialismos y de las democracias, aquellas que pretendían igualar a los pueblos trayendo como consecuencia un nihilismo insoportable.

En la Grecia arcaica, los misterios de iniciación a Dioniso eran secretos. Por lo que se sabe, el adepto, a medida que avanzaba y prevalecía ante oscuros peligros, adquiría nuevos saberes ocultos. Algo similar a aquel equilibrista que caminaba por una tensa cuerda hasta llegar a su meta. No podía distraerse por un arlequín, similar al “Loco” de las figuras medievales del Tarot, quien intentaría hacerlo trastabillar y darle muerte. Si llegaba al otro lado se convertiría en ese “niño” inocente, renacido, como el dios, que según el mito fue “parido dos veces”.

Ese segundo nacimiento adquiere tintes de una experiencia mística donde Dioniso es torturado, asesinado, destrozado y luego resucita en todo su esplendor. Como los héroes de antaño: por ello Jesús le dijo a Nicodemo que “A menos que ‘nazcas dos veces’ no entrarás al Reino de los Cielos”. No es un dato banal que Nietzsche confiese en su autobiografía haber recibido a su “Zaratustra” a través de una revelación. Mientras el grito de la muerte de Dios fue proferido por un alucinado conectado con el más allá, él recibió a sus musas mientras transitaba por una montaña cerca de una roca piramidal.

Pero la inspiración más extraña fue acerca del tiempo y de la ética. En “La Gaya Ciencia”, el aforismo 341 interroga: “¿Qué sucedería si, de día o de noche, te siguiese un demonio a la más apartada de tus soledades y te dijese: ‘Esta vida tal como tú la vives actualmente, tal como la has vivido, tendrás que vivirla una vez más, y una serie infinita de veces (…), cada pensamiento y cada suspiro, todo lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño de tu vida, vuelvas a pasarlo con el mismo desarrollo y el mismo orden…?’”.

Con la iluminación del “eterno retorno” Nietzsche claramente se coloca en contra del tiempo teleológico cristiano, donde el “acontecimiento de la Cruz” ocurrió una vez y para siempre; además, en franca oposición con la idea hegeliana y marxista de la historia, reivindicando pues los ciclos sagrados de la vegetación.

La primera lectura que nos convoca entonces es que el tiempo lineal, al ser irrepetible, se torna “leve” e intrascendente; pero todo aquello que se repite eternamente se vuelve “pesado” y con un valor supremo. La misma idea expone Milan Kundera en su novela más recordada “La insoportable levedad del ser”. Claro que todo esto es una apreciación superficial, la obra del “loco de Turín” es críptica y no explica demasiado. Empero, me permitiré hacer una reflexión crítica a estas consideraciones intempestivas, ya que se intuyen falaces y con serias implicancias éticas.

Pensemos el asunto del tiempo en sentido inverso: sí todo se repite infinitamente en una re-vivencia de lo mismo es el destino, por tanto, quien determina la acción. ¿Dónde está la decisión y la libertad personal? Los hechos quedan así condenados por una clepsidra interminable a una regresión infinita sin que intervenga la voluntad. Por otra parte, si el acontecimiento es único, todo lo que hagamos cobra una importancia trascendental. Ya que no hay segunda oportunidad. Es la valía del instante. Del “Ahora absoluto”. Y como defendió Walter Benjamin y Jean–Paul Sartre, ante el suceso original soy totalmente competente de mis resoluciones a través de mi libertad, por la sencilla razón de su irrepetibilidad.

Desde esta perspectiva, ¿no será tal vez la huida del eterno retorno y la asunción propia, el punto de fuga para que surja el tan esperado Superhombre y, en efecto, se haga cargo de levantar una nueva historia? Matar a Dios implica que ahora estamos solos, implica, además, como argumentaba Fiódor Dostoievski, que somos punibles por nuestra conducta. El asunto es tan relevante que de cómo interpretemos el tiempo depende nuestra consciencia moral.

En conclusión, creo que no únicamente el “Zaratustra”, sino todo el edificio teórico de Nietzsche, está cargado de una cierta genialidad “patológica” y de una presunción profética anclada en lo sobrenatural. Es asimismo una aguda crítica al hombre mediocre y una invitación ingenua a vencer la condición humana caída, a construir un nuevo sujeto colectivo y una nueva forma de pensar, a superar los mitos y a hacernos cargos del presente. Es una demanda a ser Cristo o Buda, y por lo pronto, dejar de ser cristianos o budistas, escapando del tedio del eterno retorno de lo mismo a través de la voluntad de poder al asumir la responsabilidad que todo ello conlleva.


Todas las columnas del autor en este enlace: Sergio Fuster

Sergio Fuster

Filósofo, Teólogo y ensayista.

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