Lo sublime y lo sagrado

La disociación entre lo “sublime” y lo “sagrado” ha sido una de las causas de la alienación contemporánea. Ya el escritor grecolatino Casio Dionisio Longino distanció conceptualmente lo estético de lo divino, con ello puede que Occidente haya perdido irremediablemente el contacto con el espíritu numinoso de la naturaleza cayendo en la excesiva tecnificación y en la destrucción del medio ambiente. Sin embargo, esta discusión, como era de esperarse, se ha mantenido durante toda la modernidad hasta nuestros días.

Mientras Friedrich Schleiermacher habló del sentimiento religioso como “experiencia de lo sagrado”, Immanuel Kant prefirió dar énfasis a lo sublime colocándolo en un dominio aparte a través de lo estético, es decir, del arte, de lo bello y de lo contemplativo. De esta manera lo sacro quedó relegado al entorno puramente ritual y la creación, como recogimiento extático de su inmensidad, perdió esa santidad augusta que le corresponde. Fetiche que deviene en objeto de uso, sea del genio o del consumo.

Es cierto que hay mucho que cuestionarle a la modernidad, pero también hay elementos a destacar, como los ideales de libertad, la separación Iglesia de Estado o la democracia, y a pesar de sus falencias, todavía es posible abrir un debate en torno a ellos. A propósito de esto, entre las críticas feroces que se le hacen está el sacrilegio del mundo o el llamado “proceso de secularización”; en otras palabras, se le reprocha el haber divorciado lo sublime de lo santo reduciéndolo al campo puro de la representación fenoménica, dando paso a una desmesurada deshumanización a través de la técnica.

La desacralización del cosmos ya comenzó en la antigüedad tardía entre los judíos y los griegos. Entretanto los primeros vieron la acción divina en una teología de la historia, los segundos rompieron con el mito estableciendo “la astucia de la razón”, así abrieron un abismo inconmensurable que aún sigue sangrando. Esto decantó con el cristianismo en el “acontecimiento de la cruz”, donde la muerte y la resurrección del héroe fue dada “en la historia”, desplazando los ciclos circadianos primaverales por la realidad.

En el Renacimiento persistió dicha desacralización a través de la ciencia empírica. El Sol, la Luna y las estrellas pasaron de ser “seres divinos” a cuerpos inertes como objetos de estudio. Situación que continua hasta el día de hoy cuya mayor profanación fue simbolizada en 1946 cuando el “Misil Balístico V2” capturó la primera fotografía de la curvatura del planeta desarraigando definitivamente al hombre de la Tierra.

Con respecto a este proceso, Theodor Adorno y Max Horkheimer fueron todavía más allá. En su libro “Dialéctica del iluminismo” señalaron que el nazismo fue la inevitable consecuencia del paradigma moderno, racionalista e instrumental. Esto en parte es cierto y en parte no. Enseguida lo aclararé mejor. Pero antes me es preciso responder a la cuestión sobre “lo sublime” y “lo sagrado”.

A grandes rasgos podríamos decir que lo sublime es una condición subjetiva de grandeza e infinitud ante la inmensidad de la creación que es captada por el artista en su obra como reproducción; mientras lo sagrado es el éxtasis como presencia de la trascendencia divina a través de los objetos de culto. Pero en ambos casos está presente el misterio de lo bello y lo terrible.  El problema es que lo sagrado, a lo largo de la historia, fue reducido solamente al perímetro ritual como administración de “lo religioso”, arrojando a lo sublime al campo exclusivamente estético como sentimiento de lo ilimitado. Sin embargo, pienso que una reintegración de ambos daría como resultado la superación de las formas fenoménicas y surgiría la espiritualidad perenne del hombre.

Tampoco la Escuela Tradicionalista contemporánea abordó bien el asunto (me refiero a Rudolf Otto, Carl G. Jung, René Guénon, Julius Evola, Ananda Coomaraswamy y Mircea Eliade, entre los más conocidos), ya que confinó “lo sacro” al espectro del “ocultismo racionalista” propiciando una teoría del poder. No obstante, si esto se integrara correctamente a la biodiversidad como belleza “aurea” se lograría la liberación espiritual que los humanos tanto buscan. Es allí donde Baruj Spinoza revela su percepción clásica “Deus sive natura” (“Dios o sea la naturaleza”).

Ahora bien, sobre este discurso también se ha levantado la tan mentada crítica a Occidente, endiosando a Oriente como el último reservorio del espiritualismo. A este respecto, es sintomática la obra de Oswald Spengler “La decadencia de Occidente”. Pero esto no es del todo cierto. Lo divino como teocracia en el mundo arcaico (y que continúa subterráneamente hasta el día actual) tuvo su oportunidad y a todas luces ha fracasado. Hay que admitir que Oriente no ha logrado un lugar mejor.

Esperar un retorno a lo sagrado por una construcción de poder, por la mecánica del ritual y no por la espiritualidad como condición existencial y ética humana puede ser peligroso. Evola, Eliade, Jung y el mismo Martin Heidegger, han visto en el fascismo como proyecto “hieropolítico” la administración “equilibrada” de la naturaleza, por medio del cual se justificó un “sacrificio cruento colectivo” cuyo chivo expiatorio han sido los llamados “pueblos inferiores”, pues su correlato se dio en el mito del héroe que debe morir para la redención de los elegidos.

Detrás de las predicas del “eterno retorno” a las fuentes míticas para salir de esta modernidad capitalista y secularizada a menudo se esconden intenciones nefastas de la “voluntad de dominio”. Por ello les decía más arriba que no acuerdo del todo con Adorno y Horkheimer en que la “razón pura” fuera la única causante del Holocausto, creo que también lo fue la idea irracional de ver lo sagrado solo como un proyecto político mitológico, conforme lo observamos en el nacional socialismo. La vivencia del misticismo sacada del ámbito sano de lo privado y llevada a la historia es totalitaria.

Ante el advenimiento de la técnica, dudo que la liberación se dé a través de una teoría política que prometa el regreso a lo arcaico, o que vea en un “Führer” a “un dios que nos salve”, sino por medio de rescatar los valores modernos de libertad dentro del ser espiritual del hombre, de considerar lo sublime como sacro reintegrándolo a su unidad. La naturaleza debe ser transvalorada como tal y debe además ser parte de la agenda en la época actual.

Esto me lleva a reflexionar que hay una desacralización que es adecuada, como la superación del culto en su realización ética, como humanismo ilustrado, como ideal de libertad, pero hay asimismo una desacralización que es inadecuada, y es la disociación del universo de su santidad.

Restaurar la gracia a lo sagrado produce que el hombre supere la religión como “forma” y contemple la esencia protegiendo la biodiversidad, de esta manera puede que alcance una espiritualidad sana. Un sujeto espiritual es aquel que ha aceptado su finitud, que revaloriza su presente y su existencia ahora, santificando la vida como la única oportunidad de “ser-ahí” donde dispense su entorno como lo sublime. Friedrich Nietzsche dijo a través de su “Zaratustra” que el “superhombre es el sentido de la tierra (…) ¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales!”

Esta tardomodernidad, aun en su fase terminal y a pesar del fallecimiento de la historia, todavía tiene mucho que integrar. Lo religioso y lo moderno, más allá de sus falencias tradicionales, adeudan cuestiones positivas para meditar, entendiendo que lo sagrado debe ser restituido a su lugar infinito que le es propio donde lo bello se done a través del cuidado del mundo.


Todas las columnas del autor en este enlace: Sergio Fuster

Sergio Fuster

Filósofo, Teólogo y ensayista.

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