No resulta mayor esfuerzo darse cuenta de la cantidad exorbitante, casi trágico-cómica, de expresiones verbales de violencia normalizadas contra las mujeres que persisten por todas partes. Hace no mucho tiempo yo iba sola en un taxi y el conductor, al ver a una muchacha de falda caminando por la calle, me dijo esa frase que ya debería ser considerada como el emblema en la cúspide de todos los clichés machistas: «¿No ve?, por eso les pasa lo que les pasa». Yo le respondí la misma vaina de siempre, o con otra –que también puede ser considerada cliché- de las respuestas que las mujeres nos hemos programado para responder en casos semejantes: «Señor, pero igual nadie se merece que le pasen cosas malas».
Una vez alejada de la situación y, ahora que lo pienso, debí haberle contestado con tenacidad y carácter al taxista, explicándole por qué la manera de vestir no debería ser nunca motivo de reacciones violentas contra nadie o, en ese caso, contra esa muchacha. Pero también recuerdo que, en el momento que él lanzó semejante comentario, tuve esa misma sensación de querer responderle con mejores argumentos pero no sentirme en la total comodidad del caso. Al fin y al cabo estaba sola en ese taxi y quién sabe cuál hubiera sido la reacción del conductor. A partir de ahí suele pensarse, ¿pero cuál es entonces la raíz de esta violencia que pareciera ha estado desde siempre orquestada en contra de las mujeres? Luego de divagar un poco y escarbar en ese pedazo de historia subjetivada que tenemos en la cabeza, si se atan los cables correctos puede llegarse a la misma conclusión: hasta que la violencia contra las mujeres no sea erradicada, todo tipo de comentarios ridículos –que justifican al victimario, culpan a la víctima, y dejan al receptor con un sin sabor de no saber con qué acto o palabra reaccionar- van a tener que seguir aguantándose; más aún si ese receptor es mujer, en parte porque poco se nos ha enseñado sobre cómo hacer respetar nuestros derechos.
Sí. En el colegio de pronto pondrán una tabla de composición jerárquica con aquellos se supone son los derechos y los deberes que cada quien debe cumplir. Pero esos son superficiales o, en su defecto, un chiste; un listado a medias que se redactó con el único propósito de complacer al hálito invisible de la moral y que se ha de dejar engavetado bajo el imaginario de un cumplimiento premonitorio, eventual. A las mujeres, sobre todo, no se nos enseñan ciertas cosas de la vida que tendrán que aprender a sortearse por inercia. También es cierto que muchas de esas futuras tragedias no pueden ser condensadas en cualquier cuadrícula de tablero, pero por lo menos sí esbozadas algunas advertencias o parciales avisos sobre aquello que significa ser mujer en Colombia.
Ojo, es triste decirlo, pero esto es algo que en primer lugar no debería suceder. Niños y niñas deberían ser criados bajo una conciencia equivalente, distinta a igualitaria, porque para exigir igualdad debe haber primero injusticia. Pero en vista de que no vivimos en una sociedad donde se inculque el respeto entre sexos, no vendría para nada mal advertir a las niñas los obstáculos que tendrán que sortear dentro de la sociedad colombiana y la manera de buscar ayuda para prevenirlos. Comenzar a advertir a los niños sobre lo que no deben hacer bajo ninguna circunstancia, como lanzar comentarios semejantes al del taxista, es algo que es omitido una cantidad indignante de veces pues, de ser cumplido, haría las veces de piedra angular dentro de todo el proceso.
Pero dirijámonos ahora al mundo adulto, a la mujer pasados sus quince años, e incluso sus catorce diría yo. Esto sin restarle importancia al asunto de las niñas que tienen menor edad. Lo que sucede es que no me declaro experta en lo que confiere a temas de infancia, que son de filigrana mucho más académica y –digamos las cosas como son- controversial. Ocupémonos de cómo estamos las mujeres económicamente desde la adolescencia hasta la adultez en Colombia. ¿Será que muy contentas con la vicepresidencia y la paridad en los ministerios? Pues aquí van algunos datos para que se bajen –o, en su defecto, nos bajemos- de esa nube.
Para cuestiones laborales, de julio a septiembre del 2017 los hombres representaron el 58.3 % de los empleados y las mujeres el 41.7 %. Durante el mismo tiempo de 2018, la tasa de ocupación total nacional fue de un 69.2 % para los hombres y 47.3 % para las mujeres. ¿De mal en peor va la cosa? Y eso que los datos apenas están empezando. Primeramente porque la equidad en cargos públicos se quedó en la paridad ministerial: resulta que en el Congreso las mujeres no llegan a representar el 20%. En asambleas departamentales somos el 17 %, en concejos municipales el 18 %, en alcaldías el 12 %, y en gobernaciones el 15 %.
No está de más aclarar que la mayor participación femenina en el Congreso de la República corresponde a periodos de aplicación de la cuota de género -no universal y restrictiva-, establecida por la Ley 1475 de 2011, pero aun así el pasado 13 de diciembre se hundió, dentro de la Reforma Política, el artículo que dictaminaba paridad de género.
Hablando de brechas entre mujeres y hombres, la proporción de mujeres sin ingresos propios ha disminuido durante la última década pasando del 41 % al 27 %, o sea unos diez puntos. Aun así, hay tres términos acuñados por ONU Mujeres que pueden explicar el ámbito económico al que las mujeres deben enfrentarse. Las mujeres en pisos pegajosos es el primero de ellos, donde se ubican aquellas de maternidad temprana, pocas oportunidades educativas y laborales, que trabajan informalmente o se dedican a las labores domésticas. Por ello, el 36.6 % de ellas carece de ingresos propios.
Las mujeres en escaleras rotas son quienes cuentan con una educación secundaria pero poca proyección laboral. Poseen ingresos medios y corren el riesgo de caer en una situación de suelo pegajoso, pues muchas de ellas ya son madres a los 19 años. Aunque su participación laboral es amplia, también deben hacer malabares entre su desempeño ocupacional y un aproximado de siete horas con 39 minutos de tareas del hogar no remuneradas al día. El 26.5 % de ellas no posee sustento económico propio.
Las mujeres que enfrentan techos de cristal son el último escalafón. En ellas es característica la educación superior, ingresos y participación laboral alta. Solo un 19 % se dedica exclusivamente al trabajo doméstico no remunerado, pero aun así todas ellas destinan en promedio seis horas y 57 minutos al día a las labores del hogar. O sea, apenas 20 minutos menos que quienes se encuentran en suelo pegajoso. Es común en ellas que, a pesar de tener una preparación académica superior, no logren acceder a escalafones más altos dentro de su ámbito profesional por cuestiones de discriminación. En pocas palabras, por el mero hecho de ser mujeres. Hágame el favor.
Así, una vez explanadas las cifras, puede decirse que, tanto en suelo pegajoso, escaleras rotas o techo de cristal, las mujeres estamos propensas a cierto trato diferencial por parte de nuestros padres, parejas, compañeros, jefes, como a una mayor inclinación a la violencia, abuso y homicidio. A algunas puede no sucederles con frecuencia, a otras sí, y a otras más o menos, que a fin de cuentas terminaría siendo también un sí.
Es cierto que nuestros cuerpos se vuelven políticos porque, en el momento que hay legislaciones que deciden de qué manera van a ser condicionados y o utilizados biológica y sexualmente, se nos expone como carne de cañón dentro un asunto público que es liderado por hombres, a quienes no les están enjuiciando el manejo de su cuerpo por el mero hecho de que no es su culpa haber nacido con una biología distinta. Imaginémonos ahora entonces que, si la cosa es política, también es económica. ¿Cómo hallar movilidad bajo un campo en el que los hombres parecen estar dotados de una voz más fuerte, más robusta, de mayor credibilidad e ingresos? Y la gravedad se eleva en cuanto otras mujeres se identifican de manera pública con la causa machista, cosa que denota un grave déficit empático y una preocupante capacidad para el señalamiento. Ellas por lo general se llenan la boca con decir que están en contra de la violencia de género, que les parece inaudito que se maltrate a una mujer o se abuse sexualmente de otra, pero luego se las escucha justificando discursos machistas mediante la crítica al derecho de las libertades de cualquier tipo, o mediante ese que será el futuro cliché normalizador del hostigamiento que, seguido de un hashtag, asevera el “derecho-al-piropo” callejero.
Por lo menos, bajo mi experiencia, sí sé qué ha significado ser mujer en Colombia. Tener miedo a caminar sola en la calle pasadas las diez de la noche; pensar y re pensar si ponerse falda o pantalón por el mero hecho de tener que coger cualquier tipo de transporte público –y terminar escogiendo el pantalón; ser propensa a tener un salario menor al de cualquier otro compañero de trabajo hombre que hace igual o menor cantidad de labores; no tener visibilidad en ciertas profesiones, e incluso ser considerada “incapacitada” para laborar en algunas de ellas; ser constantemente puesta en el rol de madre, aunque se quiera o no serlo; asumirse de primera mano que la pareja con la que se ha de pasar un tiempo considerable de la vida ha de ser un hombre. Todos estos, prejuicios perpetuados tanto por hombres como por mujeres.
Debo aclarar que ser mujer en Colombia también ha significado reír, amar, presenciar cambios importantes en lo que a legislación confiere, y convivir en familia y amigos. Sin embargo esas parciales maravillas se llevan menos de dos líneas mientras las atrocidades ocupan todo un párrafo. ¿Qué sucede entonces con la promesa de equidad de género tan armoniosa en los discursos de campaña del actual presidente, pero que, una vez posesionado en el cargo, no han logrado alzar vuelo propio o, en su defecto, encontrar una audiencia que la tome en serio además de las feministas abanderadas con la causa? ¿Qué pasa con la que recibe un comentario, un manoteo, un gesto vulgar por la calle? La cosa ya no va tanto en la legislación, porque ella existe. Sí, ella está ahí. ¿Qué debe hacerse para que se inculque su cumplimiento? Urge la existencia de una alarma que haga despertar a un pueblo ya acostumbrado a las brechas económicas, al suelo pegajoso, a las escaleras rotas y al techo de cristal; a un señor en un taxi analizando de arriba abajo a una muchacha con falda, ignorando el hecho de que lleva de pasajera a otra muchacha tal vez igual de joven a la que le está lanzando los comentarios.
Ser mujer en Colombia debería significar tener la facultad de responderle al taxista con todas las letras bien puestas en la boca “señor, no sea M A C H I S T A que ella se puede vestir como le dé la gana, y ni usted ni yo tenemos derecho sobre su cuerpo”. O en todo caso debería significar que el comentario no ocurra en primer lugar, sino que cualquier mujer pueda coger un taxi con toda la seguridad del caso. Así fácilmente el trayecto sería picado con apacibles charlas climáticas o quejidos al vacío sobre la pesadez del tráfico. Las mujeres caminando podrían cruzar la calle tranquilas con sus faldas bien puestas ante la luz roja de un semáforo, sin gritos ni silbidos; sin exposición a críticas de moda con poca estética y elaboración instintiva, animal.