Lo que queda por decir

Hace unos días me llegó una noticia que, aunque predecible, me sacudió por dentro: 332 agresiones contra periodistas en lo que va de 2024. Cuando leí el informe de la Defensoría del Pueblo, no pude evitar sentir una mezcla de tristeza y rabia. No es la primera vez que me encuentro con cifras como esta, pero algo en este número me hace pensar que ya no es solo una cifra. Es una realidad palpable, una realidad que afecta a muchos de mis colegas y que nos golpea a todos.

Soy periodista, y como muchos de mis compañeros, a veces me pregunto hasta dónde llega nuestra capacidad de resistir. Resistir a la violencia, a la intimidación, a la precariedad económica, a la autocensura. Es una lucha constante, casi diaria. Vivimos en un país donde ejercer el periodismo ya no es solo una labor profesional; se ha convertido en un acto de valentía. Hablar con la verdad, con hechos que duelen, con los que desafían a quienes ostentan el poder, se está pagando muy caro. Y no solo me refiero a los ataques físicos. Las amenazas, las agresiones verbales, la presión para callar, todo esto se ha vuelto parte de nuestra rutina. La verdad es que siento miedo, y sé que muchos de mis compañeros también lo sienten.

La precariedad económica de los periodistas en Colombia es otro factor que agrava la situación. El 59,6% de los periodistas colombianos gana menos de dos millones de pesos al mes, según la Defensoría del Pueblo. ¿Cómo se supone que un periodista pueda ejercer su labor con libertad si su estabilidad financiera está constantemente amenazada? El salario es solo una parte del problema. Lo peor es que la falta de recursos y el miedo a las represalias se traducen en autocensura. Nos hemos visto obligados, en más de una ocasión, a pensar dos veces antes de publicar una historia que podría causar molestias a poderosos intereses económicos o políticos. Porque el temor no solo es por la seguridad personal, sino también por la estabilidad laboral. Y lo sé porque lo he vivido.

Pero es que aquí no se trata solo de salarios bajos o de las amenazas. Este es un tema mucho más profundo. En Colombia, ser periodista es exponerse a un riesgo constante, porque las agresiones no vienen solo de los grupos armados o de actores del narcotráfico. También vienen de los funcionarios públicos que, al sentirse cuestionados, no dudan en amenazar, perseguir o incluso atacar a quienes tienen la valentía de contar la verdad. No podemos olvidarlo. Los periodistas que denuncian la corrupción, los que sacan a la luz las irregularidades del poder, no solo son atacados en las calles. Son atacados desde el sistema, desde las instituciones que deberían protegernos.

El caso de Laura Ardila Arrieta es uno de los más impactantes. Laura es una periodista valiente que decidió sacar a la luz la corrupción política en la región Caribe de Colombia. Y lo hizo con una valentía que me conmueve, porque sé lo que se juega al hacerlo. Su trabajo en *La Costa Nostra*, un libro que destapó la podredumbre de las estructuras de poder en esa zona del país, la convirtió en blanco de amenazas de muerte. Y no es la única. Otros periodistas como Andrea Aldana han tenido que exiliarse, abandonando su país por el simple hecho de intentar hacer su trabajo con integridad.

Pero no todo es tan claro como parece. La sociedad colombiana parece no darse cuenta del costo que tiene el silencio. Cada vez que un periodista es silenciado, ya sea por la violencia física o la violencia económica, lo que se pierde es la posibilidad de hacerle frente a la corrupción, a los abusos del poder, a las injusticias que viven millones de colombianos. Es como si poco a poco, las voces que nos han dado claridad, que nos han hecho reflexionar sobre el rumbo del país, se fueran apagando.

Como periodista, me siento atrapada entre el deber de informar con veracidad y la necesidad de proteger mi propia integridad. Y sé que no soy la única. El miedo se ha instalado en nuestra profesión. Algunos nos preguntamos si deberíamos callar ciertas historias, si es mejor evitar tocar temas que sabemos pueden traer consecuencias. Pero al final, ¿de qué sirve la profesión si no la ejercemos con responsabilidad? Si nos dejamos amedrentar por las amenazas, si nos dejamos llevar por la comodidad de no incomodar a quienes tienen el poder.

La desaparición de medios y la persecución a los periodistas son una pérdida para todos. Porque aunque los medios convencionales tienen sus fallos, tienen algo que no podemos encontrar en las redes sociales o en las plataformas digitales: un compromiso con la veracidad, un compromiso con la verdad, que a veces cuesta vidas. Los medios tradicionales, con todos sus defectos, siguen siendo un contrapeso a la desinformación, a la manipulación, a los intereses ocultos. Y cuando esos medios desaparecen o son silenciados, la democracia pierde un pilar fundamental.

Así que, hoy más que nunca, como sociedad debemos tomar conciencia del valor que tiene la libertad de prensa. No se trata solo de defender el derecho de los periodistas a trabajar sin miedo, sino de defender el derecho de todos a estar informados de manera veraz y completa. La desaparición de un medio, de un periodista, de una voz que denuncia lo que otros no quieren que sepamos, es un golpe a nuestra democracia.

Como periodista, mi tarea no es solo contar historias. Mi tarea es contar la verdad, incluso cuando la verdad duele, cuando la verdad pone en peligro mi seguridad. Y aunque a veces sienta miedo, aunque las amenazas sigan llegando, sé que no me puedo callar. Porque mi deber es con la verdad, con los hechos, con la sociedad que necesita saber lo que está sucediendo. Porque la democracia no puede sobrevivir sin ella.

Laura Cristina Barbosa Cifuentes

Comunicadora Social y Periodista, Presentadora de Televisión, Entretenimiento, Deportes y Actualidad

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