No se sabe en qué momento un ventarrón lo va a sacar a uno volando en Honda. Perfectamente puedes ir caminando por el puente López y después terminar súbitamente en la Plaza José León Armero. El viento pasa, te embiste, te toma a su antojo y te deja donde le venga en gana. Eso pasa en Honda. Así ha terminado uno encontrándose con vecinos, amigos y conocidos. No queda más remedio que levantarse, sacudirse el polvo, sobarse las heridas, saludarse, hablar de “estos ventarrones algún día nos van a matar” y despedirse, con la promesa de verse de nuevo.
Hace unos días me encontré con Andrés Delgado, rector del colegio Alfonso López Pumarejo, y me manifestó que en Honda se ha perdido algo muy valioso: el comentario. Para él tiene un valor fundamental en la construcción de memoria, pero la conversación llegó a su fin por culpa de un ventarrón que me botó en la cuesta Saldúa y a él quién sabe dónde. Es el día en el que no sé nada de Andrés…
El caso es que me puse a pensar si más bien se refería a la tradición oral, en lo que el comentario es tan solo una parte. Considero que el grueso de la oralidad está en las historias y su particular forma de circulación que le permiten transformarse. Supongamos que este asunto de los ventarrones se lo cuento a un amigo y este a su vez se lo cuenta a alguien más. Este último puede ser muy creativo, olvidadizo o convenenciero y acomoda el relato a su antojo. Le dice a otro que no son simples ventarrones, sino violentos soplos cósmicos, y este se lo cuenta a otra persona y así hasta que la historia pasa por muchas personas creativas, olvidadizas o convenencieras en territorios que uno ni se imagina y con adaptaciones narrativas increíbles. O puede que la circulación de la historia se dé en unos límites geográficos no tan extensos, pero con el tiempo y la transformación social, el relato se va transformando también para cohesionar a las comunidades que lo conocen.
Tenemos ejemplos en nuestras literaturas indígenas, en la música (como la vallenata y la llanera) y en textos que otrora no fueron, como ‘Las mil y una noches’ y ‘El cantar del Mio Cid’. El proceso de estas oralidades ha significado un asunto rico en historias: hay que revisar las múltiples ediciones en las que Sherezade narra aventuras que aparecen en un ejemplar, pero en otro no. En el caso de ‘Las mil y una noches’, hablamos de una oralidad que viene desde los siglos IX y X, de historias que se contaron en territorios que hoy se conocen como Irán, Irak, India, Myanmar y hasta China, por citar algunos, y que en nuestra época los encontramos en libros. ¿Cuántas personas pudieron haber hecho su aporte en las narraciones de Sherezade antes y después de estar impresas?
El Museo del Río Magdalena se encuentra conversando con los pescadores para recoger sus historias, documentarlas y difundirlas dentro y fuera de Honda. Los del museo han encontrado en la oralidad de los pescadores, en los relatos de su cotidianidad, de su pasado, sus invenciones e imaginarios, un patrimonio que da cuenta de una cohesión social que de alguna manera está ahí y que, a lo mejor, no la tenemos muy presente: el Mohán, la Patasola, la Llorona, los rumores y llamados que se dan en medio del río Magdalena son historias familiares para nosotros, que muestran una parte de eso que llamamos “lo que somos”.
A mí me pueden mucho las ganas de ver documentados los resultados de las conversaciones para disfrutar y contribuir en la divulgación de ese patrimonio oral. Y también me pueden las ganas, si la vida me alcanza para disfrutar ese capricho, de ser testigo de sus transformaciones. Porque un tipo como Germán Ferro, antropólogo, historiador y curador del Museo del Río Magdalena, sabe que esto va a ocurrir. Y no le preocupa ni poquito, seguramente, sino que le emociona.
Lo mejor es ir a buscar a Andrés para contarle todo esto. Me he demorado unos días en hacerlo. Ojalá no me sorprenda un ventarrón, qué pereza. Aunque, ¿qué importa? No puede llevarse mis historias… Tampoco las tuyas.