Trato de recordar lo que pasó ese día y no logro tener alguna imagen certera. Creo que la memoria eliminó cualquier rastro del enterarme de tu fallecimiento. Hizo bien. No sé tampoco el porqué, después de 3 años de ese día, la mente me jugó la pasada de soñar con esa noticia hace poco, como si no hubieran transcurrido ya esos meses de la noche en que nos encontramos en una fila en la estación Exposiciones y me invitaste a la última malta con chisme político y canción de Les Luthiers incluidas.
No lo sé, pero me hago una idea, algo tendrá que ver la campaña en la que estamos hoy. Ver la pugnacidad, violencia, bajeza y desasosiego que se ve en redes entre los que son capaces de llamar a un niño neonazi y los que en pleno siglo XXI llaman King Kong a una persona. Debe ser por la desesperanza de ver caer el nivel del debate presidencial, debe ser porque el país no ha entendido lo que yo entendí después de tu muerte. Debe ser, quizás, por la culpa que cargo por haber tardado tanto para entenderlo.
Vos y yo nos hicimos amigos por cuenta de la diferencia, por creer en modelos de país diametralmente opuestos, pero por tener la capacidad de admirar los puntos comunes: el amor por Medellín, Antioquia y Colombia, por la admiración a Les Luthiers, por ser ñoños con la historia, y hasta por ser capaces de imitar a Álvaro Uribe (te confieso que vos lo hacías mejor que yo).
Esa amistad me cambió la percepción de muchas cosas. Nunca olvidaré el primer día que te vi en la universidad, todos sentados dejando dos filas vacías de distancia con vos. Nadie quería trabajar en grupos en los que vos estuvieras, me criticaban mi amistad con un uribista, me cuestionaban por ser el típico tibio cercano al Uberrimo. Lo que no sabían era que yo te tiraba más al centro de lo que vos a mí a la derecha (¿Te acordás del día en que te engañé para que cantaras Comandante Che Guevara?).
Me pesa mucho que, incluso con todo esto, yo no haya sido capaz de superar las rabias aprendidas, que la derrota en el plebiscito me haya significado el fin de nuestra amistad. Me pesa, porque toda la vida he pregonado la libertad de pensamiento, pero me negué a ver que esta libertad no solo la amenazan quienes han detentado el poder, sino también los que se paran en el lado opuesto a estos.
Nos rasgamos las vestiduras cuando nos sentimos victimas de censura, cuando nos sentimos apartados. Lanzamos sendas protestas cuando sentimos la fuerza de los poderosos arrasando la esperanza de la utopía que cada uno alberga sobre un mundo mejor. Pero ay de aquellos que sueñen con mundos diferentes a los nuestros, cuando somos nosotros los interpelados nos armamos de la visceralidad del sesgo.
Me lamentaré toda la vida la tardanza en entenderlo. Me preguntaré toda la vida por nuestro afán de encontrar lo que nos diferencia para atacarnos, nuestro afán de establecer peleas, de tener como sinónimos el “enemigo” y el “diferente”. Me preguntaré cómo construir un propósito común que nos saque de tanta guerra y dolor, y me lamentaré porque vos no lo hayás visto.
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