“Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba;
y Amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía:
pues entre el llanto, que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba”
Sor Juana Inés de la Cruz.
Cuando escribo acá suelo intuir por donde caminar. Tengo una idea, mastico un tema, descarto ornamentos innecesarios y hago una estructura que, por lo menos, dibuje a donde quiero llegar. Cómo escribo después lo que escribo es un misterio. Siempre hay un momento en que el método se derrumba y me miro con las manos. Como el miedo cesa mi decir también, y el texto escapa de la prisión que es mi voluntad, dando comienzo al murmullo donde mi nombre no dice quien soy sino quien conmigo va. Algo parecido, creo, pasa con el Llanto. Llorar, así, con mayúscula, es corriente donde el yo vuelve al todo: uno sólo llora lo que amó y el amor, en pasado o presente, nos recuerda que antes de pisar está la huella. Pues bien, hoy voy a escribir sobre el Llanto y cómo él, no tengo fórmula para ser o dejar de ser.
Hay que empezar por la forma. Se chilla en diferentes tiempos, tonos y ritmos. Según como se ponga la boca el sollozo parece lamento, es seco o tiene la intermitencia de la risa. A veces ocurren las tres opciones en simultáneo. En todo caso el sonido tiene su comparsa: el cuerpo acompaña la escena en que languidece. Empieza por el estómago, ya que el llanto es ante todo vómito, sigue con las manos temblorosas y termina en el rostro que, desfigurado y usualmente hundido entre ellas, supura el vacío por los ojos. La lágrima quema, ella es una metáfora de la grieta que el mutismo abre con violencia. Primero es espacio que queda tras el aturdimiento, luego constatación del silencio y por último parábola con la que el corazón expresa su abismo.
El Llanto empieza a ser en el ruido. Es vomito porque uno regurgita la confusión a la que el lenguaje no sabe dar nombre. Hay un salto en el tiempo: volvemos por la pendiente de un alarido al pasado en que las palabras no podían decir nuestra experiencia individual. En ese sentido, actuamos nuestros antepasados. Mas que imaginarlos, les ponemos voz, gritamos un grito sordo sin signo que significa todo. Si la palabra, como dijo Paz, es un puente mediante el cual el hombre trata de salvar la distancia que lo separa del mundo exterior, el Llanto es el medio por el que éste se desdobla de su condición y se mira en el tiempo, esto es, se une al manar del afuera y vuelve de él con su influjo.
Al contemplar la lejanía ante nosotros mismos lloramos y al llorar, por un instante, renunciamos a nuestra humanidad y regresamos al mundo natural para saborear la unidad originaria. Después está el silencio. Con él llega el sosiego que sigue de una revelación: reconocemos la intensidad de la presencia del otro en nosotros. Abrimos los ojos a la divinidad del amor y experimentamos su falta con la tranquilidad de saberlo incorporado. Quiero decir, gracias al silencio volvemos a escuchar el palpitar con el que el corazón grita sus huellas, por eso éste siempre es deriva, desembocadura de río, lugar donde el Llanto termina de ser.
Como cuando el poeta sangra al tropezar con un verso o el músico da en la nota en la que de a poco se resquebraja, uno debe abrirse al Llanto y dejarlo fluir, en otras palabras, parar de llamarle «mi llanto» y entregarse al acto en que el espíritu se desnuda. Cuando el silencio enmudece y la lejanía del llanto se observa en la distancia, la expresión del abismo que se abrió ante el yo pasado se saborea con la dulzura de una conciencia traspasada, pues sólo quien se abandona al encuentro de lo que dejó de ser tiene la certeza del reencuentro con lo que le permitió florecer.
Solamente bajo el paraguas de ese lenguaje común que no distingue un comienzo de un final, tengo la valentía de volver a la primera persona. Si digo yo, mi eco dirá nosotros, y la lección del llanto que durante un año tuve pendiente tendrá sentido. En esto que escribo me vierto, me doy, ya no busco encontrarme; y a su vez, sé, no sin algo de terror, que esta capacidad de darme se va agotando en este párrafo y debo abandonar el texto. Pero en el partir hay una canción, una música, una manera de acompasar la ausencia del otro y, por tanto, de uno mismo; basta franquear las fronteras de una promesa y caminar con júbilo hacía un nuevo llamado:
“Más allá de nosotros,
en las fronteras del ser y el estar,
una vida más vida nos reclama”.
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